La forma y el contenido de la democracia

La forma y el contenido de la democracia
"Pero si la democracia como forma ha fracasado, es, más que nada, porque no nos ha sabido proporcionar una vida verdaderamente democrática en su contenido.No caigamos en las exageraciones extremas, que traducen su odio por la superstición sufragista, en desprecio hacia todo lo democrático. La aspiración a una vida democrática, libre y apacible será siempre el punto de mira de la ciencia política, por encima de toda moda.No prevalecerán los intentos de negar derechos individuales, ganados con siglos de sacrificio. Lo que ocurre es que la ciencia tendrá que buscar, mediante construcciones de "contenido", el resultado democrático que una "forma" no ha sabido depararle. Ya sabemos que no hay que ir por el camino equivocado;busquemos, pues, otro camino"
José Antonio Primo de Rivera 16 de enero de 1931

jueves, 23 de marzo de 2017

El Humanismo Falangista.

 

Nuestro Humanismo.


(El ex-falangista José Mª Aznar, a pesar de los grandes aciertos de su gestión, cometió una serie de errores gravísimos impropios de un falangista como son: La mano de obra barata para los empresarios a través de los inmigrantes ilegales. Ceder sin apenas condiciones ante el imperialismo de EEUU. Desobedecer a un gran Papa buscando servir a su nuevo amo metiendo a España en una guerra declarada Injusta por Juan Pablo II. Indignarse ante el terrorismo en España para luego intentar lucrarse mediante la destrucción completa de una nación a través de las posteriores obras de reconstrucción y del petróleo. 5º Suspender el servicio militar obligatorio. 6ºTraicionar a los medios de comunicación que le apoyaron favoreciendo a los pusilánimes y a los enemigos de España. Dar oxígeno a los separatistas cuando ya los tenía derrotados. 8º Continuar la privatización de las industrias nacionales. 9º Repitiendo el mayor error de Franco pone a Rajoy en lugar de volver a presentarse. 10º La suma de los anteriores trae de nuevo al poder al PSOE que hunde la economía española para más de 50 años.)

El Humanismo en José Antonio.


"José Antonio examina la crisis de la sociedad moderna y responde desde la concepción cristiana de la vida, dando soluciones válidas en todos los planos de la convivencia: ofreció los fundamentos espirituales de un nuevo humanismo; estableció las bases orgánicas de una nueva sociedad y prefiguró un orden político que salvara la dignidad humana de los extremismos que operaban antagónicamente y que continúan haciéndolo hasta nuestros días. A José Antonio interesa fundamentalmente la salvación de la personalidad humana, amenazada simultáneamente por el liberalismo, que lleva por inercia a la anarquía y a la injusticia, y por el totalitarismo, que propende a la despótico supresión de las libertades humanas".
Agustín del Río Cisneros 1975. Prólogo a las Obras Completas.

"Es preciso configurar un nuevo orden, y éste es el destino de España en nuestros días. Tenemos que afanarnos por salvar a España y al mundo entero. El orden nuevo tiene que arrancar de la propia existencia del hombre, del reconocimiento de su libertad y dignidad. "La libertad del hombre y la dignidad humana son valores eternos e intangibles. El orden nuevo ha de arrancar de la existencia del hombre como portador de valores eternos. No participamos, pues, del panteísmo estatal."
El liberalismo se burló del hombre al concederle la libertad sin una base económica, y se burló de la libertad, pues ésta no puede ser plena si al mismo tiempo no se asienta en una base económica de existencia.
Ahora bien, para que sea posible esta libertad es necesario abordar la reorganización de la economía, en bancarrota, y para esto hace falta un Estado fuerte, pero no como instrumento tiránico, sino como servidor de una gran unidad de destino patrio. No hay pueblos ni unidades libres, sino que hay unidades históricas de hombres libres, y cuando el Estado recobre esta noción de nuestro destino podremos tener autoridad hasta el punto de que la norma como el Poder sean sinónimos de acatamiento".

José Antonio.


El Humanismo del "Fascismo".


A Juan Aparicio -tan agudo observador de nuestras luchas -desde sus comienzos- le oí una vez decir
esto:

"Así como Fernando de los Ríos quería extraer el humanismo del socialismo, José Antonio quiere lo mismo respecto al fascismo. Para él el problema de la adaptación a la realidad española de la tendencia fascista -en ideas y estilo- consiste en exaltarlas humanísticamente".


