La Fórmula Falangista del Nacional Sindicalismo es La Vuelta al Hombre.
Aunque en Falange Española Digital no idealizamos ninguna sociedad del pasado asumimos la mayoría de los conceptos tan claramente expuestos, como siempre, por José Luis de Arrese y otros muchos falangistas que han sido condenados al olvido por la mediocridad que nos gobierna.
La Armonía.
Por la
superficie de la tierra no ha pasado solamente la lepra
liberal, el
reinado de la ambición capitalista, sino también la lepra
del
marxismo, el reinado del odio clasista, y no basta que a la
injusticia contestemos con la justicia: es necesario también
contestar al odio, y al odio contestaremos con la
armonía.
Pero antes de empezar a
planear esta armonía, hagamos unas
consideraciones preliminares.
Las revoluciones liberal y
marxista han. fracasado en España por dos razones importantísimas:
- Porque no se
adaptaban al carácter español.
- Porque eran injustas.
En efecto; estamos
en España, somos españoles, tenemos un carácter, una manera de
ser, lunas costumbres, una tradición que nos hace ser así y
no de otra manera. Y yo pregunto: El liberalismo y el
marxismo, ¿nacieron para esta manera de ser, por lo menos, ¿se
aplicaron en España adaptados al carácter español? No; se
introdujeron como solución universal para todos los males y se
le dió al español en dosis forzadas.
"Trágala, trágala,
tú, servilón ;
tú, que no quisiste
la Constitución."
Así entró el liberalismo
en España. Pero entonces, si no se adaptaba al carácter
español, ¿cómo triunfó y cómo triunfaron después los
marxistas? Precisamente porque eran injustas y falsas; precisamente
por lo contrario de lo que sostenían.
"El hombre es bueno
por naturaleza", decían. Pero ellos sabían que no era así, y
como lo sabían, no halagaron a la parte buena del hombre, sino a
la parte mala: a las pasiones, al odio, a la ambición.
Si hubiera sido verdad lo
que decían no hubieran triunfado en España sus doctrinas, porque ni
son españolas ni tienen un ápice de justicia; pero las bajas
pasiones, los apetitos criminales del hombre serán injustos, pero
también universales, y, por tanto, no necesitaban adaptación
ninguna.
Por eso no se preocuparon
de hacer previamente una solución española.
Pero nosotros no venimos a
halagar al hombre malo, sino que venimos, por el contrario, a luchar
contra el vicio, contra la corrupción y contra la injusticia.
¿Cómo podremos triunfar en España?
De una sola manera: siendo españoles, hablando en el único idioma que el español entiende, en el español sacado del fondo de su alma popular, en el español claro, recio, crudo de sus costumbres, de su manera de ser, de su historia; explotando esa magnífica cantera de la tradición española tantos siglos sustituída por las importaciones extranjeras.
Es decir, haciendo al
revés de lo que se ha hecho hasta hoy.
Hasta hoy, España ha
sido el conejillo de Indias sobre el que se experimentaban las más
variadas doctrinas; unas nuevas, otras viejas, unas nacionales y
otras extranjeras. Era el enfermo sobre el
que maquinalmente se aplicaba suero tras suero a ver si por
casualidad se daba con la fórmula
salvadora.
Nosotros hemos de proceder
de una manera más lógica. Hemos de empezar por estudiar la
situación social, el problema social, y después estudiar a España,
sus costumbres, su carácter, su manera de ser y de reaccionar
(como el médico empieza por estudiar la enfermedad y sigue
estudiando al enfermo), y después, de "acuerdo con esas
costumbres, ese carácter, esa manera de ser y de reaccionar, es
decir, de acuerdo con la situación de la enfermedad y del enfermo,
hacer un programa no de soluciones concretas, sino de aspiraciones
concretas.
"Nosotros seríamos
un partido más si viniéramos a enunciar un programa de soluciones
concretas. Tales programas tienen la ventaja de que nunca se cumplen.
En cambio, cuando se tiene un sentido permanente ante la Historia y
ante la vida, ese propio sentido nos da las soluciones ante lo
concreto, como el amor nos dice en qué casos debemos reñir y en qué
casos nos debemos abrazar, sin que un verdadero amor tenga un mínimo
programa de abrazos y de riñas".
En una palabra: hemos de
empezar por descubrir a España "nuestras modernas Américas"
y su situación social para acabar haciendo luego unas leyes y una
revolución que sean reflejos de la verdad y cristalización de
la España descubierta.
Así estaremos seguros del
éxito; porque cuando el español se vea retratado en esas leyes y
descubra que esa revolución no solamente no es falsa, sino que,
además, es la que tantas veces soñó desde el fondo de su alma,
inmediatamente comprenderá que aquéllas son sus leyes y aquélla su
revolución y se entregará como se entrega a todas las cosas que le
llegan hasta dentro: con entusiasmo, con decisión y con plenitud.
No vamos a ser fascistas;
vamos a ser españoles.
"El fascismo es un
hecho extranjero; no entraré ahora en su análisis, en el de sus
doctrinas; pero aunque le admiremos no podemos introducir ese hecho
en España como una fórmula igual que se han introducido el
liberalismo, el marxismo, el enciclopedismo y otras ideas, porque
hasta ahora, fatalmente, bien por rutina o por temperamento, para
desgracia nuestra, nuestro pueblo ha estado sometido al triste hábito
del mimetismo.
Si ahora copiamos
también del extranjero, cometeremos el delito de secar, por pereza,
por rutina o cobardía, las fuentes de inspiración del genio hispano
y renegaríamos de hecho de nuestros sabios, de nuestros héroes, de
nuestros capitanes y caudillos, cuya elevada memoria nos pide una
fidelidad tajante, firme y aun a vista de todo lo verdaderamente
nacional, a todo lo hispano".
Tampoco vamos a ser
nacional-socialistas.
El socialismo es masa, es
monorritmo, es mecanización de las muchedumbres; por eso pudo
triunfar en Alemania, donde se va por la calle marcando el paso. Nosotros no haremos nunca
esas grandiosas paradas alemanas, y si las hacemos no será con ese
orden perfecto, con esos movimientos cronometrados, con ese
hieratismo prusiano.
En España, todo eso, aunque colosal, parecería frío; si el español se desborda (y se desborda siempre que se le llega al alma), no puede permanecer quieto y en silencio. ¿Es esto desorden? No. Es un orden distinto, un orden de acuerdo con nuestra sangre de fuego y nuestro sol embriagador; un orden, si se quiere, a lo potro árabe, pero es que tenemos más de potro árabe que de caballo percherón.
"El fascismo no es un producto de exportación", ha dicho Mussolini; y Goebels repite otro tanto del nacional-socialismo: "El nacional-socialismo no es un artículo de exportación; es un artículo con patente exclusiva reservada para nuestro país."
Tenemos nuestras
características propias: no somos ni alemanes, ni italianos, ni
rusos; somos españoles, y, por tanto, nuestra armonía, nuestra
solución, tampoco ha de ser ni alemana, ni italiana, ni rusa, sino
española, sacada de nuestro pueblo, de nuestros vicios, de
nuestras virtudes, modelada con el único barro que podemos
elegir para modelar algo español: con el barro de nuestra manera
de ser. "Sin tener que sufrir
ni aguantar injerencias internacionales: rojas, blancas ni de ninguna
especie".
Empecemos, pues, a
estudiar los componentes de nuestra revolución nacional dividiendo
para ello nuestro estudio en sus dos partes aglomerantes que
responden a la justicia y al españolismo que hemos proclamado
esenciales:
Principios fundamentales
de nuestra revolución.
El edificio económico
social del liberalismo está basado en el principio fundamental de la
libre contratación; es decir, en la compra-venta del trabajo y
el salariado.
El edificio económico
social del marxismo está basado en el principio fundamental de la
lucha de clases.
Por aquél, el obrero no
era un factor esencial, sino secundario, de la producción: era como
quien dice un hombre de segunda categoría.
Por éste, los patronos y
los obreros se sentían enemigos irreconciliables.
Por el primer principio,
el patrono que compraba en una cantidad fija de dinero otra cantidad
fija de trabajo (lo mismo que compraba las materias primas y las
máquinas de producción) , se consideraba, después de pagado aquél
con el salario (como después de pagadas éstas con su importe),
productor único y, por tanto, dueño absoluto de los beneficios
obtenidos.
Porque él pensaba: "así
como a nadie se le ocurrirá que una vez pagadas esas materias primas
y esas máquinas de producción siga el vendedor de ellas teniendo
algún derecho sobre los beneficios que produzcan, así el obrero
vendedor de su trabajo perderá todo derecho una vez recibido su
salario."
En el período liberal nadie discutía si el salario era o no
procedente, sino, todo lo más, si el salario era o no suficiente.
Por el segundo principio
se formaban frente a los gremios patronales Sindicatos obreros, y
estos Sindicatos ya no tenían como fin la producción (la
producción no interesaba al obrero porque sus beneficios iban
exclusivamente al patrono), sino la lucha, y en consecuencia se
apiñaban no en grupos homogéneos de hombres que tuvieran un mismo
interés productivo, sino en grandes masas de combate, en imponentes
ejércitos.
En el período marxista
nadie hablaba de la inexistencia de las clases, sino del exterminio
de una de ellas.
Por último, había un
tercer factor, que ni los liberales ni los marxistas lo catalogaban
como propio: el técnico.
El patrono liberal
consideraba al técnico exactamente igual que al obrero: como un
vendedor de su trabajo intelectual, y se lo compraba con su
sueldo,
El obrero marxista
consideraba al técnico como un aliado del patrono, y le incluía en
sus odios.
El pobre técnico era la
cenicienta del cuento.
Y mientras tanto, mientras
luchaban los odios marxistas y las ambiciones liberales, las clases y
los privilegios, las huelgas y los lock-outs, mientras la economía
nacional moría, el paro obrero aumentaba, la miseria y la
desesperación invadían los hogares. Los padres de la Patria ideaban
las soluciones más peregrinas al pavoroso problema social.
Los derechistas, imbuídos
por la ambición liberal, creían que el problema era una lucha de
apetitos y decretaban millones y millones para saciar esos apetitos y
para solucionar el paro.
Los izquierdistas,
imbuídos por el odio marxista, quitaban los crucifijos de las
escuelas, quemaban las iglesias, expulsaban las Ordenes religiosas y
asaltaban la propiedad privada.
Pero el problema quedaba
sin resolver porque ni los unos ni los otros veían el fondo de la
cuestión, sino sus consecuencias, y por tanto sus soluciones
parecían más bien ejemplos del método Ollendorf.
Hasta que vino el
nacional-sindicalismo y dijo:
los edificios liberal y marxista se
vienen abajo; están abiertos por los cuatro costados, pero no por la
acción del tiempo, no porque las vigas estén carcomidas, sino
porque la cimentación es falsa.
Por tanto, no es problema
de sustitución de vigas ni de reparaciones; es problema de derribo.
"Cuando el mundo se desquicia no se puede remediar con parches
técnicos: necesita todo un orden nuevo".
Hay que construir otro
edificio nuevo sobre otra nueva cimentación. Las clases son un mito;
los patronos, los técnicos y los obreros no pueden formar grupos
enemigos porque son inseparables en la producción; porque no puede
funcionar una industria, por grande o por pequeña que sea, sin
la empresa, la técnica y la mano de obra.
¿Que había privilegios
intolerables? ¿Que había explotadores y explotados? ¿Que era
necesaria la violencia? Conformes: ¿vamos a
condenar la violencia cuando han fracasado los organismos
públicos de la justicia?
"Bien está, sí, la
dialéctica como primer instrumento de comunicación. Pero no hay más
dialéctica admisible que la dialéctica de los puños y de las
pistolas cuando se ofende a la justicia o a la Patria".
Pero el marxismo, al
organizar sus Sindicatos para la lucha de clases, cometió una
terrible equivocación, porque ese noble espíritu de lucha no debió
encaminar jamás al exterminio de uno de los brazos esenciales de la
producción (en definitiva no hizo otra cosa que exterminar la
producción misma) sino al exterminio de esos privilegios
intolerables y de esa posibilidad de explotar como nosotros lo
hacemos.
"Nosotros estamos
contra la revolución socialista no por ser violenta, sino por ser
infecunda".
Nuestros Sindicatos
también son luchadores; pero son
"Sindicatos que desenvuelven
su espíritu de lucha, incluso de rebeldía, dentro de los intereses
de la Nación".
Pero hay otro mito mayor
que el de las clases, y es el de considerar el trabajo del hombre
como una mercancía que se compra y que se vende.
El obrero es un elemento
esencial en la producción; el obrero no "vende" su
trabajo, "pone" su trabajo manual y, por tanto, produce su
ganancia lo mismo que el que pone su trabajo directivo o el que pone
su trabajo técnico; luego en el reparto de los beneficios le
corresponde su parte por derecho propio, como corresponde la suya al
patrono y al técnico.
Solamente la necesidad le
hizo conformarse con una parte pequeña, pero segura, de esa
ganancia, ¡y aun esa parte se la disputaba el liberalismo!
Era el sarcasmo de la
libertad.
"Sois libres de
trabajar lo que queráis. Nadie puede compeliros a que aceptéis unas
u otras condiciones.
Ahora bien; como
nosotros somos los ricos, os ofrecemos las condiciones que nos
parecen.
Vosotros, ciudadanos libres, si no queréis, no estáis
obligados a aceptarlas: pero vosotros, ciudadanos pobres, si no
aceptáis las condiciones que nosotros os imponemos, moriréis de
hambre, rodeados, eso sí, de la máxima libertad liberal".
