La forma y el contenido de la democracia

La forma y el contenido de la democracia
"Pero si la democracia como forma ha fracasado, es, más que nada, porque no nos ha sabido proporcionar una vida verdaderamente democrática en su contenido.No caigamos en las exageraciones extremas, que traducen su odio por la superstición sufragista, en desprecio hacia todo lo democrático. La aspiración a una vida democrática, libre y apacible será siempre el punto de mira de la ciencia política, por encima de toda moda.No prevalecerán los intentos de negar derechos individuales, ganados con siglos de sacrificio. Lo que ocurre es que la ciencia tendrá que buscar, mediante construcciones de "contenido", el resultado democrático que una "forma" no ha sabido depararle. Ya sabemos que no hay que ir por el camino equivocado;busquemos, pues, otro camino"
José Antonio Primo de Rivera 16 de enero de 1931

miércoles, 23 de noviembre de 2016

Falange y el Tradicionalismo Español.

Falange y Tradición.

 




"Entre una y otra de esas actitudes se nos ocurrió a algunos pensar si no sería posible lograr una síntesis de las dos cosas: de la revolución –no como pretexto para echarlo todo a rodar, sino como ocasión quirúrgica para volver a trazar todo con un pulso firme al servicio de una norma –y de la tradición– no como remedio, sino como sustancia; no con ánimo de copia de lo que hicieron los grandes antiguos, sino con ánimo de adivinación de lo que harían en nuestras circunstancias–. Fruto de esta inquietud de unos cuantos nació la Falange."
José Antonio: La Tradición y la Revolución. Prólogo al libro ¡Arriba España! de Pérez de Cabo.

Comprender el Tradicionalismo es comprender gran parte de las razones por las que Falange es un movimiento político con un espíritu propio y diferenciado de los "partidos". Es algo tan consustancial a la Falange que sin este concepto resultaría incomprensible y se caería en la desviación fascistizante.

Poniendo el ejemplo, prosaico pero muy de actualidad, de una tradición folclórica tan enraizada en nuestra cultura como es la Fiesta de los Toros, el tradicionalismo no se identificaría con la supresión de algo que forma parte de nuestra identidad nacional, pero tampoco se identifica necesariamente con la continuidad inmovilista de esta tradición festiva. Sino  más bien con una continuidad evolutiva, reformadora y adaptativa a las nuevas realidades, a los cambios en la sensibilidad del pueblo. Esto es una continuidad perfectible.

Es solo un pequeño ejemplo con la intención de hacer sencillo lo complejo.

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La mística tradicionalista de José Antonio aparece pulcra y nítida en una de sus frases más afortunadas que constituye la más acertada síntesis de cuanto de noble hay en el concepto español de tradición:

"El hombre es portador de valores eternos" 

Asumiendo de esta manera el núcleo profundo sobre el que se construye todo el pensamiento tradicionalista español.

Hay que prevenir a quien lea la siguiente obra de José María Codón que se debe diferenciar entre la tradición como concepto gremial, descentralizador e incluso espiritual y el Carlismo como legitimismo monárquico. A este último le dedicó José Antonio duras palabras:

"El viejo carlismo intransigente, cerril, antipático"

"Hay un grupo, que es el tradicionalista, que tiene positiva savia española y una tradición guerrera auténtica, pero en cambio le falta una cierta sensibilidad y técnica moderna, y probablemente, una adaptación a lo social. Su visión de lo social no es la de nuestros días, aunque tiene muy buena solera gremial. Creo, por tanto, que no sería fuerza suficiente para detener una revolución, a pesar de ser la fuerza de derecha que tiene más espíritu".

Aunque no debemos olvidar que muchos fundadores de Falange y JONS, entre otros muchos Onésimo Redondo y el propio José Antonio,  provenían del monarquismo militante; lo cierto es que su planteamiento del Estado evolucionó hacia una forma de República Nacional y Sindicalista.

Cabe destacar la acertadísima postura de Onésimo Redondo sobre la monarquía y la república en sus inicios políticos, cuando definía su visión acerca del "nacionalismo español":

«El nacionalismo no es monárquico ni antimonárquico. Tampoco es confesional, pero de ningún modo antirreligioso.» 

Vamos a concretarnos, por hoy, a explicar la primera de esas dos características, que a tantos parecerá incongruente.

¿Es posible que haya quien sinceramente no sea monárquico ni republicano?

La opinión española, el ambiente todo de lucha política que conmueve y perturba el ser nacional, está dominado por convencionalismos vacuos, por problemas de artificio y por palabras que no aprovechan, a no ser a los políticos que precisamente de la confusión viven.

Uno de los convencionalismo s o mitos más absurdos y perjudiciales es el de dividir por fuerza a los españoles en republicanos y monárquicos, haciendo irreconciliables a los unos con los otros,
sometiendo por necesidad y ante todo al pueblo, a la pugna ruinosa de esas dos tendencias.

"Si el nacionalismo, que es un pensamiento esencialmente renovador, revolucionario, quiere limpiar su camino, y el camino de la nueva política española, de todo lo que traba la marcha del resurgimiento nacional, debe prescindir austeramente, brutalmente, de la mitología monárquica y de la mitología republicana.

Para el nacionalismo verdadero no hay más numen que España, ni más venero de consulta que el hondo latir de los deseos del pueblo verdadero.

Cuando este pueblo, libre y claramente, mediante una voz de pujante sinceridad hispana diga que es monárquico, la monarquía sea: la forma del nacionalismo.

Y mientras la República sea consentida por el pueblo, lo mismo que si auténticamente es elegida por la voz histórica -que bien puede ser distinta que la voz electoral- de la nación hispana, respétese la República como forma del nacionalismo.

La «consubstancialidad» monárquica de ayer, lo mismo que el salvaje fanatismo republicano de hoy, son posturas perturbadoras y antipatrióticas."

Vemos en el texto de Onésimo Redondo el uso de la étiqueta "NACIONALISMO" a la que se ve obligado a matizar y delimitar en numerosas ocasiones. No es el caso de José Antonio Primo de Rivera quien, dándose cuenta del error y confusión de su uso, rechazó el Nacionalismo sustituyéndolo por "NACIONAL" o "NACIONALES".

En consecuencia hay unas cuestiones que todo falangista debe tener presente:

1º Son los marxistas los que odian la monarquía como institución, no nosotros.

"Santo Tomás prefiere la Monarquía, no por razones dogmáticas, sino porque entiende que la unidad de mando es favorable para el bien común".

"Si volvieran Fernando e Isabel, en este mismo momento me declaraba monárquico.
José Antonio 

2º Consideramos la monarquía gloriosamente fenecida, no por ser monarquía, sino precisamente por haber dejado de serlo.

"El 14 de abril de 1931 –hay que reconocerlo, en verdad– no fue derribada la Monarquía española. La Monarquía española había sido el instrumento histórico de ejecución de uno de los más grandes sentidos universales. Había fundado y sostenido un Imperio, y lo había fundado y sostenido, cabalmente, por lo que constituía su fundamental virtud; por representar la unidad de mando. Sin la unidad de mando no se va a parte alguna. Pero la Monarquía dejó de ser unidad de mando hacía bastante tiempo: en Felipe III, el rey ya no mandaba; el rey seguía siendo el signo aparente, mas el ejercicio del Poder decayó en manos de validos, en manos de ministros: de Lerma, de Olivares, de Aranda, de Godoy. Cuando llega Carlos VI la Monarquía ya no es más que un simulacro sin sustancia. La Monarquía, que empezó en los campamentos, se ha recluido en las Cortes; el pueblo español es implacablemente realista; el pueblo español, que exige a sus santos patronos que le traigan la lluvia cuando hace falta, y si no se la traen los vuelve de espaldas en el altar; el pueblo español, repito, no entendía este simulacro de la Monarquía sin Poder; por eso el 14 de abril de 1931 aquel simulacro cayó de su sitio sin que entrase en lucha siquiera un piquete de alabarderos."

La opinión personal del autor del blog coincide completamente con la de Onésimo Redondo en lo que se refiere a la monarquía como forma de gobierno en este mundo: Me da igual.

Por otro lado el concepto de Revolución en el tradicionalismo (re-volver o volver a) solo me parece compatible parcialmente con la revolución del nacional-sindicalismo. Esta última pretende un cambio contundente en la estructura de la sociedad y de la propiedad.

Aunque el sindicato vertical pueda ser entendido como una restitución perfectible de los gremios, el tradicionalismo respeta más el concepto de la propiedad y los fueros o privilegios históricos adquiridos.

La Confesionalidad del Estado es un concepto ambiguamente  rechazado por la propia Iglesia Católica y no asumido por Falange que tan solo acepta un acuerdo o concordato.

Sin embargo, aunque no asumido, no es una idea rechazable para Falange que participó en el éxito de un Estado confesional que duró unos 40 años. Y no duró más por la hostilidad de un mundo colonizado por Rusia y EEUU.

Además hay que recordar que mientras el tradicionalismo europeo es centralizador y absolutista, el español es descentralizador y legalista en dirección hacia un organicismo social o democracia orgánica. Es en esto donde ambas ideologías coinciden plenamente.






La Tradición en José Antonio y el Sindicalismo en Mella.


I. PREÁMBULO


José María Codón.

El condominio ideológico del Carlismo y la Falange.

 

Desde que aparecieron en España los grupos políticos jonsista y falangista, se puso de manifiesto su coincidencia ideológica con el Carlismo español y su similitud en las actitudes y en los símbolos.

Apenas amanece la fuerza joven de las JONS en el panorama nacional, consigna este juicio crítico, lleno de justicia, en su naciente revista, acerca del Carlismo:

"El partido tradicionalista ha sido sólo él quien se mostraba sensible ante los valores españoles en peligro, tocando a rebato tenaz y heroicamente, en presencia de los atropellos y desviaciones traidoras que se consumaban. Ha sido a lo largo de un siglo de vida española el único para quien las voces nacionales, el clamor histórico de España y nuestro gran pleito con las culturas, pueblos y naciones extranjeras, constituían la realidad más honda".

Era tan rigurosamente cierta esta visión que quizá desde los tiempos de Aparisi y Guijarro, que definió al Carlismo como una gran cuestión europea, religiosa y social, no se había dicho una verdad tan afortunada como la que proclamó la revista de las JONS:

La realidad honda del Carlismo es la de ser una interpretación total de los valores de la cultura española.