Exacto. Por su formación espiritual, por su extrema generosidad, José Antonio tenía que entender de esa manera nuestras doctrinas (de las JONS iniciales). El fondo cristiano y católico de su espíritu y de su cultura le llevaban a ello.

(El resultado de potenciar el humanismo del fascismo teórico inicial no es un "fascismo diferente" sino algo "diferente al fascismo").

En lo íntimo de su ser latían condescendencias liberales, humanas. 
Del proceso psicológico que le llevó a nuestras filas nacionalsindicalistas podría hacerse un estudio interesante. Desde luego la causa esencial de tal evolución fué su amor apasionado por España, paralelo a su interés por los desheredados. Fué esa pasión por la Patria entendida siempre de una manera exigente e intelectualísima lo que pudo "bloquearle en nuestras líneas", como habría gustado de decir Ledesma.

Seguid la línea constante de sus artículos y discursos. Se comprueba ante todo que, a lo largo de cuatro años de batallar incesante, la personalidad de José Antonio había logrado la plena madurez para ser jefe.

En todas las dimensiones exigibles a un capitán, su alma se había profundizado y mejorado. 
Y también es fácil constatar que, partiendo de supuestos cercanos a una concepción liberal del mundo, llegó a entender España y sus apremiantes urgencias como el más ortodoxo e implacable de los nacionalsindicalistas de la hora primera. Decir esto no menoscaba, sino todo lo contrario, la estimación intelectual y política de su gran figura.

Si José Antonio tenía una fe inmarcesible en los destinos de nuestra dogmática, de nuestra ideología, era por considerarlas más capaces que ninguna otra extranjera de encarnar el humanismo requerido por los tiempos nuevos, conciliándolo con la existencia y la justificación de un Estado "totalitario" (en sentido Joseantoniano), instrumento ejecutor de las misiones más genuinamente hispánicas. 
Su humanismo arrancaba de lo humano, del individuo. Véanse sobre esto diversos pasajes de su obra. Y, en definitiva, consideraba al hombre como el fin y el objeto de toda política.

También su dialéctica está matizada de esa propensión liberal -usemos el término de la manera más inteligente posible- y humanística. José Antonio es el pensador y el polemista de los "porqués" y de los "asís". Releed sus frases más profundas, sus imágenes más aladas. Todas tienden a sentar una afirmación demostrativa. Más que saetas destinadas a vencer al adversario, son argumentos para convencer.

José Antonio creía aptos a todos los españoles de su tiempo para salvarse como entes políticos en una tarea común de exaltación española. Intuitivamente comprenden esto nuestras masas, cuando echan muy de menos su presencia.

Pocos casos en la Historia del jefe de un grupo minoritario obligado a la lucha cruenta e implacable a quien no cercara jamás el odio. Podía odiársele por lo que significaba o representaba; por sí mismo, no. Y esta justipreciación popular de su figura señera arrancó de diversas raíces misteriosas que el César expande en su tiempo y en sus proximidades; pero también de que José Antonio jamás abandonó el propósito liberal de "convencer", lo que ya representaba una valoración de sus adversarios. También San Pablo decía que era bueno que hubiera herejes. El espíritu de José Antonio era pauliniano en esto y en el ardor y ansia de perfección que lo consumían. 
Francisco Bravo: José Antonio: El hombre, el jefe, el camarada. 

Como se desprende de las memorias de Francisco Bravo el "Liberalismo" en el pensamiento Joseantoniano es una actitud de respeto a la libertad individual del prójimo, teniendo poco que ver con la ideología política liberal propiamente dicha ni con su consecuencia económica capitalista.


Humildad ante Dios.


La Revolución española ha entendido que la formación del hombre no es sólo una formación espiritual ni solo una formación técnica.

Frente a la concepción clásica del humanismo, nosotros alzamos nuestra propia concepción, que puede reputarse de atrevida, pero que en el fondo es una humilde concepción que parte del reconocimiento del destino trascendente de la criatura humana. 