Este era el panorama
social bajo la tiranía de los "credos libertadores" .
En cambio (decía el
nacional-sindicalismo), si observamos serenamente la realidad de
las cosas, sin odios marxistas ni ambiciones liberales, ¿ no
vemos que el patrono, el técnico y el obrero han ido a la fábrica,
a la industria, al comercio, a producir y no a luchar? ¿No vemos que para la
constitución de ese comercio, esa industria o esa fábrica ha sido
necesario que la empresa aportara su dinero y trabajo organizador, el
técnico su trabajo director y el obrero su trabajo manual? ¿No vemos que sin la
actuación constante y activa de esos tres elementos productores no
puede haber producción?
Pues entonces, ¿a qué
viene la lucha de clases? ¿Dónde están las clases, si todos son
igualmente productores? ¿A qué viene, pues, la sindicación
marxista? ¿A qué la idea liberal de expulsar al obrero (con el
salario) de los derechos que le corresponden en los beneficios?
Cada fábrica, cada
industria, cada comercio, es una sociedad de productores en la que
cada uno pone la aportación personal de su trabajo. Luego la organización
social y sindical en ellos debe ser la de una serie de sociedades
formadas por los patronos, técnicos y obreros que trabajan en una
misma empresa y en la que todos son socios productores de la ganancia
y, por tanto, todos deben intervenir en la empresa y todos deben ser
partícipes de los beneficios.
Esta es la verdadera
solución justa y ésta es la que hará el nacional-sindicalismo.
Cada tarea será una
sociedad. Cada tienda, con su dueño y sus empleados; cada modesto
taller, con su patrono y sus operarios; cada fábrica, con su
empresa, sus técnicos y sus obreros, serán sociedades en las que
los dueños y los empleados no serán compradores ni vendedores de
trabajo, sino socios productores que se reúnen con un mismo fin y un
mismo interés: producir.
En esta organización
sindical no habrá huelgas ni lock-outs porque ni a los obreros ni a
los patronos les interesará ya luchar entre sí para no perjudicarse
a sí mismos.
No habrá esa infinidad de
pequeños conflictos (que son los más desagradables) producidos por
el obrero vago o desaprensivo que, amparado por su Sindicato, era un
verdadero profesional del abuso, porque ahora no encontrará ambiente
entre sus compañeros, pues a nadie le interesará proteger vagos.
No habrá necesidad de
Jurados mixtos ni de Comités paritarios, pues los patronos y los
obreros no representarán intereses opuestos, sino comunes, y les
será más fácil entenderse.
Un Tribunal de trabajo resolverá
en definitiva las diferencias que haya o las dudas que surjan.
Los trabajos serán más
agradables y la producción mejor, porque cada obrero mirará la
empresa como propia, ya que es socio de ella y trabajará con más
ahinco porque sabe que trabaja para él.
Las relaciones entre los
patronos y sus obreros ya no serán como antes, como las de dos
poderes que se recelan mutuamente, sino como la de dos colaboradores
igualmente interesados en el éxito de la empresa.
Los obreros recibirán su
salario no ya como pago total de su trabajo, sino como parte
anticipada de los beneficios que le corresponden, como los
empleados recibirán su sueldo y los
patronos su interés legal.
Hasta el capital ganará
más en definitiva, pues aunque tendrá que repartir sus ganancias,
los ingresos serán mayores (porque se trabajará con más
intensidad) y los gastos menores (porque no se provocarán huelgas,
ni accidentes, ni sabotajes).
En una palabra: la vida
será sin odios ni piraterías; se trabajará en un ambiente de
armonía y de igualdad, y todas las energías y tiempo que ayer se
perdían en luchas estériles y agotadoras se emplearán mañana en
hacer una Patria grande y libre y una economía fuerte.
Pero hemos dicho que la
solución no sería definitiva si no estuviera de acuerdo con las
características del pueblo español; por tanto, antes de seguir
adelante planeando nuestra organización sindical veamos si el
espíritu inicial de nuestros Sindicatos se amolda al carácter y
a la manera de ser española.
Acuerdo de nuestros
principios fundamentales y nuestras características.
Hemos visto los principios fundamentales de nuestra revolución, y las características del pueblo español. Veamos cómo
están de acuerdo ambos componentes.
- La primera característica
era el nacionalismo y efectívamente nuestra revolución no aspira a
ser mundial. No será como el liberalismo, el marxismo, etc., que se
creen solución para todos los males.
Nuestra revolución es
nacional por su origen, por su fin y por su esencia.
Por su origen, ya lo hemos
visto, estará sacada del alma popular. Por esta razón no cuajaría
en pueblos de distinta psicología; pero también por esta razón ha
de ser el aglutinante de nuestro futuro.
Porque más allá de las
fronteras hay pueblos que tienen distintos nombres, pero que siguen
siendo españoles: españoles en el hablar y en el obrar, españoles
en su hidalguía, en su espíritu independiente y en su apego
familiar.
Nuestro futuro no se hará con el derrumbamiento de las fronteras
materiales, sino con el de las fronteras espirituales.
Seguirá habiendo
territorios con distintos nombres; pero con un mismo sentir, con una
misma médula, con una misma organización, y esa misma organización,
esa médula y ese sentir, que hará de todos los pueblos hispanos
distintos cuerpos, pero con la misma alma, ese filtro maravilloso que
hará que todos los pueblos latan al unísono, será el
nacional-sincidalismo.
Pero el
nacional-sindicalismo también es nacional por su fin. En efecto;
tiene una aspiración de justicia social, pero tiene también una
aspiración de exaltación patria; es sindicalista, pero antes es
nacional; no sólo mira a la reivindicación social, a ejemplo
marxista, sino que mira antes a la reivindicación nacional.
"Primero
la devolución de un espíritu nacional colectivo; después, la
implantación de una base material y humana de convivencia entre los
españoles".
Presentan como
incompatible el logro de las reivindicaciones proletarias con una
política nacional de exaltación de España, de su grandeza, del
orgullo de su pasado y del deseo de un porvenir mejor.
Pues bien; Falange
quiere armonizar porque entiende que son perfectamente armonizables
todas esas reivindicaciones proletarias (que no sabe por qué han de
estar defendidas por los partidos de izquierda únicamente, como si
fuera su monopolio vitalicio) con el amor a España y el sentido
nacional (que tampoco sabe por qué razón ha de constituir otro
monopolio de los partidos de derechas).
Y está segura que
cuando esta armonía se verifique entre los dos factores, la justicia
social de un lado y el sentido nacional de otro, habremos dado un
paso de gigante para realizar la unión entre todos los españoles".
Por último, hemos dicho que el sindicalismo de Falange es también
nacional por esencia. En efecto; nuestros Sindicatos son parte
integrante de la Nación.
"Los Sindicatos son
cofradías profesionales, hermandades de trabajadores, pero a la vez
órganos verticales en la integridad del Estado; y al cumplir el
humilde quehacer cotidiano y particular se tiene la seguridad de que
se es órgano vivo e imprescindible en el cuerpo de la Patria".
Los Sindicatos en el
Estado Nacional-sindicalista son Sindicatos y al mismo tiempo son la
Nación misma, como los árboles del bosque son los árboles y son el
bosque.
- La segunda característica
española es la dignidad (o así era antes de haberla perdido), y el nacional-sindicalismo, para conseguir
esa dignidad, suprime de sus Sindicatos los dos obstáculos
principales: la división de clases y la compra-venta de trabajo.
¿Es que suprimida con la
justicia social la posibilidad de explotar puede seguir habiendo
clases de explotadores y explotados?
Si al capital se le da su
interés legal, al técnico su sueldo y al obrero su jornal y a todos
después se les reparte los beneficios proporcionalmente a su
participación en la producción, ¿quién se puede llamar
explotador y quién explotado?
El nacional-sindicalismo
borra de un solo plumazo las clases. ¿No son todos productores? Pues
entonces no hay clases.
El nacional-sindicalismo dice:
1º. Todos (patronos,
técnicos y obreros) son elementos igualmente indispensables en la
producción.
2º. Como elementos
igualmente indispensables, todos son elementos igualmente
inseparables.
3º. Como elementos
indispensables e inseparables, todos son igualmente importantes.
Ahora bien; para llegar
efectivamente a esta igualdad es preciso borrar la compra-venta de
trabajo, que es uno de los más firmes conceptos de la economía
liberal.
El obrero con el salario
se sentía humillado, empequeñecido y desplazado del interés de la
empresa, y su orgullo humano, y sobre todo su orgullo de español (el
ruso no se subleva por eso), se sublevaba al verse tratado como a las
materias primas y a las máquinas de producción.
El no sabía qué derecho,
pero presentía que tenía alguno más que el que le estaba asignado.
Por otra parte, su honradez y su dignidad le decían que ese derecho
no lo podía conseguir con el robo (solución marxista) ni por la
migaja (solución liberal).
El nacional-sindicalismo
vino a despejarle esta incógnita.
El obrero es de igual categoría
moral que el patrono y el técnico.
El obrero no es un
vendedor de su trabajo, sino un socio productor, como ya hemos dicho,
y aceptando como aceptamos esta teoría, no podemos aceptar ni la
teoría del salariado ni la teoría de las clases.
"En un
desenvolvimiento futuro, en un desenvolvimiento que parece muy
revolucionario, pero que es muy antiguo, cual fue la hechura que
tuvieron las viejas corporaciones europeas, se llega a no enajenar el
trabajo como una mercancía, a no conservar esta relación bilateral
del trabajo, sino que todos los que intervienen en la tarea, todos
los que forman y completan la economía nacional, estarán
constituídos en Sindicatos verticales".
"Estos Sindicatos
descargarán al Estado de una serie de funciones económicas que
ellos deben asumir desburocratizando la economía y llegando a la
supresión del salariado mediante un reparto equitativo de los
beneficios entre todos los factores que han intervenido en la
producción".
Esto no quiere decir que
todos han de ser iguales en todo (socialmente, sí; técnicamente,
no). Habrá jerarquías profesionales: el hombre tiene cabeza y tiene
pies; con la cabeza dirige, con los pies anda. A nadie se le
ocurriría decir que la cabeza y los pies son iguales, y, sin
embargo, son igualmente esenciales para andar.
Socialmente, habrá
igualdad porque todos somos igualmente dignos, igualmente nobles,
porque todos somos hijos de Dios, "envoltura corporal de un
alma que es capaz de salvarse y de condenarse".
Pero técnicamente seguirá
habiendo desigualdades; es decir, seguirá habiendo jerarquías
profesionales.
No todos nacen con las mismas aptitudes intelectuales
ni físicas; unos servirán para directivos, otros para técnicos y
otros para operarios.
"Defendemos la
igualdad de todos ante el trabajo: igualdad que no excluye rangos,
jerarquías y categorías, pero ganadas todas ellas por el propio
esfuerzo y la propia capacidad".
- La tercera característica
española es la independencia. El español se reúne
instintivamente con los que más de cerca le rodean, con los que
trabajan en su mismo taller, en su misma oficina, con los que viven
en su misma casa. Rara vez busca sus amistades en otro barrio o en
otra fábrica.
Es decir, el español va
por instinto hacia la "peña" de amigos, una "peña"
reducida, propia, independiente, una especie de autonomía gremial.
¿A qué vienen, pues, los
marxistas organizando sus Sindicatos en gigantescos grupos, apiñando
a todos los obreros que de cada ramo trabajan en una ciudad, en una
región o en una nación, en un solo sindicato local, regional o
nacional del ramo?
Es que ellos tienen la
preocupación de lo grandioso porque sienten la necesidad de la
fuerza, porque tienen el postulado de la lucha de clases y la
unión hace la fuerza.
Pero el
nacional-sindicalismo, que empieza por borrar las clases, no necesita
organizaciones artificiosas, sino naturales, y lo natural es
formar los Sindicatos, empezando la cadena con los grupos
independientes que trabajan bajo un mismo techo.
El funcionamiento de una
fábrica no depende para nada del funcionamiento de las otras de
su mismo ramo.
Si no lograríamos mover
una locomotora agrupando por separado el hogar, los émbolos y las
ruedas, ¿lograríamos ponerla en movimiento juntando estas piezas
con otras análogas de locomotoras igualmente desmontadas? Pues bien; cada locomotora
es una fábrica, es una empresa, y si hasta en el mundo mecánico
cada locomotora tiene movimiento propio (aunque encarrilado), no
vamos a ser nosotros los que disloquemos al obrero para agruparlo con
otros que ni siquiera conoce, cuyas necesidades no siente y cuya
vida, por tanto, no puede compartir.
El nacional-sindicalismo
empieza sus Sindicatos en el grupo que convive bajo el mismo techo,
en una misma industria, en una misma fábrica o en una misma
empresa; en los que por sentir las mismas aspiraciones y pasar las
mismas fatigas se entienden con esa manera de entenderse que sólo
comprendemos al mirar las tripulaciones de un mismo barco, las
amistades de un mismo accidentado viaje.
Después, estos Sindicatos
de industria se unirán con otros de industrias análogas, y éstos
con otros y con otros hasta llegar a la cámara sindical.
Pero su
unión no será para los intereses privados, sino para los grandes
intereses de la Nación.
Antes, por el despido de
un obrero de una fábrica paraban los obreros de las industrias más
diversas.
No había independencia entre unos y otros, porque la
organización marxista estaba hecha para la lucha. En un momento dado, todos
los obreros de España tenían que mirar a sus patronos como enemigos
irreconciliables y le tenían que perjudicar lo más posible, aunque
muchas veces el patrono era un verdadero padre y aunque muchas veces
el perjuicio era para el mismo obrero.