La afinidad o solidaridad objetiva entre ambas fuerzas se acentuaría con el paso del tiempo. Tan pronto publicó José Antonio su célebre "Bandera que se alza" y se produjo el conocido análisis de Víctor Pradera, el Fundador de la Falange fue acentuando su juicio netamente favorable al Carlismo, a medida que iba conociendo su interioridad. En la entrevista que concedió al diario "Ahora", él, tan sincero e implacable en la crítica de las agrupaciones políticas del momento, afirmó:

"El grupo tradicionalista tiene una positiva savia española y una auténtica tradición guerrera. Es la fuerza de derechas que tiene más espíritu."

En la sesión necrológica dedicada al diputado carlista Oreja, había definido su ideal tradicionalista como uno de los "más hondos de los más completos y de los más difíciles."

Cuando derechas e izquierdas, expresiones enfermizas de la patología política, pusieron de manifiesto la imposibilidad de la convivencia en la arena republicana española, pisoteada por las internacionales y la infiltración de los frentes populares, el 16 de junio de 1935, en vísperas de la reunión de la Junta Política en Gredos, José Antonio, enjuiciando certeramente la situación, dijo:

"Hoy no hay más fuerza nueva y sana que nosotros y los carlistas." 

Cruz de San Andrés o bandera Carlista. Fue durante siglos enseña del Ejército Español y se dió el caso durante las guerras carlistas de encontrarse en los dos bandos contendientes: Los Carlistas y los Isabelinos Liberales.



A nadie puede extrañar la salvadora alianza, que en la conspiración y en la guerra se forjó, como fruto de esa comprensión mutua.

Dediquémonos a estudiarla. ¡Demasiado poco hemos airado los testimonios de la unidad procedentes de ambos campos!

Surgió el Alzamiento. Y todas aquellas afinidades se convirtieron en realidad luminosa. En la sublevación y en los frentes de julio no se veían más que uniformes caquis, camisas azules y boinas rojas. Era la hora de la verdad.

El mismo día 24 de julio llegaron a salvar Zaragoza mil doscientos requetés —dos tercios— que consolidaron decisivamente la situación. La Falange zaragozana les dedicó el siguiente saludo, que en este mes de abril, mes de la unidad, cobra nueva y emocional significación:

"En este amanecer de la Patria, iluminado otra vez por aquel sol de oro que no se ponía en todas las tierras universas de España, levantemos primero, en vuestro homenaje, nuestro brazo robusto y nuestro corazón de aragoneses.

Sois los mismos de ayer, con la misma sangre eterna de caballeros, de soldados y de héroes que os pusieron en las venas vuestros padres, los invencibles guerreros de Dios, la Patria y el Rey.

Y ahora, en estos días que se salen de la historia ruin, sucia y materialista de nuestro siglo XX, en estos días ungidos religiosamente de tradición, de hidalguía y de valentía, volvéis a la lucha con la mirada segura, el corazón generoso y el brazo vigilante, bajo la gracia y la ira gentil de vuestra boina sagrada. ¡Requetés, Presentes! Os saluda la Falange de las JONS!


¡Con vosotros en la lucha, hacia la Victoria!"

Al poco tiempo, un periódico extranjero, "La Croix", interrogaba a José Luis Zamanillo, uno de los carlistas más representativos por la autoridad de su jefatura nacional y por sus incontables sacrificios, sobre cuáles habían sido las condiciones que habían impuesto los requetés para su participación en el Alzamiento:

"Ninguna —dijo—. Su único deseo y su único programa es salvar a España. Eso es lo que ha hecho posible la unión con las otras organizaciones que colaboran en el Movimiento Nacional... Particularmente con Falange estamos unidos por una serie de coincidencias de ideal; por ejemplo, la lucha contra el parlamentarismo y el liberalismo".

Pero falangistas y carlistas no eran solamente hombres de lucha, sino españoles que se dejaban matar por sus ideas, y el ideal era el verdadero aglutinante. Si en su actitud había un señorío natural, en su doctrina alentaba un fondo común.

Pronto trascendió el fenómeno a la esfera de los pensadores, de los intelectuales. Y hubo un Catedrático de Salamanca, don Wenceslao González Oliveros, que lanzó en 1936 el grito de alarma para que la unidad fuese más estrecha y orgánica después del triunfo. Dedicó a ello su libro "Falange y Requeté orgánicamente solidarios". Era un libro de combate, con afirmaciones valientes en cuanto a los hombres y certeras en cuanto a las ideologías. Insertó en la portada un símbolo fusionado de los emblemas de ambas fuerzas y apremió en dos subtítulos la perentoriedad de la unión orgánica:

"Para no perder la Paz, para no frustrar la Victoria."

Tras de estudiar los nexos de ambas organizaciones representados en la tradición imperial hispánica, el sentido religioso, la concepción nacional del Estado, el afán mutuo de españolizar España y el inequívoco antiliberalismo de ambas fuerzas, insertaba una frase, sencillamente estupenda:

"El condominio ideológico de Falange y el Requeté constituye un ciclo absoluto de cultura."

Requetés y falangistas no eran simples compañeros de armas, aliados de trinchera, sino depositarios de un patrimonio cultural que es de todos los españoles. Nunca será suficiente el estudio que los partícipes del proindiviso ideológico hagamos de nuestro fondo espiritual.

A ello tiende este ensayo: "La Tradición en José Antonio y el Sindicalismo en Mella", síntesis que se ofrece como una antorcha del nuevo horizonte español. Tiende a demostrar la unidad de pensamiento — dentro de una riqueza de matices— de los dos grupos políticos que cargaron con el pesado esfuerzo de España en la guerra y en la paz, en ese ciclo absoluto de cultura, que revela la existencia de un "Tanto Monta" doctrinal en el pensamiento de las dos fuerzas políticas del 18 de Julio.


II. TRADICIÓN.




2. LA TRADICIÓN, EN JOSÉ ANTONIO

Abril, que nos trajo hace veintitrés años una nueva primavera política, es el mes de la unidad de la victoria y de la victoria de la unidad. Incita a calar en la entraña de la solidaridad española para enfrentarnos valientemente con la cuestión de si aquella unidad nació con una duración limitada al período de la contienda, o es un bien raíz, con hondura de coincidencias fundamentales y de ensamblajes permanentes; de si el maridaje de las ideas, fundidas a temperatura bélica, fue un matrimonio de conveniencia o una auténtica unión sacral de las que no admiten el divorcio.

El centenario de Vázquez de Mella nos ha deparado la ocasión de redescubrir su credo social y sindicalista. El cuarto de centenario de la muerte de José Antonio, correlativamente, la oportunidad de escrutar su hondo sentido tradicional. El parangón de ambas doctrinas proporciona bastantes gratas sorpresas; José Antonio murió sólo ocho años después que Mella. Son figuras cercanas entre sí y respecto a nosotros, en el tiempo. ¿Están próximas también en el ideario?

Veámoslo. Tan pronto se "alzó la bandera" en el teatro de la Comedia, Víctor Pradera, "discípulo de Mella", como él gustaba llamarse, tremoló otra bandera fraterna, dotada de solera, aunque joven siempre, y estableció la semejanza de ambas en cuanto a ideario, estructuras orgánicas y hasta estilo.

Hoy, que al cabo de los años gozamos de suficiente perspectiva, las vemos flamear aún, como fieles centinelas ágiles, cruzadas de símbolos —aspas y flechas que tienen prosapia de siglos— junto a la inmortal bandera de la Patria. Es éste un hecho que deja su marcada huella sociológica. El transcurso del tiempo, que sirve para probar el punto de madurez de las instituciones, nos pone delante de los ojos la realidad de que las dos banderas siguen juntas, clavadas con firmeza, y que la alianza no ha sido flor de un día.

Mas no sería político detenerse en la superficie de las cosas, sin descender al fondo. Tomemos un concepto clave: el de Tradición. Y una exploración de profundidad en ambas ideologías acredita la deseada convergencia.


José Antonio postulaba un concepto exacto de la Tradición: en su prosa, de corte clásico y formulación sobria, puede leerse una definición perfecta:

"La tradición no es un estado, es un proceso."

Esta expresión, concisa en los términos, vasta en la idea, recuerda las de los grandes maestros carlistas, para los cuales la Tradición es:

"Herencia a beneficio de inventario" (Aparisi);

"un todo sucesivo" (Mella);

"la continuidad misma de la vida social" (Enrique Gil Robles);

"el pasado que sobrevive para hacerse futuro" (Pradera).

La moderna literatura ibérica está esmaltada de frases antológicas sobre la Tradición:

"La Tradición es soplo de vida", según Cavestany;

"vida del pueblo, no arqueología del pueblo" (Teófilo Braga);

"sustancia del presente" (Unamuno);

"transmisión del estilo" (García Morente);

"lección de las edades y memoria de los pueblos" (Manuel Machado);

"un vivo fluir ininterrumpido" (Leopoldo Panero).

Finalmente, veamos los juicios de Eugenio d'Ors: "lo que no es tradición, es plagio", y

Menéndez Pidal: "La tradicionalidad es la única manera de vivir con personalidad fuerte."

Magníficas definiciones todas. Pero es muy sugestiva la de José Antonio porque solamente en dos palabras —"como si fuera un estado y no un proceso"— muestra lo que no es y lo que es la Tradición: no es la estática, sino la dinámica, el desenvolvimiento de ese proceso peculiar de todos los seres que viven y se desarrollan en el tiempo.

La Tradición es innovación y evolución —¡que nadie se alarme!— porque lo mismo pensaba Mella en el siguiente pasaje:  

"La Tradición es semejante al organismo humano, que está regido por la ley de renovación constante..., pero permaneciendo el alma espiritual, revelada por la perpetuidad del recuerdo y la unidad de la conciencia."

José Antonio pulió sus ideas acerca del tema en otros ensayos. En su intervención parlamentaria de 3 de julio de 1934 ya había exaltado "la vena de un sentido tradicional profundo", de "un tuétano tradicional español que tal vez" no resida donde piensan muchos y que es necesario a toda costa rejuvenecer".