Nuestro humanismo no es el humanismo nórdico montado sobre la soberbia del saber humano, de culto a la inteligencia, de la adquisición de conocimientos y del hurgar como simios en los secretos inescrutables de Dios;  

no es tampoco el humanismo esteticista, paradójico, pícaro, juguetón y hábil de la cultura renacentista

ni es el humanismo que conduce al «robbot», que es la última fórmula del «homo faber» y en la que ha estado a punto de caer el mundo occidental, fascinado por la sirena de Oriente. 

Nosotros entendemos el humanismo como una práctica constante de la humildad, como una plegaria constante al Cielo para que gobierne nuestros pasos por la tierra camino de la Patria. Hacia esa Patria queremos cruzar las patrias terrenales cantando y no gimiendo, bendiciendo y no maldiciendo, amando y no aborreciendo. 

Entendemos la actividad y el progreso como la entendieron nuestros santos y nuestros caudillos: dentro de una inmensa caridad y dentro de una inmensa humildad. Toda la altivez del español ante lo adverso o lo difícil se hace humildad, humildad profunda y total, ante Dios. 

Santa Teresa de Jesús y San Ignacio de Loyola, combatientes tenaces, aguerridos, heroicos hasta lo indecible, sin miedo a los grandes de la tierra, son más grandes en su pura y absoluta humildad en la soledad de su celda o de su cueva o en la intimidad de un coloquio con sus novicios que cuando aparecen armados de la espada flamígera para fustigar, luchar y, al cabo, vencer a los hombres. 

Vencidos por Dios, de hinojos, seguros de su insignificancia, crecen hasta alturas celestes y se ofrecen a los hombres como un complejo de inigualable grandeza. Nuestro humanismo es de esta clase. 

Queremos saber que no sabemos nada para saber cada día algo y de este modo avanzar llenos de humildad, pero llenos de ambición, por el camino del progreso y de la paz social. 

De esta manera, el Estado Nuevo en España interpreta el destino del hombre conforme a la doctrina cristiana y a la doctrina política que informó el Alzamiento

El hombre portador de valores eternos

feliz expresión que jamás caerá en desuso y que expresa como ninguna otra que los bienes materiales, la adquisición del bienestar, no son un fin en sí mismos, sino una baliza para encaminarse hacia el fin para que todos hemos sido creados. 

Esa carga de valores eternos se hace más ligera, más alegre, cuando la soporta, con nuestro sér físico, nuestro sér intelectual ennoblecido por el conocimiento fascinante del mundo en torno mediante una cultura. Los trabajadores españoles han entendido esto con entusiasmo y es necesario recomendarles calma para su natural impaciencia. 

De pronto han visto un rayo de luz, han comprendido que con el dinero de las clases poderosas se ha comprado la verdadera arma de dominio; esto es, la cultura, y, cuando se encuentran en posesión de un tesoro financiero colectivo de la importancia del de los Montepíos, se apresuran a armarse para un estilo nuevo de combate, al final del cual ellos entrevén la paz definitiva y justa. 

En estos momentos, cuatro grandes Centros de Cultura Laboral, mezcla de Escuela de Preparación Profesional y de Universidad para obreros, están en preparación. En esos Centros, que han sido llamados Universidades laborales, se atenderá a la formación de todo el hombre considerado en su totalidad como tal portador de valores eternos. 

Porque sería un cinismo y sería incurrir en los mismos vicios que queremos corregir el atender solamente a la formación intelectual o a la formación técnica o solamente a la formación moral. 

Entendemos por Universidad la Universalidad

La universalidad del hombre: he ahí el sujeto de las Universidades laborales españolas. El hombre universal, no el hombre de esta o de otra manera. Jamás nos ha parecido más ridículo un gran filósofo como cuando toma bajo su escalpelo a la criatura humana y empieza a clasificarla y a adjetivarla, cuando el hombre es todo sustantivo, es todo sér, y no tiene otra definición que aquella definición eterna y sin discusión de que es un trozo de arcilla modelado a imagen y semejanza de la cosa más universal, de la universalidad en sí misma: de Dios. 