Ahora no será así. El
obrero en el nacional-sindicalismo no es una pieza de fácil
recambio, no es un recluta temporal sin derechos; es una parte
integrante de la empresa, es la empresa misma y, por tanto, no mirará
nunca contra ella porque sabe que la conveniencia de la empresa es su
conveniencia propia.
- La cuarta característica
española es el patriarcado.
El abolengo sindical de
España es el gremio; la forma de trabajo, el taller, la tienda, la
industria, en la que convive el patrono con el obrero y en la que
el patrono es un operario más.
Es decir, la familia
sindical: patronos y obreros unidos.
Pero entonces ¿vamos a
volver a la forma gremial antigua?
¿Por qué no?
Los gremios murieron a
manos del liberalismo triunfante. Los gloriosos Reyes Católicos, en
las Cortes de Toledo de 1488, dieron unidad nacional a los gremios de
la Edad Media. Las funestas Cortes de Cádiz, en 1813, les dieron
muerte.
Después fué el marxismo, con su visión tuerta y su
sindicación partidista, el que acabó de rematarlos.
El golpe mortal de los
gremios lo dió la revolución francesa con la proclamación de la
"libertad del trabajo", Las Cortes de Cádíz de 8 de junio de 1\813 no
hicieron más que copiar el espíritu francés, aunque se llamaron a
si misma Cortes antífrancesas (A pesar de todo, Luis
Blanc (Historia de la Revolución Francesa) reconoce que "el
sentimiento de fraternidad dió origen en tiempos de San Luis a las
comunidades de comerciantes y de artesanos, que atendían a la
protección del débil con la más cariñosa solícítud".
¿Pero hay alguna razón
técnica, alguna incompatibilidad entre el gremio de ayer y la civilización de hoy que haga imposible su adaptación al
industrialismo actual?
Ninguna. Por otra parte, ni el régimen
capitalista ni el comunista han logrado en momento alguno hacer
funcionar una industria sin dirección, sin técnica o sin mano
de obra.
Luego si la única razón
es la prevención clasista y el libertinaje liberal, y nosotros no la
tenemos, ¿qué inconveniente hay para que volvamos a lo natural y
español adaptando los antiguos gremios familiares y autónomos a las
exigencias actuales y formando nuestros Sindicatos verticales con los
patronos, técnicos y obreros que trabajan en una misma tarea?
¿Por qué se han de mirar
como hermanos dos obreros de las más lejanas fábricas y como
enemigos irreconciliables el patrono y los obreros que trabajan
juntos?
En el nacional-sindicalismo no hay clases: todos son
igualmente productores; y, por tanto:
"Debemos formar
Sindicatos verticales y nacionales. Es decir, Sindicatos que en lugar
de ser exclusivamente de obreros o de patronos, inspirados tan sólo
en un interés de clase, por creer que es ésta la que une a los
hombres, lo estén por igualdad de intereses en la producción,
ya que vemos muchas veces que los proletarios de una industria tienen
más vínculos con los capitalistas de esa industria que con los
proletarios que trabajan en otra competidora y opuesta".
En resumen: el
nacional-sindicalismo hace sus Sindicatos de acuerdo con las
características del pueblo español, En efecto; el Sindicato
vertical y la célula primaria de toda nuestra organización
sindicalista es:
NACIONAL, porque ya no
constituye una organización externa, sino que forma parte integrante
de la Nación.
DIGNO, porque borradas las
clases ya no hay más que productores y porque borrada la
compra-venta del trabajo, ya no hay más que partícipes en la
empresa, con igual dignidad social.
INDEPENDIENTE, porque
borrada la lucha de clases ya no se harán grandes grupos sindicales
con miras a la fuerza (que no interesa), sino grupos de
especialidades con miras a la mejor producción; es decir, cada
fábrica, cada empresa, cada industria.
PATRIARCAL, porque reúne
en un solo Sindicato a los patronos, técnicos y obreros que trabajan
en la misma empresa, ya que todos están reunidos por el mismo
interés de producción.
Luego nuestra revolución,
que nace de acuerdo con la realidad de las cosas y de acuerdo con las
características del español, ha de ser la revolución que esperaba
España, la verdadera revolución española.
Libertinaje económico.
La libertad del individuo
primitivo y aislado, es decir, aquella libertad que consiste en "ser
como quiera ser", es imposible desde el momento en que el
individuo solitario pasa a formar sociedad con otros.
Entonces, aquel "ser
como quiera ser", que era posible mientras no hubiera otro "ser
como quiera ser" contrario al primero, se tiene que replegar
forzosamente.
Ya no puede haber
voluntades ilimitadas, puesto que estas voluntades, al no estar
solas, pueden rozar unas con otras y chocar, y en definitiva triunfar
las más fuertes, anulando a las más débiles; es decir, no
puede haber voluntades ilimitadas porque la anarquía (ser como
quiera ser) lleva siempre a la tiranía (ser como pueda ser), que es
el triunfo del poderoso contra el humilde.
Tenemos, por tanto, que
limitar su amplitud a un radio de acción tal que su círculo de
movimiento no roce con el de todos aquellos que, como él, tienen
igual derecho: tal que en vez de ser "como quiera ser"
sea "como deba ser".
Ahora bien; la intervención del
Estado es naturalmente ejercida sobre la libertad del individuo e
inmediatamente salta la duda: ¿cohibimos nosotros 'la libertad
humana?
No; lo que cohibimos es el
derecho a ejercer esa libertad en perjuicio de los demás.
"Las leyes no tienen
por objeto estorbar la actividad humana, sino encaminarla".
Y
nosotros, como diría Gonnard refiriéndose a Galiani, decimos:
"No somos enemigos sistemáticos de la libertad, sino enemigos de la
libertad sistemática".
En efecto; todo cuerpo que
se mueve en el espacio está a la vez sometido a dos fuerzas que se
igualan y se equilibran: la fuerza centrípeta y la fuerza
centrífuga. De la actuación de estas dos fuerzas nace el movimiento
equilibrado; de la superioridad de una de ellas nacería el caos.
La sociedad, al ejemplo de
los mundos espaciales, está regida con esas mismas fuerzas que
nosotros hemos dado en llamar Autoridad y Libertad.
Si la autoridad ejerciera
sobre la libertad un esfuerzo de absorción mayor que el ponderado,
la libertad individual desaparecería inmediatamente y de la
trayectoria de la civilización sólo quedaría ese movimiento
híbrido de la rotación sobre el mismo eje autoritario. No habría
más órbita política que la tiranía ni más órbita social que la
esclavitud.
Si, por el contrario, la
fuerza centífuga lograra arrancarse de la Autoridad, pronto estaría
la sociedad vagando por los campos de lo desconocido, sin más camino
que la anarquía ni más fin que la dispersión molecular, hasta que
la fuerza centrípeta de otra nueva Autoridad sujetara esa marcha
desbordada y marcará otra vez el camino del equilibrio.
Hasta hoy, la economía
nacional ha marchado a la deriva sin más norte que el capricho ni
más ley que el "laiesez faire" (dejar hacer), y si no veamos el panorama que nos
presentaba esa economía liberal.
Dos eran los poderes del
liberalismo: el capital y la capital.
¿y el campo? Para el
liberalismo, fundado todo en el sufragiouniversal (masa y dinero), el
campo, con sus villorrios diseminados y austeros, no existía. Hasta
el punto de que para favorecer a sus poderes no le importó
sacrificar al campo.
"Las grandes
capitales y los grandes capitales siguen siendo los enemigos de la
Humanidad labradora, y el campo es una víctima constante de los
tahures proletarios o bancarios de la
ciudad".
Basta con ver esas
brillantes ciudades creadas, se puede decir, en estos últimos cien
años, con sus magníficas avenidas, su iluminación
deslumbradora, su ornamentación maravillosa, y mirar después a
estos burgos campesinos, sin agua, sin luz, sin caminos
vecinales, sin iglesias, sin escuelas y sin médicos. ¿Pero es que el campo no
es España? ¿Es que en realidad no tiene el campo la importancia que
queremos darle?
Nada de esto. En España, las dos terceras partes de
sus habitantes viven en el campo, y las nueve décimas partes de la
economía nacional proceden del campo. España es un país
eminentemente agrario. Una sola cosecha de trigo vale más que toda
la producción anual de todas las minas nacionales. Somos la primera
nación del mundo en producción uvera y de aceite, la segunda en
naranja y otro gran número de productos. Baste decir que la
producción anual de la agricultura pasa con mucho de los 12.000
millones de pesetas ..
No tiene el abandono
campesino más explicación que la miopía de los Gobiernos (?)
españoles, que, ofuscados por el capitalismo deslumbrante, no
supieron comprender la grandeza de nuestra riqueza agraria.
Pero no fué lo peor el
olvido del campo, sino que cada vez que los Gobiernos se acordaban de
la agricultura era para sacrificarla unas veces en aras de la
industria y otras en aras de la ciudad.
Dos ejemplos bastarán
para observar estas afirmaciones:
Primer ejemplo: De
protección a la industria. El Estado tiene un arma magnífica para
proteger a la Patria contra la invasión del mercado extranj ero: el
arancel.
Pues bien; ¿cómo se ha empleado este arma en España?
El algodón en rama
(producto agrario) pagaba en el arancel de importanción 10 céntimos
kilogramo. Las medias de algodón (producto industrial), 8 pesetas
kilogramo. Esto hacía que España estuviera protegida contra la
invasión industrial del algodón, pero no contra la agraria, y así
vemos que en España no se importaban casi productos de algodón y,
en cambio, entraban unos 400.000 quintales de algodón en rama.
¿Es que no hay
algodonales en España? Sí que los hay, y magníficos.
Lo que pasa
es que como el arancel no los protege, no pueden entrar en
competencia con los grandes mercados extranjeros y cada vez iba
habiendo menos.
Además, debemos tener en
cuenta que por la época en que se hacen las faenas del cultivo
algodonero (antes de las primeras lluvias y después de las últimas)
no coincidían con las de ningún otro cultivo de la región
(Andalucía) y podían dar infinidad de jornales que hoy se dan a los
algodonales extranjeros.
Por análoga falta de
protección arancelaria languidecen y hasta mueren infinidad de
cultivos en España, como el lino, el esparto, el cáñamo, etc.,
etc., que han tenido épocas de gran esplendor,como lo demuestran
los nombres geográficos que los recuerdan: Linares, Atocha, etc.,
etc.
Bien está proteger a la
industria; pero ¿por qué no se ha de proteger también a la
agricultura? Si España es un país eminentemente agrario, por
qué no se ha de tender a que laindustria española se surta de
la agricultura española? ¿Por qué vamos a ser feudatarios,
esclavos, del mercado extranjero, pudiendo ser proveedores o, por lo
menos, independientes del mundo entero? ¿Han pensado los
gobernantes liberales en la importancia que esta independencia
tendría para una posible guerra internacional? ¿Han pensado en el
incontable número de jornales que se dan a los agricultores
extranjeros, cuando en España tenemos al 70 por 100 de los
campesinos en paro forzoso? ¿Creen que ante estas enormes realidades
merece tenerse en cuenta el negocio que represente la importación
a unos cuantos privilegiados?.
Segundo ejemplo: De
protección a la ciudad. Todos hemos visto durante meses enteros
cubiertas las fachadas de las calles obreras de Madrid con el
siguiente letrero: "Mujeres, protestad contra la subida del
pan."
No es que el precio del pan hubiera subido; pero ante su
posible encarecimiento, la ciudad se conmovía.
¿Que para que no hubiera
subida era necesario sacrificar al campesino?
No importaba: lo
pedía la ciudad.
Pues bien; ¿sabéis lo
que hubiera representado al trabajador del campo una subida de 5
céntimos por kilogramos en elprecio del pan? Ciento cuarenta
millones de pesetas: ciento cuarenta millones para repartirlos en
jornales, para mejorar el cultivo, para comprar tierras y repartirlas
entre los mismos obreros.
Pero el obrero de la
ciudad había dicho que no, y el obrero de la ciudad era un obrero de
primera clase, y el del campo, de segunda.
Otro ejemplo: En la ciudad
había un gran problema de paro obrero, y el 27 de julio de 1935
salió una ley concediendo una exención de tributos durante
veinte años a todo el que empezara
a construir en el plazo de
unos meses, y naturalmente se solucionó el paro.
Claro está que se
solucionó durante el corto espacio de tiempo que durase el período
constructivo y que al Estado le costaba esta pequeñísima solución
una cantidad fabulosa de millones que dejaba de cobrar durante
veinte años; pero costoso o no costoso, por corto o por largo
plazo, el paro se solucionó.
En el campo también había
ese mismo problema; pero para el campo no se hizo otra ley análoga,
sino la ley de alojados.
Cada propietario tenía
que mantener a uno o más parados, y digo mantener porque no se
miraba si eran agricultores o peluqueros los que iban a las faenas
agrícolas, hasta el punto de que muchas veces, lejos de ser útiles,
eran perjudiciales y había que darles el jornal sin dejarles
trabajar.
Hubo el caso chusco de una señora andaluza que prefirió
tener a sus alojados rezando Rosarios que destrozando sus campos;
así, al menos (decía), harán algo de provecho.
¿Qué hubiera dicho la
ciudad si en vez de la ley del paro se le da la de alojados? ¿Que
no se solucionaba así el paro? ¿Que se hundía la industria de la
construcción? Pues eso se ha hecho en el campo.