Con ocasión de su discurso en el cine Madrid, el 19 de mayo de 1935, defendió la necesidad de "empalmar con la España exacta, difícil y eterna, que esconde la vena de la verdadera tradición española".

La Tradición no muere porque está ínsita en la España imperecedera. En la alocución al pueblo de Quintanar del Rey, de 29 de septiembre de 1935, el Fundador de Falange se declaró divorciado de las izquierdas, porque  

"las izquierdas rompen con la Tradición de España y con el orgullo de haberla servido como la sirvieron nuestros antepasados".

Cuando la Tradición se "vierte" hacia la política, se "convierte" en tradicionalismo. También José Antonio valoró exactamente el credo tradicionalista. En la sesión necrológica que las Cortes dedicaron, en 9 de noviembre de 1934, al ingeniero y diputado tradicionalista Marcelino Oreja Elósegui, protomártir de octubre, José Antonio, como hemos recordado, describía así su ideario:

"Un ideal de los más hondos, de los más completos y de los más difíciles."

La tradición es un proceso, un proceso de perfectibilidad. Cada una de sus fases tiene relación íntima con la anterior y origina no un inmovilismo, sino al revés, un autodesenvolvimiento del ser político, un tránsito hacia nuevas formas, regido por un impulso creciente de estructurabilidad.

La ciencia misma es tradición, decía por aquellas calendas un filósofo paradójico e inconformista, en muchos aspectos. Y es verdad. Hasta en el progreso técnico el invento de hoy es consecuencia de las investigaciones del ayer y será antecedente de los prodigios del mañana. Pero los fenómenos del proceso se coordinan por leyes que no cambian y relaciones inderogables. La metamorfosis social no se produce a saltos, ni con destrucción de los precedentes, porque tal desintegración equivaldría a la muerte.

José Antonio percibió este claro sentido dinámico, esta energética evolutiva de la Tradición, que permite a ésta vencer y superar a los tres fragmentos del tiempo: ayer, hoy y mañana. El tiempo pasa y se va.  

La Tradición no es el pasado, es precisamente lo que no pasa y se queda, se desenvuelve, palpitante siempre, y se transmite.

La Tradición es una fluencia viva, en tanto que el tiempo es una fluencia hacia la muerte.

La Tradición expulsa lo caduco, es la hilandera de la existencia, siempre al servicio de la posteridad, en un misterioso papel de transmisión de valores y continuidad vital que ninguna parca consigue cortar. Imagen de la eternidad en el tiempo la consideró Vasconcelos, el filósofo "cósmico". Proceso y no estado, José Antonio.

He aquí, en un punto clave, la conformidad absoluta de "las dos banderas".



 
3. LA TRADICIÓN PARA JOSÉ ANTONIO, SUSTANCIA Y NO REMEDO.

La oportuna y valiosa aclaración de Julián Pemartín ha completado el pensamiento de José Antonio sobre la tradición que esbocé en precedente estudio. Una vez salvado el quiebro de la errata resulta claro que José Antonio concibe a la Tradición,  

"no como remedo, sino como sustancia; no con ánimo de copia, sino con ánimo de adivinación", 

invitándonos a considerarla norma y brújula de quehaceres actuales y no mera imitación de los hechos de nuestros antepasados.

Así es: Tradición no quiere decir mimetismo. Por el contrario, es originalidad, y para ser original en el cumplimiento de un destino es preciso acudir al origen, al borbotón de agua pura de la primera fuente.

Sólo es tradicional el que, con arreglo a unos cánones eternos, innova, crea, aporta y mejora. Y es más tradicionalista quien más acrecienta y más entrega a la comunidad, según Mella. Por ejemplo, el pintor que se limite a copiar un cuadro clásico no puede ser llamado pintor tradicional, ni siquiera merece el nombre de artista.

Ortega y Gasset, repetidor incansable de aquel pensamiento suyo favorito que dice: "La estructura de la vida como futurición ha sido el "leit motiv" de mis escritos", hubo de reconocer la sencilla verdad de que la tradición no es plagio o remedo, confesando que  

"romper la continuidad con el pasado es querer comenzar de nuevo, es descender y plagiar al orangután".

Este, como el resto de los animales, no inventa porque no conserva nada en la memoria, y repite invariable su instintiva monada. De aquí que quien desecha la tradición, continuidad del progreso social, pierde la capacidad creadora y adquiere la facilidad de plagio de los simios. José Antonio nos previene con su afortunada discriminación que desconfiemos de las imitaciones y no plagiemos al imitador por excelencia: al mono. Como escribió Benavente: "¡Qué monótono es el hombre-mono!"

Los remedos que pugnan con el concepto de tradición son de muchas clases: la imitación multitudinaria (la efímera moda social, la vulgaridad política), el mimetismo doctrinario vergonzante (escamoteo ideológico de muchos plagiarios políticos), la imitación servil de las ideas extrañas (extranjeriza-ción), el calco de ciertas formas de vida de los propios antepasados (anacronismo) o de métodos y tácticas trasnochados (rutina histórica).

Fijémonos en dos de estos plagios antitradicionales. Evadirse de la cultura nacional para adoptar fórmulas exóticas es un género de servidumbre intelectual, es una rendición al espíritu ajeno —una enajenación del alma —, es reconocer un triste complejo de inferioridad y adoptar, de paso, una pésima receta. Los sistemas políticos traídos con permiso de importación, por muy buenos que sean en su país de origen, no se aclimatan nunca en estas tierras del sol  de mediodía. Además, como observaba Mella, "las mercancías que vienen de lejos pierden mucho con el transporte".

Cuando un pueblo se entrega al remedo, la unidad de su ser se tambalea. Precisamente la unidad es la continuidad en el espacio, como la continuidad es la unidad en el tiempo. Ambas son las coordenadas de la vida política que suministra la Tradición. Y si salir fuera de nuestro espacio, al mercado exterior, a comprar "novedades" o simplemente a copiar en deslumbrantes exposiciones maquetas exóticas equivale a desunirnos, enfocar nuestro pantógrafo hacia el calco de paisajes del ayer es descoyuntar también la tradición por la vía del plagio.

José Antonio rechazó explícitamente todo mimetismo y el remedo preterítista, con insistencia. Los muertos ejemplifican, pero no son oráculos del quietismo, sino todo lo contrario; tienen valor de guías para los vivos, pero no "por ser vos quien sois", sino solamente en cuanto se entregaron a ideas y misiones que el orden natural, la Revelación y la razón humana nos dicen muy alto y muy claro que permanecerán siempre vigentes. Lo que no muere en los muertos son los altos principios, el ejemplo y el estilo.

Tras de exponer José Antonio lo que no es la tradición — remedo—, precisa lo que es: sustancia; esto es, filosóficamente, algo que está destinado a existir en sí, a subsistir. Con ello confiere a la tradición una mística de supervivencia, una clara intención de futuro y, aun empleada la palabra sustancia en sentido vulgar, da a la tradición la enjundia de un artículo popular de primera necesidad. Las tradiciones serán así las "subsistencias" del organismo político, y la Tradición el jugo nutricio, la savia secularmente renovada, la médula de las mismas vértebras patrias.



Unamuno, en uno de sus buenos momentos, había escrito también:

"La tradición vive en el fondo del presente: en su sustancia. La tradición es la sustancia de la historia. La historia es la forma de la Tradición como el tiempo lo es de la eternidad".

La tradición es sustancia de naturaleza racional, alma colectiva. Alma informante, para Mella; alma subsistente, para José Antonio. En ambas matizaciones, espíritu que dota a los pueblos de las tres facultades nobles que determinan la completa actividad psicológica:

la memoria, que se corresponde al pasado;

la atención, al presente, y la 

previsión, al futuro.

Ideólogos maurrasianos han creído que perder la tradición es solamente caer en amnesia, como si aquélla fuera sólo pasado, memoria, grabación de impresiones pretéritas. Este es un concepto muy deficitario para José Antonio, que al concebir la tradición "con ánimo de adivinación" como luz del futuro o previsión, le superó, identificándose plenamente con la escuela tradicionalista española, que siempre pensó que la Tradición es irreversible y no conoce la marcha atrás ni la actitud cangrejil.

Una bella muestra: Hace cincuenta y tres años, un pensador tradicionalista, heredero de Mella y Pradera, Esteban Bilbao, sintetizaba así esta fecunda idea:

"La tradición no es una fuerza de retroceso, sino la maravillosa convivencia de todos los tiempos de la historia: el pasado, el presente y el porvenir, con vitalidad tan poderosa que tiene el empuje de todos los siglos pasados y la atracción de todos los siglos venideros".

Con la atinada observación de Pemartín, el concepto de José Antonio queda nítido e impecable: proceso y no estado, sustancia y no remedo, con ánimo de adivinación de rumbos, eso es la Tradición, síntesis que asocia el saber de la vejez y el poder de la juventud.


III. SINDICALISMO.

 


1. EL SINDICALISMO EN MELLA.

El I Congreso Sindical convocado en la capital de España coincidió con el aniversario de la muerte y con el año centenario del nacimiento de un gran sindicalista español: Juan Vázquez de Mella.

¿Vázquez de Mella sindicalista? 

Se le conoce como el más destacado precursor español de la Encíclica "Rerum Novarum". Ha llamado poderosamente la atención de los sociólogos, desde Severino Aznar al padre García Nieto, en los aspectos del pensamiento y la polémica social.

Su espléndida concepción sociedalista está contenida en cientos de artículos y discursos y no sólo en los consabidos tomos XXIV y XXV de sus Obras Completas.

"Esquemáticamente el Sociedalismo afirmaba que:
 

1. Que el poder reside en el grupo, no en el individuo.

2. Que la autoridad supone conceptualmente y de hecho una distinción entre quien manda (gobierno, sujeto activo) y quien obedece (pueblo, sujeto pasivo); y que es filosóficamente falsa la pretensión pactista de identificar soberano-súbdito, a través del sufragio. La propia entidad de la autoridad y el cumplimiento del fin para el que nace, exigen para aquella una íntima facultad independiente de la voluntad del grupo (legitimidad).