Excusad, señores Congresistas, si empujado por el soplo militante de la Revolución española me he desviado del estilo propio de esta clase de discursos y me he dejado llevar de mi condición de político. He querido fijar que cuando nosotros hablamos del progreso, del aumento de la producción y de la productividad de los tesoros materiales no miramos por el agujero de la cerradura de una estadística, sino que contemplamos el horizonte completo en que  

el hombre, criatura lanzada por Dios al trabajo, sí, al sufrimiento, sí, pero también a la gloria y a la Patria universal, se mueve y anda. 

Excusad de nuevo y prosigamos nuestro examen de los principios sobre los que la Revolución española está asentada en materia social. Veamos ahora, siguiendo nuestro programa, cómo entendemos la incorporación de los trabajadores a la rectoría de todos los Servicios Sociales del país. 

José Antonio Girón de Velasco: Discurso de Apertura del I Congreso Iberoamericano de Seguridad Social. 23 Mayo de 1951.


Humanismo, Estoicismo y Trascendentalismo.


Empieza Ganivet su idearium Español sentando la tesis de que:

"Cuando se examina la constitución ideal de España, el elemento moral y, en cierto modo, religioso más profundo que en ella se descubre, como sirviéndole de cimiento, es el estoicismo; no el estoicismo vital y heroico de Catón, ni el estoicismo sereno y majestuoso de Marco Aurelio, ni el estoicismo rígido y extremado de Epicteto, sino el estoicismo natural y humano de Séneca".

Séneca no es español, hijo de España por azar: es español por esencia; y no andaluz, porque cuando nació aún no habían venido a España los vándalos; que a nacer más tarde, en la Edad Media quizás, no naciera en Andalucía, sino en Castilla. Toda la doctrina de Séneca se condensa en esta enseñanza:

"No te dejes vencer por nada extraño a tu espíritu; piensa en medio de los accidentes de la vida, que tienes dentro de ti una fuerza madre, algo fuerte e indestructible, como un eje diamantino, alrededor del cual giran los hechos mezquinos que forman la trama del diario vivir; y sean cuales fueran los sucesos que sobre ti caigan, sean de los que llamamos prósperos, o de los que llamamos adversos, o de los que parecen envilecernos con su contacto, mantente de tal modo firme y erguido, que al menos se pueda decir siempre de ti que eres un hombre."

Estas palabras son merecedoras de reflexión y análisis, y no lo serían si no dijeran de nuestro espíritu algo importante, que la intuición de nosotros mismos y los ejemplos de la Historia nos aseguran ser certísimo. Y lo que en ellas hay de cierto e importante, es que, en efecto, cuando cae sobre los españoles un suceso adverso, como perder una guerra, por ejemplo, no adoptamos aptitudes exageradas, como la de suponer que la justicia del Universo se ha violado, porque la suerte de las batallas nos halla sido contraria o que toda la civilización se encuentra en decadencia, porque se hallan frustrado nuestros planes, sino que nos conducimos de tal modo que "siempre se puede decir de nosotros que somos hombres", porque ni nos abate la desgracia, ni perdemos nunca, como pueblo, el sentido de nuestro valor relativo en la totalidad de los pueblos del mundo.

Por esta condición o por este hábito, ha podido decir de nosotros Gabriela Mistral, en memorable poesía, que somos buenos perdedores. Ni juramos odio eterno al vencedor, ni nos humillamos ante su éxito, al punto de considerarle como de madera superior a la nuestra.

Argentina es la tesis de que: "La victoria no concede derechos", pero su abolengo es netamente hispánico, porque nosotros no creemos que los pueblos o los hombres sean mejores por haber vencido.

Y no es que menospreciemos el valor de la victoria y la equiparemos a la derrota. La victoria nos parece buena, pero creemos que el vencedor no la debe a intrínseca superioridad sobre el vencido, sino a estar mejor preparado o a que las circunstancias le han sido favorables. Y en torno de esta distinción, que me parece fundamental, ha de elaborarse el ideal hispánico.

Lo que no hacemos los españoles, y en esto se engañaba Ganivet, es suponer que tenemos "dentro de nosotros una fuerza madre, algo fuerte e indestructible, como en eje diamantino". Esto lo creyeron los estoicos, pero el estoicismo o sentimiento del propio respeto es persuasión aristocrática que abrigaron algunos hombres superiores, pero tan convencidos de su propia excelencia que no lo creían asequible al común de los mortales, y aunque en España se hallan producido y se sigan produciendo hombres de este tipo, su sentimiento no se ha podido difundir, ni la nación ha parafraseado a San Agustín, para decirse como Ganivet: "Noli foras ire: in interiori Hispaniae habitat veritas".