Nuestra postura frente al
urbanismo no es la de la fisiocracia; no queremos "un país sin
ciudades", como Dupont; pero tampoco queremos que nuestras urbes
sean, como Saint-Pevery llamaba a París, "el abismo de la
nación"; ni podemos tener el concepto romano de que la
agricultura "es el único trabajo digno del hombre";
pero la agricultura española es la base de nuestra economía
nacional, y como tal ha de ser atendida y hasta mimada.
Este era el panorama de la
economía liberal: protecciones interesadas, abandonos
injustificados, apetitos saciados, anarquía de la producción.
El nacional-sindicalismo
será todo lo contrario: ni protegerá a unos en privilegio exclusivo
ni abandonará a otros, tan españoles y tan esenciales, ni
consentirá los apetitos ni tolerará la anarquía.
José Luis de Arrese 1935-1940
En busca de una nueva fórmula
La historia del mundo sé divide en edades: Edad Antigua, Edad Media, Edad Moderna. y Edad Contemporánea.
Pronto se modificará esta clasificación, y la Edad Moderna se extenderá hasta nuestros días, para empezar también en nuestros días la nueva Edad Contemporánea.
Voy a explicar estas palabras.
Los cambios de edades, como los cambios de postura, no se hacen caprichosamente, sino cuando la fatiga y los achaques nos recuerdan la exigencia de modificar las cosas.
Es entonces cuando surge, como una necesidad biológica, ese instinto de conservación de los pueblos que se llaman revoluciones.
Porque
las revoluciones, y no me refiero a las revueltas sin trascendencia, sino a las grandes revoluciones, a las que cambian de una manera absoluta el rumbo de los pueblos, no se hacen cuando los hombres quieren, sino cuando los pueblos necesitan.
Cuando un pueblo deja de creer en aquellos principios que fueron su levadura en otros tiempos o renuncia a servirse de ellos para continuar su vivir colectivo, no tiene más que dos caminos a elegir: dedicarse fervorosamente a la tarea de encontrar un nuevo
conjunto de verdades dignas de ser amadas o continuar ciegamente la cuesta abajo de la decadencia y desaparecer; lo que no puede es evitar el problema diciendo que no quiere complicaciones y que le dejen vivir al margen de la cuestión; porque a las revoluciones, como las avenidas de los ríos, se las encauza o lo destruyen todo, incluso la esperanza de los que
intentan salvar la cosecha por el procedimiento de desconocer la inundación.
1) Las grandes revoluciones son las que van formando las edades del mundo.
Y así vemos que la, historia del mundo es una serie de revoluciones sucesivas. Cuando toda la espléndida grandeza de los Césares romanos quedó reducida a una serie de referencias al pasado y los hombres de la decadencia del Imperio se mostraron incapaces de ir actualizando su propia vida y de resistir el empuje de los bárbaros, surgió en toda su capacidad de obrar la revolución del Cristanisrno, que, salvando sus principios básicos, canalizaba el ímpetu del invasor y lograba la etapa plena de la Edad Media.
Luego, cuando el sentido, religioso de la Edad Media se fué perdiendo y las practicas religiosas quedaron reducidas al culto externo, tanto más espléndido cuanto menos sentido, un
nuevo paganismo, la revolución del Renacimiento, hizo su entrada tumultuosa en Occidente, y vino la Edad Moderna.
La verdad es que entre la Edad Antigua y la Edad Media no había ninguna relación de continuidad; entre las dos se había interpuesto la noche grande de la invasión de los bárbaros; pero, aparte de ello, si alguien se esforzara en encontrar un parecido entre la vida romana del Foro y del Coliseo y la vida recoleta de la época medieval, tendría que hacer verdaderos prodigios de fantasía para establecerla. Está bien, por tanto, el cambio Era entre una y otra Edad.
Entre la Edad Media y la Edad Moderna existe también una definida diferencia; No es sólo el descubrimiento de América,la invención de la imprenta, el resurgir de las artes; es, además, y por encima de cualquier otra cosa, un cambio que se inicia en la postura del hombre para con Dios; algo así como una
pérdida colectiva de Fe.
Basta un hecho concreto: en plena Edad Media un hombre humilde, sin más armas ni poderío que su cruz de palo y el áspero sayal de peregrino, recorre el mundo occidental predicando la guerra para rescatar los Santos Lugares del yugo sarraceno, y al grito de "Dios loquiere!", los Príncipes cristianos abandonan sus luchas internas y dedican sus fuerzas durante casi dos siglos a la aventura lejana de las Cruzadas. En 1460, un Papa, fuerte y poderoso, quiere hacer tanto como el ermitaño Pedro, y se dirige también a los Príncipes cristianos. Sin embargo, lo que fué sencillo al peregrino desconocido fué imposible al gran Pío II, y lo que pudo hacerse con la torpe oratoria de aquél no se logró con la bula Pontificia de éste.
Algo habia cambiado entre el siglo XII y el siglo XV. Pues bien, este algo, que poco después se había de convertir en las noventa y cinco proposiciones de Witenberg, fué lo que hizo diferenciar también de una manera sustancial la Edad Moderna de la Edad Media.
2) La Edad moderna y la Edad contemporánea no son sino etapas de una misma revolución iniciada bajo el signo del Renacimiento.
En cambio, entre la Edad Moderna y la Edad Contemporánea no hay solución de continuidad:
La Revolución Francesa es una consecuencia del Renacimiento, como la revolución comunista es una consecuencia de la Revolución Francesa.
El Renacimiento supone, ante todo, una subversión del hombre para con Dios. El Renacimiento, y esto conviene decirlo aunque parezca una repetición de los capítulos anteriores, no es una conmoción política, ni social, ni económica, sino la enunciación de una postura que se propone interpretar la vida desde el punto de vista de la ciencia, en contraposición a aquella otra que se propuso interpretarla desde el punto de vista de la Fe.
La conmoción vino después, cuando el mundo aceptó ese tránsito paulatino que el Renacimiento se encargó de realizar entre una etapa de
divinización que desaparecía y una etapa de
humanización que se anunciaba. En el principio, toda continuó igual, al menos en su aparato externo; el hombre se emancipó con prisas de su sometimiento a lo trascendente; pero la organización de la sociedad continuaba sujeta a las normas clásicas, y fué preciso que la
revolución protestante llevara esa emancipación a las formas religiosas, y la
revolución francesa a las formas políticas, y la
revolución rusa a las formas sociales, para que se pudiera decir que la teoría renacentista había llegado por fin a los últimos ángulos de la vida.
Por eso el Renacimiento, mejor que una revolución única se ha de considerar como la inspiración de una serie de revoluciones que han venido sucediéndose en los cuatro últimos sigios, y por eso también el protestantismo, el liberalismo y el comunismo se deben mirar como etapas de una misma trayectoria, cuyo denominador común es el espíritu renacentista,
Lo que hoy angustia al mundo, lo que le aprieta hasta dejarle mudo de terror no es un suceso aislado y sin conexión alguna con la civilización de Occidente, no; es la última consecuencia del Renacimiento, es la
última consecuencia de una etapa que se anunció como liberadora y fué, en realidad, la subversión de todo un orden de valores que habían dado norma y unidad a la cultura universal: es la ruptura de la tercera y última unidad fundamental que aun nos quedaba como recuerdo de aquella armonía completa que se había logrado para el Occidente en épocas de admirable plenitud.
Primero fué Lutero el que, levantando la bandera de la libertad religiosa, vino a romper la
unidad espiritual de Europa; después fué Rousseau el que rompió la
unidad política en nombre de la libertad individual, y, por último, fué Marx el que, sacando las últimas consecuencias de la disgregación, rompió también la
unidad social con la lucha de clases.
Y así, rota la armonía del hombre con su contorno; es decir, rota la armonía del hombre con su destino, con su pueblo y con su semejante, hemos llegado a esta situación caótica, de la que es preciso rescatarse si aun queremos salvar los principios de esta civilización que se tambalea, y que nunca llegará a restablecerse si no empezamos por restaurar de nuevo las tres unidades que fueron desmoronándose a lo largo de la decadencia de Occidente.
3) La nueva Edad Contemporánea empieza en nuestros días.
Fué el Renacimiento el que nos acostumbró a ver la vida sin unidad y las cosas sin jerarquía, y esta manera de ver es la que ha informado las tres últimas revoluciones del mundo.
Nada, por tanto, de hablar de Edad Moderna y de Edad Contemporánea, porque las dos edades no han sido otra cosa que el proceso de una misma descomposición interior, que se exterioriza hoy en forma aterradora, Nada de decir que la Revolución Francesa es el paso a una Edad distinta que merece el nombre de Contemporánea, porque la Revolución Francesa no es un cambio de rumbo, sino un jalón más de la misma ruta.
La verdadera Edad Contemporánea, el verdadero cambio de rumbo, la Nueva Era, empieza en nuestros días.
Es hoy cuando de veras se ofrecen a nuestro mundo, como antiguamente se ofrecieron al Imperio Romano, dos únicos caminos a seguir:
o el de declarar rápidamente clausurado todo el ruinoso sistema político en que vivimos y estructurarse de acuerdo con los principios cristianos,
o el de empeñarse en seguir vivienda del recuerdo y esperar inconscientemente a que los bárbaros se encarguen de poner en evidencia la quiebra;
O recobrarse violentamente, con un esfuerzo de voluntad, de todos los gérmenes de descomposición que lleva consigo la desdichada vida que nos ha tocado vivir, o esperar sesteando hasta que nos despierte el duro galopar de los caballos de Atila.
Dios quiera que al mundo de hoy no le suceda lo que al mundo Romano, que
por falta de capacidad revolucionaria, por no querer reconocer a tiempo la propia desazonada quiebra y empeñarse en vivir agarrados a la inercia rutinaria del pasado, no supieron descubrir lo que había de salvación para Roma en la fórmula cristiana que entre ellos se levantaba, y prefirieron continuar ciegamente confiados en sus glorias pretéritas, hasta que un día se preguntaron, llenos de asombro, cómo era posible que los vándalos pisaran los viñedos de Lacio.
Y Dios lo quiere, no sólo por el futuro de esta civiilzación, que con tanto mimo ha ido construyendo la humanidad creyente, sino también por la propia vida de la generación actual, porque lo mismo hoy como entonces, la Cruz acabaría por civilizar a los bárbaros y llevarles de nuevo a la norma y a la medida;
pero sólo después que los bárbaros saciaran su sed de destrucción y de muerte, de la cual no escaparíamos las generaciones de hoy.
Por eso, si no queremos pagar con nuestras vidas y con las vidas de nuestros hijos, la insensata postura de no enterarse, es preciso abrir los ojos a la desnuda verdad en que vivimos, y salir a la calle, gritando hasta perder la voz, aun a riesgo de que nos llamen locos y nos tiren piedras por el camino.
El mundo está hoy demasiado ocupado con su victoria, y hasta
quizás le parezca impertinente oír un grito de alarma en plena orgía; pero no nos detenga la fiesta y el regocijo, no suceda que llegue mientras tanto la catástrofe.
El edificio está en ruinas; los principios sobre los cuales se cimenta la sociedad, se han agrietado, y,
¡ay del pueblo que, bajo la amenaza de una crisis inmediata, no se afane por buscar un sistema de verdades a que agarrarse y se empeña en seguir viviendo sin preocupación, porque un día amanecerá su cadáver entre los escombros sucios del hundimiento!
4) Necesidad y urgencia de una vida que restaure el triple orden religioso, político y social del mundo.
Es preciso abrir los ojos a la desnuda verdad; pero, entiéndanlo bien los que sueñan perezosamente con fórmulas parciales que les permitan la agradable solución de ir tirando; es preciso abrir los ojos a toda la verdad, por áspera y descarnada que sea; tenemos que restaurar de nuevo este viejo y gastado mundo, que ya se nos va quedando inservible, y para ello no bastan las soluciones medias.
Ni basta con procurar salvar unos principios religiosos o patrióticos, desentendiéndose de los problemas sociales, como hasta ahora venían predicando los llamados partidos de derechas,
ni sirve buscar la fórmula aislada de una
revolución social internacionalista y neutra;
es preciso llegar a la ocasión de comprender toda la angustia que se encierra en esto que se ha dado en llamar la
Decadencia de Occidente, y analizar con toda seriedad aquellos principios religiosos, políticos y sociales que sirvieron de clave subversiva a las tres etapas de la Edad Moderna.
"El combate, dice Hitze (" El problema social" discurso primero),
se libra en tres distintos terrenos, y en todos ellos debe ejercitarse nuestra actividad: en el religioso, en el político y en el social. No puede librarse en ninguno de estos sin que al mismo tiempo se dé en los otros."
Y es que, en definitiva, lo que hoy está en quiebra no es solamente una serie de principios sobre los que descansa la asociación humana; ya hemos dicho que el liberalismo y el comunismo no hubieran sido posibles si antes no hubiera existido el Renacimiento; lo que hoy está en quiebra es el sujeto mismo de la sociedad: es,
el hombre.
Ahora está muy en moda eso de buscar a toda prisa fórmulas de arreglo y de armonía;
nada de eso;
hay que volver a la verdad primera,
hay que aceptar que si este edificio que un día asombró al espectador sencillo con su espléndida fachada, se está cuarteando por los cuatro costados, es porque ha fallado la
cimentación; porque no se llegó a profundizar hasta el firme necesario.
El hombre tiene que volver a encararse con una
nueva fórmula de convivencia, porque la catástrofe universal ha demostrado que
los supuestos políticos y sociales sobre los que hoy se encuentra organizada la sociedad, no sirven para continuar viviendo;
pero antes tiene que volver a encararse consigo mismo; pensar otra vez, antes de lanzarse a buscar afanosamente procedimientos de arreglo, si no es mejor que pasarnos la vida poniendo parches, calar hasta la esencia del problema y empezar desde el principio a levantar un nuevo edificio.