3. Que el poder procede de Dios, como depositario de la naturaleza de la cosa, la asociación, para que su finalidad sea posible. Si le priváramos de este superior origen no habría manera de resolver el conflicto nacido de la innata igualdad entre los hombres; la autoridad sería el resultado de una mera fuerza, personal o de facción (mayoritaria o no), no a la ascendencia moral, que es su esencia. La autoridad vendría a ser así, contraria a la dignidad humana.


4. El poder, no es substancialmente de la distinta naturaleza en las sociedades inferiores y en el Estado.


La soberanía social corresponde a la que representan las asociaciones inferiores al estado, o cuerpos intermedios (entre aquel y la persona) de carácter institucional o territorial, que gozan de un derecho propio (autarquía o fuero) para la realización de sus fines privados, a los que es ajeno y no puede inmiscuirse el Estado. El poder político tiene una esfera de actuación específica: en este orden, solo puede dirigir o suplir, nunca sustituir (subsidiariedad).

En esta concepción de la soberanía social es en donde encuentra su fundamento la libertad personal y la participación del ciudadano en la cosa pública, preocupación general de todos y no en exclusividad del gobierno.

Los derechos personales solo pueden ser ejercitados con efectividad a través de las asociaciones para cuya realización se agrupa espontáneamente el hombre (matrimonio y paternidad, por la familia; residencia, por el municipio; trabajo, por el sindicato; cultura, por las asociaciones; religioso, por la Iglesia; etc.). Y de aquí, que solo el respeto por parte del Estado a aquellas asociaciones, el reconocimiento de su autarquía, constituye la verdadera garantía de libertad."

Pero alguien le ha regateado la parcela de la acción social, afirmando que no traspasó las fronteras especulativas, y, sobre todo, que no se asomó demasiado al balcón sindical. Y eso no es exacto.

Excelente observador de la realidad, certero en el diagnóstico, valiente en la aplicación de las terapéuticas más enérgicas, si eran necesarias, Vázquez de Mella bajó a la arena activa en todas las cruentas luchas sociales de fin y principios de siglo y madrugó en la profesión de fe sindicalista, al repetir: "Somos partidarios de la sindicación".

Ya en 1897 había colaborado en el Acta de Loredán —cuajada de problemática social— insertando las más atrevidas soluciones modernas, y entre ellas, "el Sindicato, la Cooperación, los Pósitos y Cajas Rurales". Y en 1909 trabajó en Frohsdorf en la fundación de un sindicato, para lo que pidió a Severino Aznar que le mandase "mapas del desarrollo de los Sindicatos..., folletos sobre Sindicatos".

Su brillante síntesis sociedalista, aparte de reconocerse por las airosas tracerías de una esbelta arquitectura, ofrece el espectáculo vital de la sociedad organizada, la fisonomía del cuerpo social y al mismo tiempo la visión radiográfica y dinámica de las estructuras. Su distinción fundamental entre la soberanía política y la soberanía social otorga ejecutoria de nobleza a las agrupaciones intermedias, dotándolas de personalidad y proclamando su autarquía, en la esfera de sus fines propios e inmediatos, buscando un orden y un equilibrio estable entre ambas soberanías.

El verbo de Mella restalló largos años a diestro y siniestro.

Rechazó, en primer lugar, el conservatismo de su tiempo, amigo de poner diques al torrente de lo social con abstenciones y vedas. Demostró la inanidad de aquella colección de reliquias doctrinarias de museo, conservadas entre naftalina, lejos de los aires campesinos y de las entrañas populares, con símbolos que se trocaban en palabras vacías y en ideas sin potencialidad. Denunció la miopía de las clases rectoras y atronó los oídos de aquellos poderes he-mipléjicos a quienes acusaba de "jugar a derechas e izquierdas todos los días", deplorando que "al sindicalismo revolucionario de abajo corresponda un sindicato de ciegos arriba".

En segundo término, atacó con agilidad de gladiador al sindicalismo revolucionario marxista, "orden siniestro del ejército del desorden", instrumento de dominación

"donde el trabajador pierde la libertad y gime bajo una tiranía anónima, enorme dictadura que manda y juzga sin apelación, que cobra y administra sin inspección, que ordena huelgas cuando quiere y las suprime cuando le da la gana".

El genial pensador postulaba un sindicalismo auténtico, proselitista y atrayente, no un mero antibiótico del germen comunista:

"El sindicalismo —decía— es más lógico y radical que el colectivismo, lucha con él y le vence y absorbe, como el colectivismo venció al socialismo individualista que le había dado las premisas, deduciendo sus consecuencias".

Un sindicalismo de inspiración cristiana, "porque nada puede hacerse en materia social sin la cruz o contra la cruz". Un sindicalismo jerárquico "con una jerarquía formada por una lazada de deberes, intereses y amores", porque así se salva la dignidad del hombre en el seno de la asociación. Pensando en el ayer histórico del corporativismo, presentía Mella un mañana de plenitud con "nuevos Sindicatos, libres de toda traba, para agrupar en una vasta jerarquía fuerzas que hoy gravitan hacia el comunismo y el anarquismo".

Es más, las ideas de jerarquía y sindicación llevaban a Mella a infundir en lo sindical los postulados federativos, no para que el Estado sea sustituido "por el triunfo de la federación", estribillo ya caduco en los tiempos del insigne tribuno, sino para restablecer la armonía entre ambos.

¡Sindicato y Estado! ¡He aquí la cuestión! Mella la resuelve estableciendo una verdadera identidad sustancial entre Sindicato y corporación —términos muy contrapuestos en otras latitudes— y precisando la concepción del Estado corporativo.

Por eso entendía la sindicación  

"como la forma corporativa en que las asociaciones cristianas organizan sus fuerzas sociales, motivadas por una unidad moral que las abraza a todas".

El término corporativismo, en política, posee corto alcance. Decir, a secas, "Estado corporativo" es sobrevalorar uno de los aspectos de la organización social y minimizar el papel de los demás órganos, tanto como si se dijera "Estado familiar", "Estado municipal", etc. En la misma línea matizaría José Antonio, con garbo, que el Estado corporativo es un buñuelo de viento, revelando una vez más las sustanciales coincidencias de ambos pensadores.

En las Obras Completas de Mella hay un epígrafe muy actual y sugestivo: 

"El Sindicato integral. Su apremiante necesidad".

También este punto es reflejo de su teoría del trabajo integral, que es la fecunda actividad de todo el mundo laboral: capitalistas, directores, técnicos, obreros especializados y sin calificar...

En fin: En la mente de Mella el Sindicato no es un simple procedimiento de apremio para conseguir la efectividad de los derechos, ni una mera función intestinal, ni una oficina de elaboración de precios: Es una estructura que responde a necesidades sociales y a fenómenos económicos permanentes, y, por lo mismo, connatural al hombre que vive en comunidad, con la unidad necesaria como idea ejemplar, la libertad como medio, el bien común como fin y la eficacia como meta.

El sindicalismo español tiene originalidad y solera. Como lo está demostrando por la madurez de su diálogo.

2. VÁZQUEZ DE MELLA VIVE.

A los ciento un años de su nacimiento y treinta y cuatro de su muerte, Juan Vázquez de Mella permanece vivo en la mente de los españoles. No es el creador de la doctrina tradicionalista, ni su último expositor. Es el autor de sus grandes síntesis. Recibió y ordenó el caudaloso torrente de ideas, que, procediendo de más remotas fuentes, brota en el cardenal Inguanzo, en Alvarado, Mataflorida, Eróles, Donoso, Balmes, Morales, La Hoz, Vildósola, Tejado, Aparisi, Herrero y Navarro Villoslada, y se continúa después con una serie de fecundos pensadores, sin solución de continuidad, hasta nuestros días.

Sin embargo, Mella es el eslabón de diamante de esa cadena, el extraordinario heraldo de un mensaje cristiano y español, patriótico y social, cuyo secreto está en que, como dijo Pradera, supo hacer suya y emplear a fondo esa herramienta popular maravillosa que es la Tradición, que con tan potente amplificador encontró un eco sostenido entre multitudes incontables, digno auditorio para su singular valía.

Por eso Mella es inmortal. Los verdaderos "inmortales" son esos pocos sembradores de idearios inteligibles para el gran público, que dejan hondos surcos en la memoria de las gentes y predican no cualquier novedad, sino una buena nueva que hace vibrar a distancia, incluso a quienes no pudieron oírles en vida.

Este es el caso. A Mella, en 1962, no se le evoca, se le sigue por intelectuales y pueblo. Dor minorías y masas. No puede extrañarnos que hombres que le conocieron retengan aún sus cálidos ecos. Lo estupendo es que obreros o universitarios nacidos mucho después de su muerte le lean, mediten y hasta reciten con espontaneidad y emoción pasajes de sus discursos, como sucedió hace unos meses en determinado acto cultural.

¿Quién vibra hoy ante un discurso de Castelar o una frase de Romero Robledo? Como observaba García Sanchiz, ¿qué trozo de los debates parlamentarios en que fue glorificado Maura se ha exhumado y reeditado?

Por contraste, a Mella se le exalta en el centenario de su nacimiento por todo un pueblo y su vigencia se manifiesta en la cultura hispánica. No basta para explicar el fenómeno su sustanciosa oratoria, ni la perfección de su forma, ni sus impares dotes. A Mella se le valora, más que por sí mismo, por sus ideas y ejecutoria. ¿Qué faceta de tal personalidad, qué cara de ese diamante deslumbrador es superior ai la otra?

Polígrafo y orador universal y también hombre de acción, brilló como filósofo, jurista, poeta, historiador, sociólogo, académico, periodista, maestro de oradores, precursor de encíclicas, sindicalista, conspirador carlista y "Verbo de Tradición", como le apellidó el pueblo, pudiendo hacer suya la frase de Leibnitz: "Me gusta la variedad, pero reducida a la unidad".

Nació en Cangas de Onís, en la entraña de las Asturias de Oviedo, y era oriundo de Galicia. La casa solariega de Mella radica en Arzúa, tierra de la que salieron muchos de sus antepasados tras las banderas tremolantes de los Reyes de León y de Castilla. Tenía sangre de la estirpe de aquel recio cardenal de Sigüenza, Juan de Mella, que brilló en tiempos de Juan II, y de caballeros de Santiago y guardias marinas. Su propio padre era militar, como el de José Antonio. Un ejemplo más que revela cómo en los hogares de los hombres de armas de España se han forjado siempre descendientes que han honrado a la Patria como juristas rectos o políticos de altura.