Esto no lo hemos creído nunca los hispanos -y esta palabra la uso en su más amplio sentido- y espero que jamás lo creeremos, porque nuestra tradición nos hace incapaces de suponer que la verdad habite exclusivamente en el interior de España o en el de ningún otro pueblo.

Lo que hemos creído y creemos es que la verdad no puede pertenecer a nadie, en clase de propiedad intransferible. Por la creencia de que no es ningún monopolio geográfico o racial y de que todos los hombres pueden alcanzarla, por ser trascendental, universal y eterna, hemos peleado los españoles en los mejores momentos de nuestra historia. Lo que ha sentido siempre nuestro pueblo, en las horas de fe y en las de escepticismo, es su igualdad esencial con todos los otros pueblos de la tierra.

El estoico se ve a si mismo como la roca impávida en que se estrellan, olas del mar, las circunstancias y las pasiones. Esta imagen es atractiva para los españoles, porque la piedra es símbolo de perseverancia y de firmeza, y estas son las virtudes que el pueblo español ha tenido que desplegar para las grandes obras de su historia: la Reconquista, la Contrarreforma y la civilización de América; y también porque los españoles deseamos para nuestras obras y para nuestra vida la firmeza y perseverancia de la roca, pero cuando nos preguntamos: ¿qué es la vida? o, si me perdona el pleonasmo: ¿cuál es la esencia de la vida?, lejos de hallar dentro de nosotros un eje diamantino, nos decimos, con Manrique: "Nuestras vidas son los ríos -que van a dar en la mar", o con el autor de la Epístola Moral: "¿qué más que el heno, -a la mañana verde, seco a la tarde?". No hay en la lírica española pensamiento tan repetidamente expresado, ni con tanta belleza, como éste de la insustancialidad de la vida y de sus triunfos.

Campoamor la dirá, con su humorismo: "Humo las glorias de la vida son".

Esproceda, con su ímpetu: "Pasad, pasad en óptica ilusoria...Nacaradas imágenes de gloria, -Coronas de oro y de laurel, pasad".

Y todos nuestros grandes líricos verán en la vida, como Mira de Mescua:

"Breve bien, fácil viento, leve espuma".

El humanismo español.


Y, sin embargo, no se engañaba Ganivet al afirmar que la constitución ideal de España, tal como en la historia se revela, hay una fuerza madre, un eje diamantino, algo poderoso, si no indestructible, que imprime carácter a todo español. En vano nos diremos que la vida es sueño. En labios españoles significa esta frase lo contrario de lo que significaría en los de un oriental. Al decirla, cierra los ojos el budista a la vida circundante, para sentarse en cuclillas y consolarse de la opresión de los deseos con el sueño del Nirvana. El español, por el contrario desearía que la vida tuviera la eternidad que en estos siglos se solía atribuir a la materia.

Y hasta cuando dice, con Calderón:

¿Que es la vida? Un frenesí.
¿Que es la vida? Una ilusión,
Una sombra, una ficción,
Que el mayor bien es pequeño
Y toda la vida es sueño,
Y los sueños, sueños son...

no está haciendo teorías ni definiendo la esencia de la vida, sino condoliéndose desesperadamente de que la vida y sus glorias no sean fuertes y perennes, lo mismo que una roca. Y en este anhelo inagotable de eternidad y de poder, hemos de encontrar una de las categorías de esa fuerza madre de que nos habla Ganivet, pero no como un tesoro, que guardáramos avaramente dentro de nuestras arcas, sino como un imán que desde fuera nos atrae.

Los españoles nos dolemos de que las cosas que más queremos: las amistades, los amores, las honras y los placeres, sean pasajeras e insustanciales.

Las rosas se marchitan: la roca, en cambio, que es perenne, sólo nos ofrece su dureza e insensibilidad. La vida se nos presenta en un dilema insoportable: lo que vale no dura; lo que no vale se eterniza. Encerrados en esta alternativa, como Segismundo en su prisión, buscamos una eternidad que nos sea propicia, una roca amorosa, un "eje diamantino".