El hombre se compone de alma y de cuerpo.
Pues bien, no olvidemos eso, que de puro sencillo parecerá una infantil preocupación, porque en ello se encierra la clave de todo.
Una fórmula cualquiera se puede presentar de dos maneras:
o aceptando la
interpretación materialista de que el cuerpo es más importante que el alma,
o aceptando la interpretación
espiritualista de que el alma es más importante que el cuerpo.
Y como nosotros no podemos aceptar con Marx ("Crítica de la economía política", Prólogo) que
"lo material es lo único que determina el proceso social, político y espiritual de la vida", tenemos que volver a. sujetar las cosas a un orden jerarquizado y armónico, en el que lo político y lo social vuelvan a ser interpretados desde un punto de vista cristiano.
La Edad Moderna (la verdadera Edad Moderna, la que llega hasta nuestros días)
se ha caracterizado por un esfuerzo continuo de interpretar la vida desde el punto de vista material;
pero la Edad Moderna ha fracasado, y ya no nos sirve esa etiqueta genérica que ha cubierto todas las soluciones afloradas bajo su signo.
La Nueva Edad Contemporánea, que ya se anuncia en los brotes de una nueva primavera, se ha de caracterizar por un empeño contrario al materialismo, por el empeño en resolver todos los problemas que se nos presenten desde el punto de vista espiritual y cristiano.
5) Las soluciones alumbradas hasta hoy no sirven para resolver el problema que tiene planteado el mundo.
Llegamos, pues, a la tercera solución, cuya esencia consiste en remontar la cuesta abajo de los últimos siglos hasta llegar al firme necesario para asentar, de una manera permanente y definitiva, los cimientos de la sociedad que precisamos construir.
Una sucesión encadenada de causas han ido llevando a la humanidad desde aquel espiritualismo claro y definido de la Edad Media al triunfo absoluto de este materialismo actual, y hoy, ante el hecho comunista, han acabado los hombres por comprender la necesidad de una fórmula salvadora, y buscar esta fórmula en las más variadas actitudes.
Desde los grupos conservadores del capitalismo, que se afanaron por convencer a las gentes de que el comunismo es un suceso perverso, surgido poco menos que por generación espontánea, y que como a tal se le debe combatir para
continuar gozando del bienestar amenazado, hasta los fascistas, que reconocieron al comunismo como una
consecuencia del error liberal-capitalista y propugnaron una fórmula nueva capaz de eliminar ambos errores.
Sin embargo, ninguna de estas soluciones sirve para resolver el problema que hoy tiene planteado el mundo sobre sus espaldas.
El fascismo, lo acabamos de decir, no vió el problema actual con absoluta claridad.
Comprendió, efectivamente, que el liberalismo era erróneo, que un individualismo desbocado y un excesivo dejar hacer al individuo había llevado la política al terreno inoperante de los partidos, y la economia, a la injusta situación de la lucha de clases; pero por no plantearse la última y esencial pregunta,
por no buscar la razón filosófica de aquella situación liberal,
quedó en el umbral de la solución deseada
sin llegar a representar la fórmula perfecta ni encontrar más salida a la organización que combatía, que el Estado Totalitario para el problema de los partidos, y la invocación a los derechos superiores de la Patria para el problema de las clases.
El fascismo, sin embargo, supo despertar en las almas de toda una generación una
mística seductora, y esta mística, por sí sola, hubiera sido capaz de empujar a los pueblos a la victoria sobre el comunismo, salvando así a la civilización cristiana del peligro asiático, aunque luego el mundo Occidental hubiera necesitado seguir buscando una auténtica y definitiva solución que le permitiera, una vez libre de los errores comunistas, rescatarse también de los errores liberales y, sobre todo, de
los errores que hicieron posible a su vez que el liberalismo se engendrara.
Pero
el fascismo murió prematuramente a manos de sus dos enemigos, y hoy vuelven a quedar frente a frente las dos irreconciliables políticas:
la capitalista, decrépita, cansada y declinante, y
la comunista, Juvenil, impetuosa y
fanática;
la victoria, si el mundo no lo remedia apuntando otra solución capaz de encender de nuevo la ilusión de las gentes, no es dudosa.
El capitalismo va en declive; está en plena descomposición y representa a
la clase menos numerosa, lo cual no sería lo peor si al mismo tiempo no pretendiera vivir dentro de una teoría política que se basa en el triunfo de la mayoría.
El comunismo tiene en su haber una
mística ernbriagadora, tiene una masa compacta y organizada, dispuesta a todos los sacrificios y, sobre todo, tiene en su haber la manifiesta
debilidad de su enemigo, que, en último término, se encargará de proporcionarle las mejores victorias ante el miedo de no podérselas arrebatar.
Y sobre todas estas razones, la razón fundamental: el capitalismo no puede oponerse al comunismo, porque, como hemos visto a lo largo de los capítulos anteriores, el capitalismo es una etapa hacia el comunismo, es una fórmula de tránsito que necesariamente desembocará en el comunismo:
"Los marxistas-decía Lenin en "Dos tácticas"
debemos saber que la libertad y el progreso burgueses son e! comienzo del único camino que conduce a la definitiva emancipación de las masas trabajadoras. No debemos olvidar que primero la plena libertad política, después la República democrática, y luego la dictadura revolucionaria del proletariado y de los campesinos son los medios sucesivos para lograr el triunfo del socialismo".
Y más adelante añade:
"Sería un error creer que al proletariado no le importa ni le conviene la revolución burguesa. El desarrollo del capitalismo es para él una condición indispensable de su propio desarrollo" .
6) El hombre y el Estado, piezas fundamentales de la fórmula buscada.
Por lo tanto, no insistiendo más sobre la
ingenuidad de los que creen que el capitalismo es una situación de término, en el Estado a la
individualista; que procura imponer la hegemonía del individuo, y la
totalitaria, que considera al Estado como único amo.
Entre estas dos, apenas si queda sitio para apuntar tímidamente la interrogante de si no
es posible organizar las cosas de manera que el hombre y el Estado se entiendan definitivamente.
A lo largo de capítulos sucesivos hemos de pensar en esta posibilidad, empezando por estudiar, como único camino, los factores que componen el problema.
Primero, el sujeto de la sociedad humana; nada se podría hacer si no empezáramos por indagar quién es el que ha de formar esa sociedad.
Segundo, la sociedad en sí misma, o, lo que es más claro, el objeto de la sociedad que se organiza.
Y por último, conociendo ya ese sujeto y ese objeto,
Tercero, ver el modo de gobernar ese Estado por los hombres que lo componen.
Se dirá que esto último es lo dificil y que lo otro es una mera especulación filosófica; yo creo que no: lo importante es conocer bien los factores del problema y plantearlos de un modo evidente.
Cuando un arquitecto intenta construir un edificio, lo primero que tiene que hacer es conocer profundamente el destino del edificio y el género de vida que quieren llevar sus huéspedes; de este conocimiento exacto se deducirá luego que sus habitantes vivan agradablemente o tengan que pasarse la vida derribando tabiques o sintiéndose incómodos.
Por otra parte, esto es lo que han tratado de buscar todos los regímenes que se han ocupado de resolver el problema del
Poder Público, y si nos fijamos bien, el error en que hayan podido incurrir no está en el tercer enunciado, sino en el
mal planteamiento de los dos primeros.
El liberalismo, por ejemplo, empezó análogamente por buscar el
sujeto de la sociedad (el ciudadano), continuó luego por construirse las nuevas
bases del, Estado (el contrato social) y acabó, en último término, por establecer el
modo de gobernar ese Estado por esos ciudadanos
(el sufragio universal).
Nadie dirá que el sufragio universal en si es el origen de las torpezas liberales; sufragio universal construido de un modo o de otro; intervención del pueblo en su propio gobierno;
democracia, en el sentido abstracto de la palabra, ha habida en el mundo bastantes siglos antes de que existiera Rousseau,
y sólo contando con la enorme pedantería del hombre liberal se puede afirmar hoy que democracia y liberalismo sean una misma cosa.
"Lo malo del sistema liberal no es que todos los hombres puedan intervenir en la gobernación del Estado, sino el concepto recortado y mezquino que aporta del Estado y del hombre."
(José Luis de Arrese.)
Quizás contrariamente a lo que muchos esperen oír he de decir que
esa implicación del pueblo en su propio gobierno, ese valorar una conciencia de responsabilidad popular y hacer que cada ciudadano se considere a sí mismo partícipe de la común tarea gobernante sea la mayor virtud del sistema.
Su error no está ahí; su error está en la equivocada manera de concebir los principios en que se basa y, sobre todo, en eso de haberlos querido encerrar en sí mismos, como si fueran mundos indiferentes a todo loque no empiece y acabe en ellos; el individualismo y el nacionalismo, he aquí los dos grandes inventos que en materia de hombres y de pueblos nos ha dado a conocer el sistema liberal.
7) La visión que de esto tuvieron los individualisbas y los totalitarios les condujo a sus mayores extravíos.
Por eso, alguien ha dicho que
el liberalismo es el credo del egoísmo.
A lo largo de estas páginas veremos a qué extremos le lleva esta postura; porque
el egoismo es todo lo contrario de una doctrina de valor político;
hacer política, sea de la clase que sea, es contar con los demás, aunque sea para triturarles, y el individualismo parte de ignorar a los demás.
En realidad, es que el individualismo no es más que un modo de llegar al capitalismo.
Y los capitalistas no se han propuesto jamás hacer política; se han propuesto, sencillamente, hacer negocios.
Es verdad que muchos Estados inspirados por ellos han gozado años de gloria; pero ha sido precisamente gracias a quienes en lo esencial se mantuvieron libres del contagio.
Si no hubiera habido gentes que, a despecho de todos los teorizantes, se sintieron, cuando hizo falta, entrañablemente
ligados a la colectividad de que formaban parte, estas colectividades hubieran podido mantenerse por poco tiempo.
La política no es obra para ser llevada a cabo por quien se considera roca solitaria entre otras rocas; no es obra de reconcentrados, sino de exaltados, de gentes vertidas hacia afuera, hacia lo que les ata con sus semejantes en la sociedad.
En lo internacional,
el individualismo ha dado origen a los nacionalismos, que son -como decía José Antonio Primo de Rivera-
la forma que el individualismo toma cuando encarna en las naciones.
Igual que acontece con los hombres, las naciones no se sienten ligadas por nada superior a todas ellas.
La única diferencia estriba en que, a diferencia de aquéllos, no han celebrado ningún contrato social que venga a poner orden en sus relaciones. Se encuentran, por tanto un verdadero estado de naturaleza. Cada uno debe guiarse sólo por su propio interés. La única norma posible es un acuerdo ocasional, dictado por la conveniencia mutua, que viene de este modo a convertirse en guía del proceder internacional.
La diplomacia se hace así puro maquiavelismo, y el engaño y el fraude toman el carácter de instrumentos técnicos en los asuntos exteriores.
Cuando la diplomacia fracasa, no hay nada que en buena ortodoxia individualista permita condenar la guerra.
¿En nombre de qué se le va a condenar, cuando se ha empezado por desconocer toda instancia superior para enjuiciar la conducta de las naciones?
Actualmente asistimos al hecho paradójico de la condenación de la conducta observada por ciertos Estados acusados de haber provocado una guerra con miras de expansión, condenación que se hace precisamente en nombre de los principios individualistas, ¡Pero si es según esos principios, precisamente, como actúan los Estados que se preocupan exclusivamente de su provecho propio!
Conste, por otra parte, que no se trata de justificar el totalitarismo.
Conste también, dicho sea de paso, que no se trata de considerar encajados en esa rúbrica a este ni al otro Estado: siquiera hayan tenido mayores afinidades con la inspiración totalitaria.
Entendemos por totalitarismo exclusivamente, aquella corriente ideológica que sacrifica a la persona en áras de la colectividad, y esto, ya lo hemos dicho, no empezó a manifestarse con el fascismo, sino con las ideas socialistas de Marx.
Si nos hemos detenido menos en condenarla ha sido, precisamente, por que ella misma se encarga de hacerlo, no es éste el lugar apropiado para ponerse a demostrar que el hombre es un ser personal, envoltura corporal, como decía José Antonio Primo de Rivera, de un alma capaz de salvarse y de condenarse.
Partimos, por el contrario, de una profesión de fe cristiana, y, por consiguiente, basta con decir que entendemos que un determinado movimiento atenta contra la personalidad del hombre para que ello implique que para nosotros es inadmisible.
Pero, además, no es sólo desde el punto de vista del
dogma donde el totalitarismo merece ser condenado; es también desde un punto de vista estrictamente
político.
Si antes decíamos que
el individualismo es antipolítico,
porque se asienta sobre el egoísmo, y, por tanto, sobre la
antítesis de lo social, ahora hay que afirmar que
el Estado, como se dirá más adelante,
es una comunidad de personas, y que solamente asignándole esta dimensión personal puede ser entendido en su justo sentido.
Los grandes Estados de la Historia, los que han llegado a ser algo más que una cooperativa de labradores y burócratas, han sido posibles solamente a base de un derroche lujoso de espléndidas
virtudes personales.
La mitad de la historia de estos Estados está repleta de hechos gloriosos, y la otra mitad está llena con el recuento de las anécdotas de sus
grandes hombres, que atestiguan su vigorosa personalidad.
Gracias a la acción de estas personalidades, el grupo político se mantenía en cohesión y era capaz de progresar hacia
grandes metas. Ahora bien; el mejor modo de obtener tales ejemplares humanos no consiste, precisamente, en esforzarse por anular todo lo que sea personalidad. Este es el gran contrasentido de los Estados que se inspiran en el totalitarismo, y la determinante de su necesaria inconsistencia.