Vida austera la de Mella. En cierta coyuntura se le dijo por un político de la situación que su mejor discurso era la modestia de su casa y de su vida. Obsérvese el espíritu ascético que ello supone en un hombre que poseía en la magia de su palabra todas las escalas sociales del triunfo personal.

Su noble linaje corría pareja con sus obras. A propósito de nobleza, he investigado una desconocida referencia a su rango aristocrático. Aquel gran valedor de todas las clases sociales, particularmente de las humildes, que fue amortajado con el hábito de San Francisco, había sido creado conde de Monterroso por Carlos VII, que así destacó la valía de la empresa propagandística del tribuno, conquistador triunfal de todos los públicos de España. Don Juan jamás usó tal título, ni llevó en sus famosas campañas otra corona que la boina roja, ese tocado del cual dijo un poeta que "permitía mirar de frente con la cabeza cubierta", esa prenda que flamea y late como si cada español que la lleva se hubiese puesto por montera el corazón, yelmo de guerreros en Zumalacárregui, halo de santos en sor Joaquina Vedruna, y corona de Monarcas en Carlos VII y que hoy se honra ciñendo la noble frente del Caudillo de España.

Mella fue un magnífico producto de la estirpe hispánica, al que descifra con una anticipación de cinco siglos el escudo de su casa solar. He aquí la simbología, verdaderamente profética: Sobre la campiña del blasón, un águila volante y gigantesca "con el pico de oro" cruzada por tres fajas de sinople y festoneando el escudo "ocho leones rojos". Aun sin excedernos en la imaginación, parece como si el fundador de la casa de Mella, al adoptar el emblema, hubiera querido simbolizar las hazañas intelectuales de su famoso y remoto descendiente. Porque Mella es, en realidad, un águila caudal que señorea el cielo de la Patria, remontándose audaz hasta bañarse en los resplandores de la luz increada, rodeado de los ocho cachorros de león de las regiones todas de España que él supo subyugar con su palabra, volando contra el viento de los tiempos, y surcando la corriente de una época triste y desmantelada.

A un hombre así, cualquier cultura, clásica o moderna, le hubiera otorgado el mismo mote simbólico: Crisóstomos, "os aureum", boca de oro.

España le debía un homenaje. Fue la luz de España, fue el profeta de España, fue la voz de España. Ninguna palabra suya se perdió en el desierto. Gobernó "desde fuera". Los treinta tomos de sus Obras Completas, las diez mil páginas, los tres millones de I palabras recogidos en ellas son precisamente, después de tantas tempestades ocurridas en su vida y tras de su muerte, "lo que el viento no se llevó".

Sigamos meditando en este primer centenario en el nombre, en el hombre y en el credo de Mella. Y continuemos sus rumbos. Porque formuló los dogmas nacionales. Porque predijo no sólo los acontecimientos que se cumplieron, sino los remedios heroicos que se aplicaron. Porque libró a las madres españolas con el discurso de la Zarzuela del horror de ver a sus hijos convertidos en cipayos, proclamando y consiguiendo la neutralidad de España en una contienda indiferente.

Mella acertó en todo. Uno de sus famosos vaticinios fue el ver antes que nadie en la figura del Caudillo, nada menos que en 1927, al futuro capitán de España, como dijo en carta escrita al médico militar Herrer:  

"Ese incomparable Franco que tratarían como compañero Pizarro y Cortés".




3. LA IDEA DE LA REVOLUCIÓN EN EL TRADICIONALISMO.

Cuentan que un discípulo de Confucio preguntó cierto día a su maestro: "¿Cuál sería vuestro primer acto si os eligiesen Emperador de China?" Y que el filósofo contestó: "Comenzaría por fijar el sentido de las palabras".

Por lo menos para tratar de la revolución hace falta delimitar muy bien los términos. Sin ponerse de acuerdo sobre la equivalencia de las palabras no se puede ni iniciar el diálogo, porque la discordancia verbal afecta a las realidades. La obtención de la verdad es una empresa de definición constante.

Las significaciones primitivas de la palabra revolución, tomadas de la física y, más específicamente, de la astronomía, fueron las de vuelta al punto de partida, giro, clausura de un ciclo, y regreso. Acepciones no muy "revolucionarias", por cierto. Los latinos evitaron el uso del vocablo "revolutio", empleando "mutatio", "conversio" y "vicissitudo".

Montesquieu, en "El espíritu de las leyes", y sus compañeros de la Enciclopedia, entendieron por revolución la vuelta al pasado, el retorno a las estancias más atrayentes y paradisíacas del "estado de naturaleza". Pero con el sector jacobino de la Revolución francesa y después con Marx y Proudhom la expresión perdió su atrayente carga histórica, idealista y aun poética para adquirir un ceño científico y materialista. Abandonó el pasado para colgarse de la balconada del porvenir y cobró tintes violentos.

La nueva corriente pasó pronto a las vías de hecho produciendo dos revoluciones de inspiración falsa y nefasto recuerdo: Una, idealista, ucrónica, que comenzó con el señuelo de volver a la infancia feliz de la humanidad y terminó con el triunfo exclusivo de la burguesía y la guillotina, y otra materialista, utópica, que prometía un paraíso al proletariado y acabó convirtiéndole en "carne de esclavitud para el trabajo y carne de cañón para la guerra".

Fueron dos fases del fenómeno que los Papas llamaron "crimen de lesa majestad humana y divina". La huella de su recuerdo ha fijado en las mentes la idea de la revolución en sentido peyorativo, que, con la pretensión de partir de cero, destruye y no edifica, la revolución de la sangre y del desorden.

Si no existiese otro tipo de revolución que el descrito, sería ocioso plantear la siguiente pregunta: ¿Qué actitud ha tomado el tradicionalismo ante las ideas y los hechos revolucionarios? Porque ante dicha versión revolucionaria, unas veces enroscada en la adormidera de la Restauración, otras erguida, el Carlismo respondió siempre con la lucha franca. Y en tal caso tendría razón Edmund Schram cuando dijo recientemente:

"El Carlismo ha sido el movimiento más contrarrevolucionario que ha existido en Europa",

aun en la interpretación del conde De Maistre:

"Una contrarrevolución no es una revolución contraria, sino lo contrario de una revolución".

Pero es que España es un caso aparte, lo cual suele olvidarse por cuantos intentan acomodar nuestros peculiares fenómenos históricos a esquemas generales y aceptan alegremente que el siglo XIX español fue una batalla más en la gran guerra europea entre Tradición y Revolución.

Eso sería olvidar la gran categoría de España como variante. Ni el tradicionalismo francés fue un movimiento político, sino la criteriología antirracionalista de una escuela filosófica, ni sirvió nunca de musa, por su matiz heterodoxo, a nuestro Carlismo.

Este, fenómeno muy español, siempre tuvo su lado juvenilmente revolucionario y no puede personificar, en abstracto, a la contrarrevolución. Cuestión trascendente y de mucha actualidad política que desvanece la objeción de quienes ponen reparos al encaje ideológico de la Falange y el Carlismo pretendiendo que es difícil cohonestar la revolución y la contrarrevolución.

Porque la verdad es que hay una tercera forma legítima de revolución, común a ambos credos:

La revolución, en sentido español, tan distante de la francesa como de la eslava, es decir, el fenómeno social consistente en la destrucción de las vigencias perniciosas de cualquier época, para recobrar la continuidad histórica interrumpida, con arreglo a vitales principios de validez hispánica permanente.

Aunque para ello se requiera un violento giro del timón que enderece los rumbos de la nave.

Basta una ojeada al pensamiento de los hombres de la Tradición para demostrar que siempre defendieron esta genuina forma de revolución.

Balmes, con toda la prestancia tradicionalista que le da el ser autor del más célebre manifiesto del conde Montemolín, se adscribe a este modo de pensar:

"No se rechaza, pues, en principio, la revolución. Sólo se exige que represente un justificado deseo social".

Carlos VII ve en el Carlismo la etiología de la verdadera revolución social:

"La idea del tradicionalismo es una idea nueva: la idea del porvenir. Coadyuvan muchos a la grande obra creyendo que trabajan sólo por llevar un príncipe al trono, y en verdad, hacen más: si no fuera más que esto sería muy poco y no podrían durar, porque a las ideas de la gran revolución que aún viven se deben oponer otras que sean tan grandes como aquéllas lo parecen. La obra que he emprendido es una obra grande; yo no podré verla coronada, pero habré sembrado una semilla bienhechora que producirá grandes cosas: una Revolución social que muchos presienten, pero que ninguno ve. La Revolución francesa dio mucha luz. Era la luz seductora del mal, pero esa luz que aún no se ha apagado, hace apreciar y conocer la verdadera luz del bien, cuyo resultado tiene que ser forzosamente una gran regeneración social".

Acordes con ese criterio cantaban los voluntarios en los campamentos y trincheras de la última guerra civil del siglo XIX:  

"El día en que proclamemos — nuestra santa Revolución —gritaremos todos a una ¡Viva—¡Viva Carlos de Borbónl"

Y la siguiente estrofa comenzaba con un "¡Arriba!" He aquí cómo palabras dfi gran modernidad española, "Revolución", "Arriba", eran ya familiares en el lenguaje y en la dialéctica tradicionalistas.

Con esto no haría falta recordar la tajante teoría de Mella sobre "la tercera forma de la revolución".

"Un partido religioso, social y político salido de la antigua Patria que quiere restaurarla (el tradiciona-lista) para soldar la cadena rota de una Historia y volver el pueblo a su asiento" o aquella apremiante llamada a la Revolución, que Pradera, como jefe de la minoría carlista, lanzó con el brío de sus veintisiete años, desde el hemiciclo, en las Cortes de 1900:  

"La Revolución es necesaria, de todo punto imprescindible; mas para que esta Revolución no sea un crimen de lesa patria es preciso que tenga en cuenta las energías vitales del país. La Revolución tiene que ser un revulsivo rápido y enérgico, pero en manera alguna puede ser una sangría suelta. Estas son las opiniones del partido carlista en cuanto a los hechos de fuerza".

Pasaría tiempo hasta que Maura postulase la revolución desde el poder.