En los grandes momentos de nuestra historia nos lanzamos a realizar el bien en la tierra, buscando la realidad perenne en la verdad y en la virtud. Otras veces, cuando a los períodos épicos siguen los de cansancio, nos recogemos en nuestra fe, y, como Segismundo, nos decimos:

Acudamos a lo eterno
que es la fama vividora,
donde ni duermen las dichas
ni las grandezas reposan.

Pero no siempre logramos mantener nuestra creencia de que son eternos la verdad y el bien, porque no somos ángeles. A veces, el ímpetu de nuestras pasiones o la melancolía que nos inspira la transitoriedad de nuestros bienes, nos hace negar que haya otra eternidad, si acaso, que la de la materia. Y entonces, como en un último reducto, nos refugiamos en lo que podrá llamarse algún día, "el humanismo español", y que sentimos igualmente cuando los sucesos nos son prósperos, que en la adversidad.

Este humanismo es una fe profunda en la igualdad esencial de los hombres, en medio de las diferencias de valor de las distintas posiciones que ocupan y de las obras que hacen, y lo característico de los españoles es que afirmamos esa igualdad esencial de los hombres en las circunstancias más adecuadas para mantener su desigualdad y que ello lo hacemos sin negar el valor de su diferencia, y aún al tiempo mismo de reconocerlo y ponderarlo.

A los ojos del español, todo hombre, sea cualquiera su posición social, su saber, su carácter, su nación o su raza, es siempre un hombre; por bajo que se muestre el Rey de la Creación; por alto que se halle una criatura pecadora y débil. No hay pecador que no pueda redimirse, ni justo que no este al borde del abismo.

Si hay en el alma española un "eje diamantino" es por la capacidad que tiene, y de que nos damos plena cuenta, de convertirse y dar la vuelta, como Raimundo Lulio o Don Juan de Mañara.

Pero el español se santigua espantado cuando otro hombre proclama su superioridad o la de su nación, porque sabe instintivamente que los pecados máximos son los que comete el engreído, que se cree incapaz de pecado y de error.

Este humanismo español es de origen religioso. 

Es la doctrina del hombre que enseña la Iglesia Católica. Pero ha penetrado tan profundamente en las conciencias españolas que la aceptan, con ligeras variantes, hasta las menos religiosas.

No hay nación más reacia que la nuestra a admitir la superioridad de unos pueblos sobre los otros o de unas clases sociales sobre otras.

Todo español cree que lo que hace otro hombre lo puede hacer él.  

Ramón y Cajal se sintió molesto, de estudiante, al ver que no había nombres españoles en los textos de medicina. Y, sin encomendarse a Dios ni al diablo, se agarró a un microscopio y no lo soltó de la mano hasta que los textos tuvieron que contarle entre los grandes investigadores.

Y el caso de Cajal es representativo, porque en el momento mismo de la humillación y la derrota, cuando los estadistas extranjeros contaban a España entre las naciones moribundas, los españoles se proclamaron unos a otros el Evangelio de la regeneración. En vez de parafrasear a San Agustín y decirse que la verdad habita en el interior de España, se fueron por los países extranjeros para averiguar en qué consiste su superioridad, y ya no cabe duda, de que el convencimiento de que podemos hacer lo que otros pueblos, no tendrá que regenerar, ya que la admiración incondicional, abyecta, de todo lo extranjero no sobrevivirá al fracaso, ya casi evidente, de cuantos principios religiosos, morales y políticos, contrarios ha nuestra tradición, ha tremolado el mundo en estos siglos.

Esto lo venían haciendo los españoles, sin que les estimulara, por el momento, gran exaltación de religiosidad, y al solo propósito de mostrarse a sí mismos que pueden hacer lo que otros hombres. Pero al profundizar en la historia y preguntarse por el secreto de la grandeza de otros pueblos, tienen que interrogarse también acerca de las causas de su propia grandeza pasada, y como en todos los países los tiempos de auge son los de fe, y de decadencia los de escepticismo, ha de hacérseles evidente que la hora de su pujanza máxima fue también la de su máxima religiosidad.