Anulan a Fulano y a Mengano en aras de un imaginario Todos; pero luego, en el momento de la guerra, en el momento del esfuerzo, ese Todos no sirve para nada, y hay que acudir al hombre soldado, al hombre trabajador, al hombre concreto, que son, en resumidas cuentas, quienes llevan sobre sus espaldas la carga vital de su pueblo.
Resumiendo:
Individualismo y totalitarismo, las dos corrientes doctrinal es que gozan hoy de mayor prestigio, parten para su construcción del Estado de un concepto de éste que es, en realidad, su negación.
El individualismo lo hace de un modo solapado, aparentando un fervoroso interés por lo humano; pero relegándolo a un concepto vacío y sin contenido.
El totalitarismo, reacción extraviada contra el individualismo, lo hace de un modo ostentoso y declarado, convirtiendo al hombre en molécula o pieza de un gigantesco organismo colectivo, en el que las personalidades individuales quedan anuladas.
Uno y otro movimiento se hallan absolutamente divorciados de un entendimiento verdaderamente cristiano del hombre.
Los Estados a que han dado lugar son Estados necesariamente inestables.
El problema del Estado es el problema de la armonización del hombre con su contorno; sin resolver este problema, nada puede ser resuelto.
Para resolverlo es necesario, por lo menos, plantearlo, y esto es lo que no hacen los movimientos mencionados.
El individualismo niega que el hombre tenga un contorno real, un contorno en el que se halle inscrito necesariamente y al que se encuentre ligado por vínculos esenciales.
El totalitarismo, al revés, supervaloriza la significación de este contorno hasta abrumar al hombre con él y aplastarlo.
Entre unos y otros han logrado que el hombre llegue a perderla visión de sí mismo.
No sabe si mirarse como un Buda orgulloso, destinado a contemplar eternamente su propio ombligo, o si debe sertirse gusano llamado a ser deshecho bajo las ruedas de una apisonadora.
¡Qué bella empresa ésta que ahora se ofrece al mundo cristiano de devolver al hombre la posesión de sí mismo; de hacerle sentir otra vez su auténtico valor y su verdadera jerarquía; de reintegrarle a la compañía de sus semejantes, de la que había sido apartado, y plantarle otra vez en el corro de sus hermanos, como a un niño que se hubiera perdido!
La vuelta al hombre.
"Intento investigar si en el orden social puede haber alguna regla de administración legítima y segura, considerando los hombres como son."
Estas palabras, puestas por Rousseau en el pórtico del "Contrato, Social", nos explican, en parte, el buen éxito de este libro, y nos aleccionan en cuanto al modo de plantear el problema del Estado.
Solamente partiendo del hombre es posible obtener una visión correcta del tema.
La sociedad política es sociedad de hombres; sus fines están referidos necesariamente a los fines de éstos, y, por tanto, cualquier modo de considerada que no parta de aquí es secundario y superficial.
Sin embargo,
nunca ha habido etapa en la que se haya respetado menos al hombre como la etapa liberal; precisamente el mayor error del liberalismo hay que buscarlo en lo que de aportación supone a ese creciente proceso de eliminación que se inicia en los primeros tiempos del Renacimiento; y como el dejar bien claro este suceso ha de facilitar mucho la labor que en este capítulo emprendemos, se hace conveniente insistir una vez más para ver cómo se ha ido realizando en los cinco últimos siglos eso que he llamado repetidas veces la deshumanización del hombre.
1) La deshumanización del hombre como principio y causa de la situación presente.
En un principio -ya lo hemos dicho- era el hombre total el que se enfrentaba de un modo absoluto con los problemas de la vida; todo en su proceder estaba sometido a un orden absoluto y dirigido, en primer lugar, al cumplimiento de su fin supremo; cuando el hombre realizaba algún acto trascendente de su vida, o cuando simplemente actuaba en un aspecto secundario,
no tenía que desdoblar su personalidad ni hacer distingas que le permitieran obrar de diferente modo;
la vida que se vivía era una, y el hombre que actuaba era también uno y completo.
Luego vino el Renacimiento a realizar la primera distinción en ese conjunto armónico; en él (precisamente porque la religión había dejado de ser una unidad)
se trató de separar el motivo religioso del motivo humano, dejando el concierto de los hombres occidentales reducido a un solo acorde, según buscara la actuación política o la actuación económica o simplemente la actuación religiosa; en adelante, el hombre se entendería con el hombre sin necesidad de invocar en último término su comunidad de cultura, del mismo modo que se había ido acostumbrando a entenderse consigo mismo sin demasiadas consideraciones de tipo fundamental
Después vino el liberalismo a coger esa partícula de hombre químicamente puro para irnplicarlo, limpio y sin condiciones ajenas al propósito que iba a realizar, en la vida política.
La Revolución Francesa vino a marcar el punto culminante del proceso de deshumanización del hombre que se inicia en el Renacimiento.
Con la Revolución Francesa triunfa, en términos generales, el tipo de democracia postulado por Rousseau; sabido es que la cuestión que éste se propone es la
justificación del poder político desde el punto de vista de la libertad.
Para él,
ser libre equivale a no obedecer a otro hombre sea príncipe o demagogo y tenga los títulos que tenga.
Aparentemente, el pensamiento de Rousseau puede ser equiparado en lo esencial al de cualquier detractor del poder absoluto; sin embargo, la idea que, aunque no claramente formulada, anima todo su sistema, es absolutamente original.
Hasta él todas las justificaciones del poder político, aunque dispares y aun opuestas, venían a coincidir en lo mismo; lo que justificaban, diciéndolo o sin decirlo, era
el mando de un hombre o de varios sobre otros. Así pensaban los mismos que defendían la tesis del Contrato Social.
Este Contrato justificaba para ellos el mando, por ejemplo, del príncipe; pero este príncipe, una vez justificado, era el mismo individuo de carne y hueso el que mandaba.
El problema consistía, por tanto, en
justificar o legitirmizar el mando del hombre sobre el hombre.
Ahora bien; para Rousseau este mando, revista la forma que revista, se le adorne con éstas o con las otras consideraciones, es
ilegítimo.
De aquí el invento de la
voluntad general.
La
voluntad general es aquello que trae Rousseau para que mande en lugar del hombre, ya que en el mundo tiene que mandar alguien; no se trata de que esa voluntad general legitime al que manda de acuerdo con ello; esto es lo que han hecho los autores anteriores, pero Rouseau va más lejos.
El papel de la voluntad general no es "justificar" el mando humano, sino" sustituirlo".
"La voluntad general -advierte Rousseau-
no es la voluntad de todos."
Esto implicaría ya mando de hombres, y sería ilegítimo; se trata de algo esencialmente inhumano y despersonalizado.
"Dándose el hombre a la voluntad general -dice Rousseau, y esta frase esla clave de su pensamiento-
no se da a nadie, y queda tan libre como antes."
Con todas sus pretensiones de humanitarismo, Rousseau es el que más ha contribuido en la Edad Moderna a deshumanizar al hombre;
le ha convertido en ciudadano; es decir, le ha recortado las proporciones más sustanciales de humanidad.
Hasta él,
el hombre era un ser sumamente complejo, tenía una dimensión religiosa, una dimensión política, una dimensión familiar, una dimensión profesional y una dimensión privada; el lenguaje popular exigía, ciertamente, un
cierto grado de excelencia en la actualización, de todas estas dimensiones para afirmar de alguien que era un hombre.
Rousseau, al afirmar que la voluntad general es la única entidad capaz de obligar a los hombres,
eleva el valor de la dimensión política de éstos, que es su participación en la formación de esa soberana voluntad,
anulando el de las demás.
El hombre, según él, vale y se define como ciudadano, y lo demás es irrelevante.
Es ésta una de las lecciones que las masas han aprendido más rápidamente;
"un ciudadano igual que yo", oímos decir todos los días a cualquier currinche obstinado canallescamente en negarle el respeto y la jerarquía al hombre superior.
Desde el punto de vista de los mediocres, que son los más, está bien esto de igualar a todo el mundo con la tabla rasa de la ciudadanía: ¡no más admiración al genio, no más homenaje al esfuerzo, no más gloria a la virtud! Todos iguales, no ya en cuanto hombres (que es la tesis del cristianismo), sino socialmente; el hombre no es más que un ciudadano, y ciudadanos lo somos todos del mismo modo.
El hombre queda así reducido a su dimensión política, y, además, a
una dimensión política reducida al mínimo, por cuanto consiste exclusivamente en la actualización de la voluntad general por medio de la votación.
El triunfo de la democracia en el mundo ha sido, pues, el triunfo de la deshumanizacíón del hombre; éste, interesado sólo por su papel de votante, se ha desinteresado de lo demás; ahora bien, como ese "lo demás" (religiosidad, inserción en un grupo familiar, encuadramiento en un grupo social, adscripción a un grupo local, etc.) es algo que, quiéralo o no, constituye, forma parte integrante de su ser, resulta que lo que ha hecho el hombre roussoníano ha sido
desinteresarse de sí mismo.
Y, claro está, ese desinterés ha ido aumentando progresivamente.
El segundo y decisivo jalón lo constituye el marxismo.
A Marx, que no era un mequetrefe, no le interesó nada esa monserga del ciudadano; pero
como tampoco era un hombre bueno,
su solución fué la peor de todas.
"El hombre -vino a decir-
no es esto ni lo otro porque así lo quieran unos cuantos filósofos; estos filósofos se han pasado la vida dedicándose a Pensar qué és lo que diferencia al hombre de los animales; pues bien, mucho antes de que hubiera filósofos en el mundo, aquél empezó sin razonamientos a diferenciarse de éstos en algo esencial, a saber: en producir sus medios de consumo; el hombre es un animal productor, y nada más."
2) La libertad, la integridad y la dignidad, como atributos esenciales de la persona humana.
Así la deshumanización queda consumada; al hombre no le queda ya ni siquiera una dimensión política; se ha convertido meramente en un
animal que tiene aptitud para producir sus medios de subsistencia, en un metazoo privilegiado; apenas si puede hallar diferencia entre la abeja y él: Marx ha arrebatado de un golpe la túnica que cubría al votante de Juan Jacobo y ha dejado al desnudo un antrópodo lamentable.
Es preciso volver al hombre, pero al hombre en toda su entera fisonomía.
Nada de decir que a nosotros sólo nos interesa su realidad física porque no se puede separar de su otra realidad, metafísica y eterna; hay que aceptarle tal como es,
portador de valores eternos-como decía José Antonio-.
Solo así es posible replantear de nuevo la vida.
En pura ortodoxia individualista, ¿cómo hay modo de razonar seriamente sobre las cosas?, ¿sobre el derecho, por ejemplo, a la educación?
Si en el Estado no hay que tomar en cuenta otros derechos que los que esgrime el individuo, y éste, por ser una abstracción, un mero titular de relaciones contractuales no es susceptible de educarse ni de deseducarse, ¿con qué títulos va a alegar este derecho?
No hay remedio; o aceptamos que el hombre está referido esencialmente a un mundo de normas morales, en cuyo caso no podremos mirarle como individuo, o renunciaremos a implantar enérgicamente en el Estado una idea del derecho que mire al hombre como algo más que un socio de una empresa cualquiera.
Porque, daro está, no se trata sólo de volver al hombre, o mejor dicho, esta vuelta a una dimensión total del hombre, no se reclama aquí en nombre de una más completa concepción filosófica del ser humano; esto sería teoría pura y yo busco un fin mucho más concreto:
busco una organización social, justa, perdurable y eficaz.
El problema, por tanto, no consiste en
analizar al hombre empírico, sino al hombre en sociedad, porque no consiste en proyectarle sobre un tratado de ontología, sino sobre el problema político-de ver la manera de construir un Estado.
Vamos, pues, a exponer en este capítulo
nuestro modo de entender al hombre en relación con el Estado, contraponiendo nuestro punto de vista a aquellos otros dos que gozan en la actualidad de mayor predicamento: El democrático individualista y el totalitario.
Para nosotros, el hombre se define por tres notas:
Libertad, djgnidad e integridad.
No basta, sin embargo, con una mera enunciación. Se ha vertido tal cantidad de retórica sobre cada una de estas notas, especialmente sobre la primero, que apenas nos es posible saber hoy lo que un hombre piensa cuando dice que es partidario de ellas.
3) Concepto individualista de la libertad del hombre.
Para el individualismo, libertad es equivalente a desvinculación.
El individualismo constituye la segunda etapa de un proceso de "liberación" del hombre, a través del cual va quedando éste poco a poco desvinculado de toda realidad trascendente a él.
La
primera etapa está constituída por el fenómeno de la
desvinculación respecto de la divinidad. Se trata de un fenómeno que obedece en parte a. móviles de tipo intelectual y en parte a móviles de tipo ético.
Por un lado, el hombre, que acaba de descubrir la razón, se siente constreñido en su pensamiento por la
sumisión al dogma;
por otro lado, y perdida la voluntad de ascetismo que atraviesa el mundo occidental cristiano, se siente obligado en demasía en cuanto a su obrar por una
moral excesivamente rigurosa a su juicio.
Entonces,
el hombre se siente separatista respecto de Dios; decide desvincularse de El. Y el modo de hacerlo es crear un concepto de la divinidad por virtud del cual queda ésta convertida en mera idea o sentimiento del hombre: por tanto, en algo no exterior a él, sino, por el contrario, interno, subjetivo e intrascendente.