Quien haya leído a José Antonio profundamente, verá que se produce en la misma línea conceptual al entender por revolución la transformación jurídico-político-económica del país, asentándole sobre una base social más justa.

El movimiento que acaudilla — son sus palabras— nace como una síntesis de Tradición y Revolución, pero de una revolución entendida "no como pretexto para echarlo todo a rodar, sino como ocasión quirúrgica para volver a trazar todo con pulso firme al servicio de una norma".

Volver al pueblo a su asiento, volver el plano a la norma, asentar al país sobre bases justas: eso es la revolución en sentido español, interpretación que, además, es la más conforme a la raíz etimológica de la palabra: giro, vuelta en torno a un eje eterno. Tal es, fijado su sentido, la única revolución de signo positivo, la que puede calificarse de revolución tradicionalista.


Jonsismo y Tradición.



Una vez unidos FE y JONS en vísperas de las elecciones, dice Ramiro en su revista que la fuerza del tiempo había incluido dentro del espíritu tradicional español a sus grupos

Un partido que pervive es de por sí parte de la tradición. Las Juntas admirarán siempre la fuerza combativa del requeté, su fidelidad a los principios, "a los nortes más gloriosos de nuestra historia y su sentido insurreccional, como un deber del español en las horas difíciles y negras"

Aquí empieza el contacto de combatientes.

No consideraron los jonsistas nunca a los carlistas como reaccionarios. La mentalidad política de Ramiro distinguía bien entre la fuerza histórica de un partido y los fines que propugnaba.

La distinción se establece en el endurecimiento del carlismo sobre la atmósfera social en la cual insiste. Su manía de estar adscrito a una formulación institucional que olvida la crisis económica y la crisis motal del hombre del siglo XX.

"Sería, en todo caso, lamentable que un partido así, con las limitaciones a que le obligaba su carácter de estar adscrito a una persona o rama dinástica, haya sido a lo largo de todo un siglo de vida española el único para quien las voces nacionales, el clamor histórico de España y nuestro gran pleito con las culturas, pueblos y naciones extranjeras y enemigas constituía una realidad más honda... Semejante tarea requiere hacerse cargo de un modo total de los problemas y dificultades todas que hoy asaltan el vivir político y social de España. Aquí radica lo que pudiéramos llamar insuficiencia del partido tradicionalista"
Ramiro Ledesma Ramos.

Es la preocupación constante de Ledesma. La adscripción de las unidades políticas al tiempo actual.

Los partidos se definen dentro del plano de la cultura y del minuto histórico. Su honradez política la hace huir de arreglos y componendas. Poseía un fuerte sentido de la realidad. pero desconocía la fuerza interna del ruralismo tradicional español. No tuvo tiempo Ramiro de enterarse del levantamiento del carlismo en el norte de España. Creía, como vemos, en su fuerza combativa, pero no en la eficiencia política para la recontrucción del Estado.

"El culto a la tradición es, en efecto, tarea vital imprescindible, pero el ímpetu de los pueblos que marchan y triunfan requiere cada minuto una acción sobre realidades inmediatas, una victoria sobre las dificultades de cada día. El partido tradicionalista solo tiene armas y puntería para un enemigo que, por cierto, es ya una sombra, la democracia liberal... Y está inerte ante otros que hoy son poderosos y temibles , por ejemplo, el marxismo. Las JONS sienten como el que más una admiración honda al pasado español, pero declaramos nuestra voluntad de acción y de dominio en el plano de España de hoy sin que nos trabe ni reblandezca la rebusca de soluciones tradicionalistas"

El fallo del carlismo se basa en sus mismos orígenes. Para Ramiro quedó anclado en unos postulados políticos, generosos de por sí, pero que no comprenden los enormes problemas del mundo técnico e industrial, pues su fuerza es simplemente rural y local. No industrial.

Natural es que contara el movimiento jonsista con las reminiscencias agrarias del tradicionalismo, en una nación como España, donde la tierra domina la economía general, pero los futuros técnicos de España, como los del mundo entero, no estaban en el campo, sino que la política dependería de la industria, ya que los economistas califican a los campos cultivados de fábricas sin techo y la industrialización era inevitable. De ahí que Ramiro viese una contradicción interna en los hombres del tradicionalismo. ¿Como adaptar su doctrina a la vida fabril?

El fuerismo, que es una de las bases del carlismo, ¿qué tiene que hacer en las fábricas? La onda de captación a las masas por el carlismo no se había visto desde el nacimiento de la gran industria en España.¿Tenía el carlismo su gestión creadora en las masas proletarias? No conocía a ningún obrero carlista, y en cuanto aparecían centros industriales surgían, en cambio, movimientos sindicalistas.

Además, la nostalgia institucionalista  era incompatible con el avance social deseado por los españoles.

"No hay romanticismo en nuestra actitud. No añoramos nada o muy poco, no nos situamos política o sicialmente como tradicionalistas,  sino como hombres actuales cuya necesidad primera es sentirse españoles, disponer de un orden nacional donde confluya nuestro esfuerzo y se justifique incluso nuestra propia vida hacia el sindicalismo nacional"

Otra afirmación de Ramiro que violentaba sus principios y le coartaba en las maniobras de aproximación era el monarquismo, su filiación dinástica. Esta dificultad aparece sinceramente expuesta dentro del mayor respeto. El porvenir monárquico era cuestión baladí para Ledesma. El futuro no podía montarse sobre cuestiones dinásticas, existiendo problemas más hondos.

La raíz del carlismo es un estorbo para la sensibilidad popular de los tiempos:

"El único partido o grupo oficialmente llamado Tradicionalista ha estado siempre fuera de ese aspecto imperial de España, es de origen francés y decimonónico y hasta diría que le informa tal ranciedad en sus bases teóricas que hay que agradecer y alegrarse de que viva desplazado de la historia".

En otro sitio, disputa Ramiro la exclusiva de la tradición, reservada a un solo partido.

Lo más extraordinario del Carlismo y Ledesma no regatea alabanzas, es su independencia, su intransigencia. En sus filas el español no actúa solo por un ideal, sino también contra el que no es suyo. El pensamiento severo de Ramiro y su estrategia política debía chocar cuando a la hora de redactar programas huía de nostalgias. La tradición era algo más que una idea política

"La tradición española es totalitaria. La verdadera tradición no tiene necesidad de ser buscada. Está vigente en nosotros y basta que nos sintamos ligados a ella de modo profundo. El imperio es la revolución canalizada y preparada por los Reyes Católicos".


Luceros azules que brillarán por toda la Eternidad.

Extractos de la obra de José María Codón 1962: La Tradición en José Antonio y el Sindicalismo en Mella.





Cuéntame...Lo que no nos cuentan.

 

  TRADICIÓN







1. FRANCO, VIGÍA DE LA TRADICIÓN DE LAS ESPAÑAS

Desde aquel 1.° de octubre de 1936, en el que en Burgos, Cabeza de Castilla y Cámara de los Reyes, pasó la bandera roja y gualda, definitivamente, a manos del Capitán de la Cruzada, Franco ha venido definiendo, con claridad de conceptos y fortuna de expresión, las esencias de ese alma informante de la Patria que es la Tradición.

A la Tradición española la habían entonado funerales muchos doctrinarios de un lado y de otro de la línea divisoria del mundo de las ideas, tanto quienes deseaban el imposible metafísico de su muerte, como cuantos la dedicaban elegías bellas, pero sin fe ni esperanza en su resurrección.

En cambio, durante siglo y cuarto, los bardos han celebrado el fenómeno tradicionalista español elevando, bajo soles y lunas, himnos de guerra, de amor y de triunfo — Iparraguirre en euskera, Mistral en lemosín o Valle-Inclán en recio y poético castellano — o cánticos de admiración, como Ricardo León, Marquina, Pemán, Olaguer, Raizábal y Foxá. Prosistas adictos como Pereda, Tejada, Navarro Villoslada o Tamayo y Baus le encarnaron como protagonista en las batallas incruentas de las letras.

Novelistas adversarios de la talla de Galdós, Baroja o Unamuno, le maltrataron como trama y como paisaje. Enemigos políticos de la categoría de Cánovas, Canalejas, Romanones o Natalio Rivas si le combatían desde el poder, se inclinaban ante él en sus juicios críticos personales. Y en toda Europa, desde Honorato de Balzac a Luis Veuillot, desde De Maistre a Lord Mahón, de Carlos Marx a Edmundo Schran, de Charles Benoist a Charles Maurras, muchos escritores exaltaron su semblante heroico y su veta popular, mientras una dinastía de pensadores y tribunos españoles le subía a las más altas cimas, en la oratoria. Pero no pasaban, con todo, la raya de la doctrina. Había de llegar el primero de octubre de 1936 para que un Jefe del Estado se constituyera en guardián y ejecutor del ideario de la Tradición.

Para Franco, los carlistas representaban a la "España ideal".

"Los requetés aportaron al Movimiento, junto con su ímpetu guerrero, el sagrado depósito de la Tradición Española, tenazmente conservado a través de los tiempos, con su espiritualidad católica que fue elemento formativo de nuestra nacionalidad."

El Caudillo deshizo, desde los primeros meses de la Cruzada, con palabras definitorias y definitivas, la leyenda negra de que se trataba de un fenómeno circunscrito a un área determinada, enseñando con frases de fuego

"que aquella tradición española no representaba carácter alguno local o regional, sino al contrario, era universalista, hispánica e imperial."

En paridad con la dogmática nacionalsindicalista, fraterna y solidaria "rebus et factis", desde su mismo nacimiento, unidas ambas después no por modo de integración, sino por vía de superación, en cuantas leyes se promulgaren desde su investidura, el Caudillo insertó la palabra y la sustancia de la Tradición: Decreto de la Unidad, Fuero del Trabajo, Ley Sucesoria, Fuero de los Españoles y Ley de Principios Fundamentales del Movimiento Nacional.

No en vano se ha dicho que el condominio ideológico de Falange y el Requeté es demasiado vasto y constituye un ciclo absoluto de cultura.

Aquella norma legal, síntesis de los dos credos básicos del 18 de julio, tiene nombre castizo y apropiado. Rehuye la palabra constitución, harto desprestigiada, y entre otras capitales instituciones, contiene cinco postulados básicos de la Tradición de las Españas: La unidad católica, la unidad patria, la justicia social, la ecuación movimiento = comunión y la Monarquía Tradicional.