Y lo curioso es que en aquella hora de la suprema religiosidad y el poder máximo, los españoles no se halagaban a sí mismos con la idea de estar más cerca de Dios que los demás hombres, sino que, al contrario, se echaban sobre sí el encargo de llevar a otros pueblos el mensaje de que Dios los llama y de que a todos los hombres se dirigen las palabras solemnes:

"Ecce sto ostium et pulso; si quis...aperuit mihi januam intrabo at illum..." (Estoy en el umbral y llamo; si alguien me abriese la puerta, entraré),

 por lo que, también, la religión nos vuelve al peculiarísimo humanismo de los españoles.

 

El humanismo moderno.


Este sentido nuestro del hombre se parece muy poco a lo que se llama humanismo en la historia moderna, y que se originó en los tiempos del Renacimiento, cuando, al descubrirse los manuscritos griegos, encontraron los eruditos en las "Vidas Paralelas", de Plutarco, unos tipos de hombre que les parecieron más dignos de servir de modelo a los demás que los santos del "Año Cristiano".

Como así se humanizaba el ideal, el humanismo significó esencialmente la resurrección del criterio de Protágoras, según el cual el hombre es la medida de todas las cosas.

Bueno es lo que al hombre le parece bueno; verdadero, lo que cree verdadero. Bueno es lo que nos gusta; verdadero, lo que nos satisface plenamente. La verdad y el bien abandonan su condición de esencias trascendentales para trocarse en relatividades. Sólo existen con relación al hombre.


Humanismo y relativismo son palabras sinónimas.


Pero si lo bueno sólo es bueno porque nos gusta, si la verdad sólo es verdadera porque nos satisface, ¿qué cosas son el bien y la verdad?

Una de dos: reflejos y expresiones de la verdad y el bien del hombre o sombras sin sustancia, palabras y ruidos sin sentido, como decían los nominalistas que son los conceptos universales.

Ya en la Edad Media se discutía si lo bueno es bueno por que lo manda Dios o si Dios lo manda porque es bueno.

La idea de Protágoras, de terciar en la disputa, sería probablemente que lo bueno es propiedad de ciertos hombres, y no de otros. En estos siglos últimos, este género de humanismo sugiere a algunas gentes, y hasta pueblos enteros, o por lo menos, a sus clases directivas, la creencia en que lo que ellas hacen tiene que ser bueno, por hacerlo ellas.

El orgullo suele ser eso: lanzarse magníficamente a cometer lo que las demás gentes creen que es malo, con la convicción sublime de que tiene que ser bueno, porque se desea con sinceridad.

Y como con todo ello no se suprimen los malos instintos, ni las malas pasiones, el resultado inevitable de olvidarnos de la debilidad y falibilidad humanas tiene que ser imaginarse que son buenos los malos instintos y las malas pasiones, con los que no tan sólo nos dejaremos llevar por ellos, sino que los presentaremos como buenos.

El que crea que lo bueno no es bueno, sino por que lo hace el hombre superior, no sólo acabará por hacer lo malo creyéndolo bueno, sino que predicará lo malo. No sólo hará la bestia, creyendo hacer el ángel, sino que tratará de persuadir a los demás de que la bestia es el ángel.

La otra alternativa es concluir con lo bueno y con lo malo, suponiendo que no son sino palabras con que sublimamos nuestras preferencias y nuestras repugnancias. No hay verdad ni mentira, porque cada impresión es verdadera, y más allá de la impresión no hay nada. No hay bien ni mal. La moral es sólo un arma en la lucha de clases. Lo bueno para el burgués es malo para el obrero, y viceversa.


Nada es absoluto, todo es relativo. 


Esto es todavía humanismo, porque el hombre sigue siendo la medida de todas las cosas.

Pero no hay ya medidas superiores, porque desaparecen los valores, y el hombre mismo, al reducir el bien y la verdad a la categoría de apetitos, parece como que se degrada y cae en la bestia, con lo que apenas es ya posible hablar de humanismo.

Ni este bajo humanismo materialista, ni el otro del orgullo y de las supuestas superioridades "a priori", han penetrado nunca profundamente en el pueblo español. Los españoles no han creído nunca que el hombre es la medida de las cosas. Han creído siempre, y siguen creyendo, que el martirio por la justicia es bueno, aun en el caso de sentirse incapaces de sufrirlo.