No cabe pues, vinculación verdadera; todo lo más, una vinculación del hombre consigo mismo y sin entidad.
Segunda etapa. La etapa representada por el individualismo constituye, decimos, un segundo paso. Separado de Dios,
el hombre se separa del prójimo.
Esta vez ya los móviles son todavía menos defendibles.
Si en el primer caso el despego del hombre hacia Dios puede equipararse a la conducta de un hijo de familia que escapa de la
autoridad paterna para vagar libremente al desenfreno, en el segundo caso ni siquiera está argumentado con un afán intelectual descarriado;
la conducta del individualista es, simplemente, el pináculo del egoísmo.
El ndividualismo nace históricamente en el momento en que los
progresos de la técnica y del comercio están llenando el mundo occidental de un optimismo no soñado.
En hombre civilizado ve ante sí un porvenir color de rosa,
herencia del esfuerzo de las generaciones anteriores, y, como muchos herederos, se vuelve egoísta. ¿Para que embarazar ese rosado porvenir atándose a los demás hombres?
No hay imagen que retrate mejor esta aptitud que la de un perro, a quien acaba de arrojarse un hueso suculento, retirándose al último rincón para devorarlo sin estorbos. Del mismo modo, el hombre individualista, se separa de la sociedad, rompe con ella, declarando que él no tiene nada que ver con la colectividad.
El instrumento técnico a través del cual esta ruptura se realiza es el concepto de individuo.
El individuo es el hombre en cuanto considerado y afirmado como absolutamente
separado y distinto de la sociedad.
Gritar iviva el individuo! es gritar ¡viva el hombre hermético y cerrado sobre sí mismo, el hombre desvinculado de sí mismo.
La habilidad de los individualistas consiste en haber logrado que esta interpretación suya del hombre, tan mezquina y tan recortada, haya llegado a ser equiparada en la mente de las masas con la idea misma del hombre.
Hoy es general que en el lenguaje corriente empleemos indistintamente la expresiones "un hombre", "un individuo".
Muchas gentes de mejor voluntad que criterio se creen sinceramente obligadas en conciencia a ser individualistas como pudieran ser, por ejemplo, a defender la honestidad en los negocios.
Y los últimos decenios nos han presentado el espectáculo lamentable de cien sociólogos cristianos empeñados en defender al individuo cuando, en realidad, lo que les interesaba defender como cristianos era el hombre.
Pues bien:
Esta absoluta desvinculación respecto de Dios y respecto del prójimo es a lo que llaman los individualistas ser libre.
4) Concepto totalitario de esta libertad.
El individualismo, al hacerse realidad, encarnó en la organización política de numerosos pueblos.
Ocurrió entonces que se encontró complicado en las crisis sociales que a estos Estados sobrevinieron.
Las circunstancias que más habían ayudado a la expansión del individualismo llegaron a cambiar mucho con el tiempo. El mundo dejó progresivamente de ser una alegre tertulia de señoritos satisfechos. La revolución industrial arrojó sobre las naciones masas de proletarios, de hombres sin pan y sin hogar. Ahora bien;
un hombre insatisfecho no tiende nunca a recluirse dentro de sí mismo, sino que propende a unirse a otros de su misma condición.
El menesteroso es el camarada nato.
Es natural que quien todo lo tiene procure, si es egoísta, zafarse de los demás, no sea que vayan a sacarle algo; pero quien se siente indigente busca compañía.
Los proletarios empezaron a preguntarse por la razón de tanto individualismo, de tanto aislamiento; la razón de tanto rincón sin hueso que roer.
Como los individualistas habían dicho que la libertad consistía precisamente en ese aislamiento, los proletarios comenzaron a irritarse contra la libertad. Y Lenin, haciéndose eco del pensar general, formula la famosa pregunta, que estaba ya en los labios de todos:
"Libertad, ¿para qué?"
Cuando se oye dialogar a Lenin sobre la libertad siente uno correr por la médula un frío especial, pero no cabe duda que argumenta con toda la fuerza que le da la actitud de sus propios enemigos.
"Los capitalistas -como dice-
siempre han llamado libertad a la libertad para los ricos de realizar sus beneficios y a la libertad para los pobres de morirse de hambre."
"La libertad de la Prensa para los capitalistas equivale a la libertad para los ricos de comprar la Prensa, de fabricar y falsificar la llamada opinión pública."
"Ni en la Inglaterra de 1649 ni en la Francia de 1793, concedió la burguesía-cuando aun no era revolucionaria-la libertad de reunión a los monárquicos o a los aristócratas que llamaban en su auxilio a Las tropas extranjeras y se reunían para organizar las tentativas de restauración. Si la burguesía actual, que desde hace mucho se ha vuelto revolucionaria, pide al proletariado que garantice de antemano la libertad de reunión para los opresores, los trabajadores deben acoger con burla esta hipocresía de los burgueses."
"Los obreros saben perfectamente que hasta en la república burguesa más democrática la "libertad de reunión' es una frase hueca." (Del discurso que en 1919 pronunció ante el primer Congreso de la Tercera Internacional).
Esta es la actitud del totalitarismo, que es un movimiento de masas proletarias.
Si la libertad no aprovecha más que a los favorecidos por la fortuna, ¡abajo la libertad!
No es justa, en modo alguno, esta reacción de la masa, pero no hay duda que es perfectamente explicable.
El individualismo que les había educado en el respeto a la libertad, les había presentado un concepto de ésta egoísta e inhumano y, además, había mantenido una organización enderezada exclusivamente al provecho de los poderosos.
El totalitarismo les pide que abjuren de la libertad, pero les ofrece unas ventajas materiales enormes en comparación con todo lo anterior.
¿Qué tiene de extraño que unas masas, que no han aprendido el verdadero valor de la libertad, renuncien a ella abiertamente por un plato de lentejas?
5) Concepto cristiano de la libertad.
Individualistas y totalitaristas han desnaturalizado y desterrado de la conciencía de los hombres el verdadero sentido y el verdadero valor de la libertad.
Los Estados que sobre una y otra ideología se han construido son como es lógico, Estados en que la libertad está ausente.
Un Estado asentado en la verdad cristiana tiene que hacer piedra fundamental de su arquitectura este don inapreciable de la libertad, que distingue al hombre entre todos los seres de la creación.
Hay que ir otra vez hacia la libertad; pero sin retórica, sin gesticulaciones teatrales, sin intentar relegarla al papel de recurso oratorio, sino para hacer que a través de ella vuelvan los hombres a encontrarse a sí mismos y vuelva a haber en el mundo sociedades verdaderamente libres.
Estremece pensar que en el mundo civilizado hay actualmente masas enormes dispuestas a entregarse al primer déspota que les ofrezca un pedazo de pan.
Hoy el hombre de Occidente tiene alma de esclavo, y sin embargo, cuando la humanidad era cristiana no ocurría así. La prueba es que el esclavo era un ser tan excepcional, que entre él y el hombre libre había una diferencia radical, absoluta, perfectamente definida.
Ahora, en cambio, nos parece que la esclavitud ha desaparecido; pero lo único que ha desaparecido es la línea que separa tajantemente al hombre esclavo del hombre libre.
Hablamos de los tiempos de la esclavitud como de los tiempos de Maricastaña. Pues bien; prescindiendo de cuentos de viejas, el esclavo del mundo antiguo era un hombre que había sido hecho prisionero por la guerra y quedaba a merced de su cautivador. ¿Cuántos millones de hombres hay hoy en estas circunstancias? Un hombre medieval hubiera llamado a estos desgraciados, esclavos con todas sus letras. Pero el hombre actual no cae en la cuenta de que lo son por la razón de que él lo es también.
Quizás en estos casos haya más aparato, pero
menos esclavitud verdadera que la que lIeva impresa en su rostro un empleado de cualquier oficina, en un país capitalista, al presentarse ante su jefe.
La libertad verdadera, la libertad cristiana,
consiste en realizarse íntegramente en cuanto hombre, consiste en poder llegar a hacer todo lo que en el hombre está dado en potencia y es capaz de ser realizado por un sujeto humano determinado.
Es poder ser plena y enteramente hombre y poder, además, realizar nuestra concreta y personal definición, dentro del orden, como ser concreto e individualizado.
Una propaganda feliz y una ingeniosa utilización de vocablos ha llegado a presentamos la libertad como
patrimonio exclusivo del sistema liberal, y son muchos los que piensan que atacar a éste, sobre todo desde el lado cristiano, es atacar la libertad o pretender sumir al hombre en una especie de congregación piadosa cargada de misantropía y de intolerancia.
Nada de eso
ni el liberalismo alude a una libertad mayor cuando habla del individuo, ni el Estado invade atribuciones ajenas cuando se decide a mirar al hombre de un modo absoluto y entero.
Porque el problema, bien lo saben los liberales, no se refiere a la libertad misma, sino a las
dos maneras de concebir al usuario de esa libertad;
- la una, basada en saber que el hombre nace encajado dentro de unas normas inmutables que si p
uede dejar, de cumplir como ser libre, debe cumplir como ser moral;
- la otra, basada en
ignorar, al menos oficialmente, todo lo que sea alusión a
una vida más completa que la de simple ciudadano.
Para el Cristianismo la libertad no es una situación determinada que permite al hombre procurar sin trabas sus intereses, sino una cualidad del ser humano racional que es preciso respetar si se quiere respetar al hombre; en el Cristianismo no hay que hablar de la libertad, corno no hay que hablar de la dignidad, porque son atributos que van implícitos en la persona humana; lo que pasa es que
el liberalismo no respeta al hombre, y por eso, no por otra cosa, porque tiene que vestir de persona al muñeco del individuo, inventa y se afana por sostener esa serie de sucedáneos que nos sirve con los nombres de libertad y de igualdad.
La libertad sigue al hombre como la sombra al cuerpo y su dimensión estará siempre en razón directa a la dimensión que demos al factor humano.
6) El cristianismo basa la dignidad del hombre en su común filiación divina.
Pero esta teoría de la libertad nos trae de la mano a estudiar la segunda parte que antes señalábamos como fundamental en el modo de entender al hombre:
la dignidad.
También ella es un
atributo inherente a la persona humana, y su reconocimiento va implícito en el reconocimiento del hombre.
Sin embargo, es ésta una palabra de la que los individualistas han abusado igualmente todo lo que han podido.
Ahora bien,
¿cuáles son los títulos en que, según los individualistas, apoya el individuo su dignidad? ¡Ah, pues, ninguno!
En buena ortodoxia individualista es imposible razonar en qué consiste la dignidad del hombre.
Pasa como con esas gentes que se hurtan una y otra vez a todo acto de solidaridad y toda vigilancia sobre su propia conducta, y luego se indignan de que sus vecinos no les respeten.
Si el hombre no está ligado a nada, si no se debe a nada ni se ha vinculado de ningún modo a cosa alguna, ¿qué dignidad puede tener?
La dignidad, como todas las cosas, ha de cirnentarse sobre algo; pero
el hombre individualista es un orbe cerrado que comienza y acaba en si mismo. N o es más digno que cualquier señorito ocioso y egoísta.
Los indívidualistas, al recortar al hombre de tal manera, le
han amputado lo que en él hay de más sustancial, lo que le dignifica de verdad: el destino.
Todo destino implica ligadura, que es lo que el individualista niega.
El individuo es, como el cesante, un hombre sin destino. Por tanto, sin empresa, sin objetivo al que servir. Y es el servicio, cabalmente, lo que confiere al hombre dignidad.
"Sólo se alcanza dignidad humana -decía José Antonio Primo de Rivera-
cuando se sirve."
La primera pregunta del catecismo nos enseña que el hombre fué creado para servir.
En el servicio está la dignidad, del hombre. Y el individualismo, con tanto liberarle, le ha liberado de ella.
Sin embargo, el hombre es digno fundamentalmente, por su filiación divina.
Como esta filiación es común por igual a todos los hombres, todos gozamos de una misma e igual dignidad y, por tanto, todos tenemos un mismo derecho a que se nos reconozca.
Los individualistas afirman con mucho calor esta igualdad y este derecho; pero no lo fundamentan en nada.
Si el hombre no está ligado a lo trascendente, si es una especie de átomo cerrado sobre sí mismo, decir que es digno porque es hombre, es decir una tontería. ¿De dónde viene esa dignidad?
El individualismo no es otra cosa que la afirmación de que el hombre es digno bajo la honrada palabra de los individualistas.
7) El individualismo la cimenta en el dinero.
Pero junto a esta dignidad esencial que se refiere al ser del hombre, existe un género de dignidad social que pudiéramos llamar "de hecho"; consiste en
el grado de estimación que un individuo goza entre sus semejantes, y que se traduce en una serie de ventajas de tipo social.
Como el concepto que de la primera de estas dignidades forjaron los individualistas era un concepto totalmente hueco, las gentes se desinteresaron pronto de ella y atendieron a la segunda. Síguese hablando de la dignidad humana en los actos oficiales, pero lo que de verdad interesaba era la
preeminencia social.
En teoría todo el mundo fue igualmente digno; mas en la práctica sólo se dignificó a quien llegara a situarse enérgicamente en la sociedad. Y como esto acontecía en un momento histórico en que el capitalismo estaba configurando la sociedad conforme un valor nuevo, el dinero, que comenzaba a representar la cima y el compendio del poderío social, resultó que
acabaron por ser los más dignos, los que más dinero tenían.
No hay en la historia un ejemplo más violento de discrepancia radical entre lo que se dice y lo que se hace que esto que ocurre con la dignidad del hombre en el mundo capitalista.