Si para Calvo Serer, en "La fuerza creadora de la libertad", los requetés representaban la unidad católica y los falangistas la implantación de la justicia social, ya Castán, con su maestría inigualable, se encargó de puntualizar que  

"el ideal de justicia social estaba plenamente incorporado al ideario católico, de tal manera que las fuerzas de Falange, lo mismo que las de Comunión Tradicionalista, coincidían en la doble aceptación de los principios católicos y de los postulados sociales."

Y esto es irrebatible. Lo religioso y lo social fueron siempre los dos polos del tradicionalismo. Basta aplicar el oído a los ecos lejanos del inmenso Aparisi: "Un solo Dios en el Cielo y un solo culto en la Tierra." "La cuestión carlista, más que una cuestión española, es una cuestión europea; es mucho más que una cuestión política, es una cuestión social y religiosa."

Y por fin se perfila la Monarquía Tradicional Católica, Social y Representativa, que había esbozado el Caudillo en exposiciones de motivos y declaraciones públicas con serenidad, ritmo mesurado y perfección marmórea. Prescindiendo de anteriores alusiones, formuladas siempre con exquisita prudencia, fue en aquel gran discurso, de excelente rigor político y plenitud doctrinal, de 17 de julio de 1945, dirigido al Consejo Nacional, donde dijo:

"En el terreno de las definiciones no creo que pueda haber opción, pues de los sistemas universalmente aceptados para la gobernación de los pueblos, uno sólo se propone como viable: el tradicional español".

"Los grandes jalones de la Historia de España han sido puestos por sus Reyes. Por eso, España se constituye en Reino". (Sevilla, 1948).  

"España ha asegurado el porvenir de la Monarquía por los caminos de la Tradición". (Glosa auténtica de la Ley de Sucesión).

"Ni república atea, antinacional, agria, sectaria e irresponsable, ni sistema liberal, cortesano, ineficaz y parlamentario." 

"Fidelidad, por parte de los órganos del Estado, a los principios del Movimiento Nacional". (Discurso cumbre de 1961, ante las Cortes.)

Estos grandes ideales son patrimonio de todos los españoles. Descansan sobre el genio del hombre que ha sabido ver antes que nadie, desde el poder (es de estricta justicia proclamarlo) la identidad esencial de los dos idearios orgánicos de la España contemporánea.

El abrió el embalse del torrente de las cuatro o cinco generaciones de viejos luchadores que han sido sus fieles depositarios. Y su atalaya domina el tiempo, porque parte de la tierra firme de los métodos, el pasado, y del horizonte de los posibles, el porvenir.

Pero Franco, además, a los sesenta años de la anterior lucha idealista, iluminada por "el resplandor de la hoguera", premió con compañerismo de soldado y fe de político sincero, la gesta de aquellos "jeri-faltes de antaño", "cruzados de la Causa" que dijera Valle-Inclán. Recompensó a los veteranos de don Carlos, a tan larga distancia —el heroísmo no prescribe—, disponiendo que en el rojo de la boina, sol ardiente sobre el mar plateado de aquellas venerables cabezas, brillasen las estrellas de oro de los tenientes honorarios del Ejército nacional.

Y también en la Ley de 4 de mayo y en el Decreto de 4 de junio de 1948 se acordó de los conductores de aquellos leales que yacen lejos de España, en la Catedral de San Justo, de Trieste, al reconocer, en un acto de justicia inolvidable, las "Reales Cédulas de concesión de grandeza y títulos otorgados por los Monarcas de la rama tradicionalista".

Hace veinticinco años, sobre el pavés de un estado milenario —Castilla—, surgía la legitimidad de la Magistratura de Franco, con la limpieza más acrisolada y original, sólo comparable a la del primer caudillo de la primera Reconquista en Covadonga. Después, por toda la faz de España, por el espacio de su geografía y por el tiempo de la Historia del cuarto creciente del Movimiento, se ha ganado la legitimidad de ejercicio día a día, asistido de esa "gracia" de estado que Dios concede a los gobernantes cuando su vida discurre dentro del cauce de la moral cristiana y que forma parte muy principal de lo que nuestros tradicionalistas llamaron "legitimidad de ejercicio".

Dios guarde largos años a quien supo premiar la fe de los hombres de la Tradición y despertar la esperanza de las juventudes de España, un día de otoño, bajo el cielo absoluto de Castilla brillando en torrenteras de luz y paisajes limpios que invitaban a ver claro en la política y en la vida, al Vigía de la Tradición española, entendida la tradición como lo que es, según Pío XII:

"Tradición es, etimológicamente, sinónimo del caminar y del avanzar. Sinonimia, no identidad. Y en verdad, mientras el progreso indica tan sólo el camino hacia adelante, paso a paso, buscando con la mirada un incierto porvenir, la tradición sigue también un camino hacia adelante, pero un camino continuo, que se desarrolla al mismo tiempo tranquilo y activo, según las leyes de la vida, HUYENDO DE LA ANGUSTIA ALTERNATIVA: "Si la juventud supiera y si la vejez pudiera." 

UNIDAD. 



1. LA PROYECCIÓN DE UNA HERMANDAD GUERRERA

El 18 de julio de 1936, España se puso en pie con una firmeza que asombró al mundo. Pronto pudo verse, desde dentro y desde fuera, que aquello no era un motín, un pronunciamiento o una lucha folklórica de barricadas. Era una guerra en toda regla, al hipánico modo, con voluntariado ardoroso, frentes y retaguardia que se adivinaba desde el primer instante, larga en las trincheras y fértil en la bien ganada paz. A un pueblo lógico y tenaz en sus decisiones correspondía una lucha seria y definitiva para saldar añejas cuentas con los enemigos de su libertad y de su gloria.

Resurgimiento, resurrección, renacimiento, reconquista, pudo haberse llamado aquel fenómeno singular, pero el pueblo dio, clamorosamente, los nombres de Alzamiento Nacional al arranque heroico del 18 de julio y de Movimiento a la imparable marcha posterior. Movimiento en sentido aristotélico, como paso de la potencia al acto, quiere decir vida. Una vez más, la voz del pueblo, en aquel bautizo místico de la gesta, poseía los certeros ecos de la voz de Dios.

Mas cualquiera que sea el nombre de aquel amanecer de España, sin duda constituye una de las más altas ocasiones de nuestra larga existencia nacional. Dudo yo de que en la época de Isabel y Fernando, o en la guerra de la Independencia, la conmoción popular fuera más unánime, iluminada y heroica. Los protagonistas de aquel noble entusiasmo, de aquel sin igual sacrificio, no nos podemos dar una cabal idea. Los que no le conocieron nunca podrán fielmente imaginarle. Se reunieron en los frentes tres generaciones: padre, hijo y nieto. Las madres, más con rezos que con lágrimas, empujaban cariñosamente, doloridamente, a sus propios hijos a la lucha. Y "volvió el español donde solía", se hizo "pueblo cruzado". Contendieron, de un lado, el pueblo cristiano —la Iglesia— y el pueblo en armas —el voluntario encuadrado en el Ejército— y, de otro, los partidos políticos, los separatismos, la masonería y las brigadas internacionales con sus 100.000 mercenarios. Ese fue el planteamiento. Trece obispos y casi 7.000 sacerdotes encabezaron el martirio de la grey, sin una sola apostasía. Decenas de millares de voluntarios de la primera hora, boinas rojas y camisas azules marchaban a la muerte cantando, sin que se produjesen "objeciones de conciencia" francas o veladas, traducidas éstas en "tiros al aire".

Mas aquella explosión no se hubiera producido sin los necesarios fulminantes; aquella increíble movilización de gentes mozas y maduras no hubiera sido posible sin un previo período de encuadramiento político subterráneo.

¿Cuáles fueron los instrumentos capaces de derribar a un régimen tiránico instalado en la fortaleza casi inexpugnable del Poder, asentado sobre masas de consideración y auxiliado por todo el frente mundial democrático-marxista?

El secreto del triunfo estuvo en la integración de tres fuerzas convergentes y organizadas: el Ejército, el Carlismo y la Falange. No se improvisó. De sus cuarteles y centros salieron los planes de la conspiración, el ímpetu primero, la iniciativa y las riadas de voluntarios. Y éstos no hubieran llegado a cuajar sin la coincidencia sustancial de los dos idearios políticos que alimentaron la guerra y se proyectan en la paz: el Tradicionalismo y el Falangismo.

Ventilábamos una querella de siglos, de la que habían brotado mares de sangre. Durísimo recuerdo, pero necesario, porque sin efusión de sangre no hay redención posible. El Carlismo estuvo en pie de guerra desde 1833 y, sobre todo, desde aquel 17 de julio de 1835 —la página más negra de nuestra Historia, según Menéndez y Pelayo —, cuando al grito de "¡Muera Cristo!" se cometió el "pecado de sangre" de la matanza de los frailes. El Carlismo no sólo sostuvo las tres guerras civiles más conocidas, sino una ininterrumpida serie de levantamientos que duraron en los campos españoles hasta principios del siglo XX, y se continuaron en la lucha callejera hasta más acá de la revolución de octubre de 1934. Desde esta última agresión masiva del marxismo, el Requeté, que vivió siempre convencido de que no había otra solución que la guerra con frentes, ya que la guerra sin frentes era endémica, se armaba para la guerra larga y se instruía y crecía en concentraciones y "aplecs", hasta hacer exclamar al órgano comunista "Mundo Obrero", el 4 de abril de 1936: "Un serio peligro para el pueblo y para la República: los requetés carlistas son un Ejército equipado a la moderna y armado hasta los dientes". Valorización intuitiva pero incompleta, porque eran el brazo juvenil de una Comunión de más de 700.000 afiliados, al servicio de un credo católico, orgánico y social, con más contenido aún que el propio prestigio y popularidad de su milicia (pavor de Prieto ante el valor de "un requeté confesado").