Hablamos antes de la esclavitud. ¿No son esclavos hoy todos y cada uno de los trabajadores que en una organización capitalista se ven obligados a aceptar todas las condiciones que se les impongan, aun las más humillantes y degradantes, con tal de no verse en el trance de ser despedidos? ¿Qué más indigno que ese espectáculo que cualquiera puede presenciar todos los días, de ver a un propietario rural más atento al cuidado de sus caballerias que al de sus jornaleros, porque la vida y la salud de estos, que puede reemplazar sin gasto siempre que quiera, le tiene sin cuidado?
Los individualistas han hecho miles de discursos sobre la triste condición del hombre medieval, a quien ellos, por lo visto, han venido a dignificar. ¿Es que no sabe todo el mundo que cualquier jefazo de una Empresa goza hoy de más
derechos feudales que los que pudo imaginar ningún señor de horca y cuchillo?
Sin embargo, los individualistas han seguido insistiendo en el tópico de ese género de dignidad inventada por ellos.
Lo han hecho, en parte, con fines de propaganda, porque los hombres al fin y al cabo, no caen nunca en la bestialidad absoluta y propenden siempre a atender a quienes les recuerdan, aunque sea torcidamente, el valor y la jerarquía de su ser;
lo han hecho, también, para oponerse a los
totalitarismos, que, como en el caso de la libertad, traían en sus banderas un
menosprecio declarado para la dignidad humana,
pero presentaban un tentador programa de realizaciones sociales.
Exhortando a la masas a que fueran dignas, lo único que querían los individualistas era exhortarlas a que comulgaran con ellos.
Por tanto, a que contribuyeran a mantener una
organización social y económica en la cual el dinero lo era todo.
Como las masas no tenían dinero, no sintieron afán de ser dignas.
Esta vez ya Lenin no dijo nada porque hubiera parecido que lo decía para ayudamos a escribir este capítulo; pero la conclusión fué la misma:
"Dignidad, ¿para qué?"
Ahora, ante la rudeza de expresión de los totalitaristas, sus enemigos se echan las manos a la cabeza como si oyeran blasfemar.
Lo único que oyen es la formulación franca y abierta de sus premisas.
El totalitarismo no es más que "l'enfant terrible" del individualismo.
Cuando durante el decurso de varias generaciones acontece que a quien tiene dinero, aunque lo haya hecho robando, se le llama dignísimo, y a quien no lo tiene se le sitúa en el dilema de morirse de hambre o venderse públicamente como una mercancía, no es raro que la gente pierda el respeto hacia la dignidad del hombre.
Si las masas se han
encanallado, la culpa es de quienes sistemáticamente las han venido cegando todo entendimiento verdadero de su existencia.
No hay que extrañarse si en un mundo, atormentado por las luchas sociales, se apiñan unos cuantos favorecidos por la fortuna y reservan para ellos el monopolio de lo digno y lo humano, de que el océano de los desdichados se revuelva contra eso y se disponga suicidamente a constituir la legión de las bestias.
8) El totalitarismo, en este aspecto, más que un síntoma de degeneración es un deseo extraviado de dignificación.
Y no es verdad tampoco, como afirman los individualistas, que la aparición de los totalitarismos en el mundo sea un síntoma de que éste va degenerando.
En este caso, por lo menos, no lo es.
Si lo más aparente que en ellos encontramos es, en efecto, un asombroso afán de los hombres por zambullirse de cabeza en lo
inhumano, hay, en cambio, signos indudables de que la humanidad esté ya de vuelta de los errores que la han conducido a esta situación.
El hombre abjuró de su dignidad e inventó un grotesco sucedáneo en su lugar, cuando renunció a su filiación divina y, por tanto, a su auténtica humanidad.
Durante cierto tiempo, mientras las cosas fueron relativamente bien, no la echó de menos. Pero, en el fondo, comenzó progresivamente a perderse el respeto a sí mismo.
Así es como fué posible la caída abierta en los excesos que suponen los
totalitarismos.
Pero
en el hecho de que éstos existan hay, repetimos, el síntoma indudable de que se inicia, al menos,
un afán de volver a lo que se ha perdido.
"Si los hombres se han prestado gustosamente a convertirse en meras piezas de una gran maquinaria estatal, es muy posible que sea por el deseo inconsciente de ver si de ese modo se encuentran a sí mismos. "
(José Luis de Arrese).
Repárese en el hecho fundamental, para explicarse el auge que actualmente gozan los totalitarismos, del entusiasmo que siente hoy todo el mundo por la entidad colectiva a que pertenece, en contraposición al menosprecio que siente hacia sí mismo.
"Aquí ninguno somos nada; lo importante es el grupo, la colectividad a que pertenecemos", se oye decir por todas partes.
No se trata de que se intente significar con ello que lo individual debe ceder ante lo colectivo.
Lo individual no es lo personal; y es el sacrificio de esto último ante la colectividad lo que se postula a todas horas.
Pues bien; acaso esto no constituya otra cosa que un último y descarriado esfuerzo que hacen los hombres,
hartos de la comedia individualista, para ver si de este modo consiguen revalorizarse un poco ante sus propios ojos.
El Sr. Fernández, que ha recibido la herencia del individualismo, que ha aprendido que el hombre no es más que un ser hueco y egoísta,
se ha habituado a mirarse con desprecio a sí mismo. Por eso, inconscientemente, se ha adscrito entusiásticamente a un grupo cualquiera, del cual se ha convertido voluntariamente en pura molécula, y, después de adscrito, se ha puesto a ensalzar con toda su alma a ese grupo, a ver si, de ese modo, las excelencias que se pregonan de éste pueden llegar a
salpicarle un poco.
Pero, claro está, esto no es más que un extravío.
"Los totaIitarisrnos sólo contribuyen a obscurecer más en los hombres la conciencia de su dignidad."
(José Luis de Arrese.)
No es disolviéndose en lo colectivo como habrán éstos de encontrarse a sí mismos.
Ya veremos el valor real que la sociedad tiene para el hombre; pero éste, es por encima de todo, persona, entidad concreta y determinada, con fines intrasferibles.
Su destino, en cuanto tal, sólo a él pertenece.
Mas esto del destino nos lleva a la tercera nota;
la integridad del hombre.
9) La unidad de destino, como esencia de la integridad humana.
Lo mismo para individualistas como para totalitaristas, el hombre es un ser que no tiene destino, esto es
, finalidad.
Para los primeros, porque siendo un ser desligado esencialmente de Dios y de sus semejantes, constituye una unidad cerrada sobre sí misma, y no cabe hablar de verdadera finalidad en él. Finalidad implica relación, y mal puede relacionarse quien empieza y acaba en sí mismo.
Para los segundos, porque para ellos el hombre está subsumido en lo colectivo, que es lo único susceptible de destino.
Privado de su destino, el hombre se desintegra, se disuelve en una mera pluralidad de actos.
Es el destino el que reduce a unidad todos los actos del hombre, integrándolos en una unidad de dirección, haciendo que sean verdaderos actos humanos.
Esta idea es la que penetra y sostiene el vivir del mundo cristiano de la Edad Media. Gracias a esa conciencia del destino, que tiñe de contenido humano hasta el acto más humilde, la vida del hombre medieval es esencialmente unitaria. Sabe que, en el más humilde de sus menesteres profesionales, como en el más importante de los públicos, está realizando su destino personal.
De esta manera,
hasta la más sencilla de las operaciones que ejecuta queda dígnificada y ennoblecida.
Es sorprendente el interés y el entusiasmo del hombre medieval por su profesión, por ejemplo. Ello es debido a que no la mira como algo externo, independiente de él, con lo cual tiene que contar a regañadientes, sino como un trozo de sí mismo, Todo lo contrario de lo que acontece con el trabajador actual. Para éste, generalmente, su ocupación es algo a loque mira sin entusiasmo ninguno. Podrá tener personalmente vocación para este o para el otro trabajo; pero en cuanto a actividad profesional, no sabe ver en ella nada auténticamente suyo.
Por otra parte, perdida esta unidad de referencia que unifica los actos del hombre, éste se deshumaniza.
En el orden moral, esta deshumanización equivale a desmoralización.
"Yo, en esto, no procedo más que como negociante", oímos decir a cualquiera que se propone realizar un acto a trompicones con la ética. Es lo mismo que si dijera: Yo olvido en este instante que ser negociante es ser un hombre que se dedica a los negocios sin dejar de ser hombre, y, por tanto, sin dejar de estar atado por todo lo que ata al hombre completo. Voy a convertirme en un mero término de un problema de cálculo, y lo voy a resolver del modo más favorable. Ahora bien; esto es, sencillamente, ganas de decir algo. Si usted, sea para lo que sea, se olvida de que es hombre, es usted un inmoral. Esto es lo que han hecho los capitalistas. Al grito de que los negocios son los negocios se han lanzado entusiásticamente a triturar al prójimo.
Lo grotesco del caso es que esta desintegración del hombre tiene hoy, en cuanto se formula de un modo expreso en cualquier parte, un acogimiento excelente.
"Ahora no habla el magistrado; habla el hombre." Frases como éstas se escuchan todos los días y conmueven las almas de los necios. Lo conmovedor es, en realidad, que hayamos llegado a vivir en un mundo en que se acepta como cosa normal el que los magistrados no sean hombres.
Entonces, ¿qué son?
Y, sobre todo, ¿qué son los hombres?
Porque si resulta que cuando se es magistrado, o se es negociante, o se es inspector de consumos, ya no se es nombre, ¿qué es loque se es al ser hombre a secas?
Sencillamente nada.
10) La ruptura de esta unidad, causa de la desintegración politica.
Obsérvese cómo por todas partes llegamos a lo mismo.
La hazaña del individualismo, esa hazaña que tanto entusiasmo ha despertado entre sus partidarios, ha consistido en actuar de campana neumática y dejar al hombre reducido al vacío.
Su libertad consiste en no estar vinculado a nada;
su dignidad, en medirse con oro;
su integridad, no existe.
¿Es que de veras puede decirse que el hombre es esto?
Y cuando esto es el hombre, ¿qué es la política? Observemos a qué ha venido a reducirse durante el mando liberal.
En las mejores épocas clásicas, política era aquella determinada dirección que los pueblos daban a sus actos para mejor servicio de una idea. ya través de esta definición la política venía a ser el elemento integrador de un pueblo, ya que era la encargada de reducir a una misma intención los distintos problemas que surgían a diario.
Pero como, además, la idea que en el hombre cristiano prevalecía era el pensamiento de su destino fundamental, la política venía a coincidir en cierto modo con aquello que los clásicos llamaron moral pública.
Está dicho más arriba que en la Edad Media todo andaba sometido a un orden, sin que las cosas que ocupaban la vida del hombre (el arte, la ciencia, la economía, etc.) fueran valores aislados, sino partes de un todo presidido por la moral.
De este modo, la moral venía a ser un valor superior que incidía en cualquiera de las actividades humanas y las configuraba a su imagen y semejanza, del mismo modo que la política era una manera especial de interpretar las cosas, una manera de ser que informaba el ser de cada uno con determinado color.
Esto fué así durante la etapa Tomista de la civilización occidental, en la cual la vida del hombre giraba, como decimos, alrededor de una misma preocupación teológica; pero cuando la Edad Moderna vino a iniciar una vida nueva cimentada en la critica para acabar instaurando una etapa positivista libre de toda clase de prejuicios, la moral pública y la política, en cuanto norma, dejaron de ser intención superior para convertirse en una ciencia más, una ciencia, desde luego, positiva.
Con ello, en
primer lugar, la vida perdió totalidad; pero,
en segundo lugar, sucedió a
la política como a otras muchas cosas, que de ser en un principio nada menos que la fuerza aglutinante de los pueblos destinada a dar cohesión y armonía a los actos humanos,
degeneró en fuerza desintegradora y atomizante. La política, una vez que fué puesta por el liberalismo al alcance de las pasiones y de las tabernas, dejó de ser la grande y trascendental misión unitaria de un pueblo para convertirse en la opinión de cada uno, o lo que es menos todavía, para convertirse en
una profesión más, encaminada, como la abogacía o el comercio, a procurarse, por un procedimiento cómodo y apetitoso, el sustento de cada día. Es decir,
la política, después de estas transformaciones, dejó de ser lo que unía a los hombres de un pueblo para venir en adelante a ser lo que había de separarles.
He aquí la única manera lógica de abordar el tema de los . "derechos del hombre"; empezar explicando primero lo que entendemos por hombre.
Cuando recordamos la "declaración de derechos del hombre y del ciudadano" que el liberalismo proclamó un día lleno de escarapelas y de guillotinas no podemos menos de pensar que en esto "del hombre y del ciudadano" sucede como en esos anuncios que todas las mañanas vemos en los periódicos: "Fulano de Tal, médico-dentista"; ellos también saben que lo importante es ser médico; sin embargo, al ponerlo no lo hacen sino para valorizar su calidad de dentista.
Al liberalismo, análogamente, no le interesa el hombre, y si lo trae a colación es para que dé el brazo al ciudadano, como en los bautizos se busca para el recién nacido el amparo de un buen padrino.
Pobre ciudadano; hoy apenas si queda de él el recuerdo de su levita endomingada y la mala retórica que una generación insulsa ha llorado sobre las excelencias de su escuálida figura.
Ya nadie cree en este espantapájaros de la política, aunque pasee todavía su sombra por las antesalas de las conferencias internacionales.
Hoy, el mundo, cansada de palabrería y deseoso de acabar con tanta farsa, vuelve sus ojos de nuevo a una más completa dimensión del hombre; hoy, todo el problema político gira alrededor de este hecho sustancial:
la vuelta al hombre.
José Luis de Arrese 1947.