Exactamente a los cien años y un mes de haber nacido el Carlismo, un decisivo día 29 de septiembre de 1833, nacía Falange otro 29 de octubre de 1933, con un credo católico y español y un estilo de sacrificio y heroísmo coincidente, con una gran capacidad de integración. Pronto, un adalid como José Antonio, de profunda atracción, visión política y realismo operante, cultivó y recogió una temprana y ágil cosecha de gente moza. Con estas dos fuerzas en línea, el liberalismo y el marxismo estaban sentenciados.

Dos banderas homologas, un mismo sentido guerrero y espiritual de la vida, idéntico cerco hostil a derecha e izquierda, un mismo estilo de vivir y de morir, un exacto desprecio al parlamentarismo y sus urnas como medios de actuación política y una total convicción de que para detener al comunismo sólo había un valladar: los pechos juveniles enardecidos por una mística contraria.

Por eso, cuando resonó en el reloj de la historia la hora de la tremenda prueba, ya en el mitin de la Comedia aparecieron mezcladas las camisas azules de la juventud falangista con las boinas rojas, que hacían guardia en el teatro de los jóvenes carlistas, mandados por el capitán Aurelio González de Gregorio, del mismo modo que se unían en los claustros universitarios la veterana AET y el nuevo SEU. Esta alianza se había de convertir en hermandad de sangre en el asfalto y luego en Somosierra y en el Alto del León, en Codo y en el Ebro y sellarse en Alicante, cuando de un modo no metafórico, sino material, corrieron juntas la sangre del propio Fundador de la Falange y la de los dos requetés de Novelda, que fueron fusilados a la vez.

Han pasado veinticinco años. La duración es la medida de la perfección. Los dos cauces políticos del 18 de julio se van compenetrando más y más. Por la unión vencimos, rotundamente, definitivamente, con una Victoria limpia e irrevocable, con el auxilio de Dios. Por la desunión perdieron los rojos. Por la fecunda unidad dentro de la variedad hemos demostrado al mundo, después de la guerra, que los españoles no somos ingobernables. Sólo habíamos sido ingobernados durante dos siglos de extranjerización y liberalismo ¡Dios, qué gran pueblo el pueblo español! ¡Cera blanda cuando un poder entrañable como el actual le da su calor y le moldea y un gran Caudillo le guía!

Larga paz son veinticinco años. Más gozosa cuando se la contrasta con el caos que nos rodea.

En la futura vida del mundo libre, en los próximos veinticinco años —cuarto creciente del Movimiento— nuestra Cruzada y nuestro Ideario tendrán valor de ejemplo y de símbolo para Europa y una vigencia tan contagiosa y universal como la que tuvo la Revolución francesa respecto a los regímenes liberales. Mayor aún, porque la verdad de España no puede compararse con la ficción de aquel burgués episodio sangriento.

De los credos falangista y carlista se han extraído los principios fundamentales del Movimiento. Lo que fue una programática de grupo selecto hoy es la dogmática de la Patria, el "idearium" español. En él se define el Movimiento como "la comunión de los españoles en los ideales del 18 de julio".

Hoy vemos todos las infinitas perspectivas que para el futuro próximo de España tiene esa hermandad de sangre y de cooperación. Démonos cuenta del destino insigne al que estamos sirviendo: el mismo al que servirá Europa cuando se cumplan plenamente las promesas. Hoy definen a España su ideal de convivencia cristiana y su aspiración al progreso material. En lo espiritual y político, unidad católica y proclamación de la soberanía social de Jesucristo; unión moral de la Iglesia y el Estado en la nación que enseñó a rezar al mundo. Libertades concretas, pero no la falsa libertad que permite la blasfemia y el separatismo. Unidad a toda costa. Grandeza por la vía de la fortaleza. Fortaleza por el cauce de la unidad dentro de la variedad. Soberanía política al servicio de la soberanía social. Sindicalismo jerárquico y cristiano. Unidad familiar.

En lo económico-social, pantanos, fábricas, nuevos horizontes técnicos, justicia social en la difícil propiedad y explotación de la tierra y movilización de las inteligencias, son actividades prometedoras en la España de hoy. En definitiva, para redondear nuestro progreso integral, efecto de la tradición, no cejaremos hasta poner el nivel de vida a la altura de nuestro ideario. En esta meta tenemos nuestra mejor tarea los hombres del 18 de julio, camisas azules, boinas rojas y soldados, para hacer viable una acción a fondo, rápida y eficiente, como manda Dios y como demanda España.



LA UNIDAD SE SELLÓ CON SANGRE EN ALICANTE

El 20 de noviembre de 1936, la hermandad ante la muerte de las dos fuerzas políticas orgánicas del Movimiento Nacional llegó a la cumbre de la elocuencia simbólica.

En la prisión de Alicante, con unidad de descarga, simultaneidad en el martirio e identidad de ideales, cayeron José Antonio Primo de Rivera, Jefe del Falangismo, y dos requetés: Luis López López, jefe del centro carlista de Novelda, obrero mecánico, y un propagandista del tradicionalismo, agente comercial, hombre de acción, Vicente Muñoz Navarro.

A la misma hora, en el mismo instante dramático de una madrugada que aún conmueve, tres ríos de sangre corrieron mezclados hasta fundirse en uno, sellando el viejo pacto. Antes y después de la guerra se hizo notoria la exacta actitud ante la vida y la hermandad ante la muerte de carlistas y falangistas.



La imaginación creadora de un poeta, Miquelarenza, había trazado un cuadro de belleza sublime que cantaba la unidad en el frente, pareja a aquella del cautiverio. ¡Cómo se grabó en la imaginación de nuestros adolescentes de hace veinticinco años! Un requeté de cuarenta años y un falangista de menos de la mitad de este tiempo se saludan cuando van a morir:

— ¿De dónde vienes?

— De Navarra. Era el mes de julio, el de las cerezas, y hasta los árboles daban requetés.

— Era el mes de julio, Castilla estaba abrasada y hasta las espigas se levantaban al cielo haciendo el signo de las cinco flechas...

— Si mueres, ¿a quién tengo que avisar?

— A José María Errandorena, Tercio de Montejurra, sesenta y cinco años, es mi padre.

— ¿Y si no está?

— A José María Errandorena, Tercio de Montejurra, quince años; es mi hijo.

Mueren los dos combatientes en el heroico empeño (reconstruyo el diálogo de memoria y lo abrevio), y el sol del amanecer sorprende a los dos cadáveres abrazados.

Esta epifanía de la unidad se basa en hechos reales y vividos, porque la imaginación humana apenas acierta a imitar y nunca a superar a la realidad misma. Y más en la historia heroica de dos fuerzas que fueron más sobrias "en contallas que en facellas".

El 28 de marzo de 1936, el alcalde rojo de Mendavia mataba a un falangista llamado Martínez de Espronceda. Veinticinco requetés, totalmente uniformados, le dieron guardia, y, arma al brazo, pasaron del cementerio a la cárcel. El 18 de julio recuperaba armas y libertad y murieron también muchos de ellos.



Hay un episodio, ya en plena contienda, el de Codo, los días 24 y 25 de agosto de 1937, que excede de toda sublimidad. Diez mil marxistas, con carros, atacaron aquel sector, guarnecido por unos 150 requetés y un puñado de camisas azules. Murieron en el empeño todos los oficiales, clases, 136 requetés y 39 falangistas. En lo más empeñado del combate cesaron de funcionar las ametralladoras, y aquellos héroes armaron las bayonetas para retrasar el avance enemigo. Entonces el sargento de requetés Estivil, gritó: "A ver, falangistas, y vosotros, a cantar el "Cara al Sol". Los rojos retrocedieron espantados ante aquellos titanes, que les esperaban cuchillo en mano, cantando. En medio de un fuego horroroso, Estivil se plantó en el parapeto y dirigió el himno, sirviéndose del fusil como batuta. Los falangistas, en un pugilato de elegante bravura, entonaron el "Oriamendi", queriendo dominar con el otro himno querido su propio himno de guerra y de amor. Un pacazo, ya más lejano ante aquel asombroso pugilato, enmudeció al heroico director de aquella sinfonía de guerra, atravesándole el cerebro. Sus labios quedaron mudos, pero con la modulación correspondiente a aquel verso que hablaba del amanecer de España, coreado por esa popular redundancia del cantar carlista: "Lucharemos todos juntos, todos juntos en unión..."

¡Cómo mandan los muertos de la guerra o del cautiverio! Los muertos no se cuentan, cuentan, y, en definitiva, viven. Y quieren que su mensaje no se acalle, que no se burle su sacrificio, que no se frustre su empeño, so capa de coexistencia o de transigencia en las ideas, sin perjuicio de la cristiana tolerancia en las personas.

En todos los meridianos, hasta en el del tridemocratismo de Gettysburg, es una ley de vida y de victoria.


¿Dejaron los yanquis de la Unión, después de la batalla de Appomatox, que los esclavistas del Sur siguiesen practicando sus doctrinas? No. Suprimieron la esclavitud y el espíritu de secesión e hicieron consigna de aquellas palabras de Lincoln sobre que los monumentos no se dedican a los muertos, sino a los vivos, a quienes corresponde

"continuar el trabajo inacabado que hicieron los combatientes y que pesa sobre nosotros, honrando a los muertos con creciente devoción a la causa por la que ellos dieron la medida de su devoción, es decir, PARA QUE ESOS MUERTOS NO MURIERAN EN VANO".

Oración de Gettysburg que inspiró a Sun Yat Sen (Autor de "Tridemocratismo". En 1905, fundó la Sociedad de la Alianza, una organización revolucionaria para acabar con la monarquía manchú e instaurar un modelo político republicano en China), con mejor fe que acierto.

Dios premia a los que dan su vida por Dios y por la Patria, porque, según San Juan, "nadie tiene mayor amor que éste de dar su vida por los semejantes". Como premia a la madre que muere por dar la vida a un nuevo ser. Premio de eternidad.

La guerra de Cruzada es una bella y difícil imitación de Cristo, dice el padre Reymond, en que se reproduce su Pasión y se le devuelve hambre y sed por hambre y sed, fatiga por fatiga, herida por herida, sangre por sangre, vida por vida.

Pero, además de la bienaventuranza personal, los muertos en el Señor transmiten su mensaje y no mueren en vano. Y su ejemplo y su mensaje perduran.

Extractos de la obra de José María Codón 1962: La Tradición en José Antonio y el Sindicalismo en Mella.