Nunca han pensado que la verdad se reduzca a la impresión. Al contemplar la fachada de una casa saben que otras gentes pueden estar mirando el patio y les es fácil corregir su perspectiva con un concepto, cuya verdad no depende de la coherencia de su pensamiento consigo mismo, sino de su correspondencia con la realidad de la casa.

Lo bueno es bueno y lo verdadero, verdadero, con independencia del parecer individual. 

El español cree en valores absolutos o deja de creer totalmente.

Para nosotros se ha hecho el dilema de Dostoievski: o el valor absoluto o la nada absoluta.

Cuando dejamos de creer en la verdad, tendemos la capa en el suelo y nos hartamos de dormir. Pero aún entonces guardamos en el pecho la convicción de que la verdad existe y de que los hombres son, en potencia, iguales. Habremos dejado de creer en nosotros mismos, pero no en la verdad, ni en los otros hombres.

El relativismo de Sancho se refiere a una aristocracia. 

Es posible que no haya habido nunca caballeros andantes, tal como se los imaginaba su señor Don Quijote. Pero en el bien y en la verdad no ha dejado de creer nunca el gobernador de Barataria.

El Humanismo del Orgullo.


Estos conceptos del hombre no son puras ideas, sino descripciones de los grandes movimientos que actúan en el mundo y se disputan en el día de hoy su señorío.

De una parte se nos aparecen grandes pueblos enteros, hasta enteras razas humanas, animadas por la convicción de que son mejores que las otras razas y que los otros pueblos, y que se confirman en esta idea de superioridad, con la de sus recursos y medios de acción. Este credo de superioridad, de otra parte, puede contribuir a producirla.

Hasta los musulmanes, actualmente abatidos, tuvieron su momento de esplendor, debido a esa misma persuasión. El día en que los árabes se creyeron el pueblo de Dios, conquistaron en dos generaciones un imperio más grande que el de Roma.

No cabe duda de que la confianza en la propia excelencia es uno de los secretos del éxito, por lo menos, en las primeras etapas del camino.

En algunos pueblos modernos encontramos esa misma fe, pero expresada en distinto vocabulario. Recientemente definía Mr. Hoover el credo de su país como la convicción de que siguiendo éste los dictados de su corazón y de su conciencia avanzaría indefectiblemente por la senda del progreso. 

Es postulado del liberalismo, que si cada hombre obedece solamente sus propios mandatos desarrollará sus facultades hasta el máximo de sus posibilidades. Todos los pueblos de Occidente han procurado, en estos siglos, ajustar sus instituciones políticas a esta máxima que, por lo mucho que se ha difundido, parece universal.

Se funda en la confianza romántica del hombre en sí mismo y en la desconfianza de todos los credos, salvo el propio. Supone que los credos van y vienen, que las ideas se ponen y se quitan como las prendas de vestir, pero que el hombre cuando se sale con la suya, progresa.

¿Todos los hombres?

Aquí está el problema. La Historia muestra también que esta libertad individualista no sienta a todos los pueblos de la misma manera. Hay, por lo visto, pueblos libres, pueblos semilibres y pueblos esclavos. Y así ha ocurrido que la bandera individualista, universal en sus comienzos, ha acabado por convertirse en la divisa de los pueblos que se creen superiores.

Aun dentro del territorio de un mismo pueblo, el individualismo no quiere para todos los hombres sino la igualdad de oportunidades. Ya sabe por adelantado que unos las aprovechan y mejoran de posición. Estos son los buenos, los selectos, los predestinados; otros, en cambio, las desaprovechan y bajan de nivel; y éstos son los malos, los rechazados, los condenados a la perdición.

Es claro que no ha existido nunca una sociedad estrictamente individualista, porque los padres de familia no han podido creer en el postulado de que los hombres sólo progresan cuando se les deja en libertad. No hay un padre de familia con sentido común que deje hacer a sus hijos lo que les dé la gana.

También los gobiernos y las sociedades hacen lo que los padres, en mayor o menor grado.

Pero en la medida en que permiten que cada individuo siga sus inclinaciones, aparece en los pueblos el fondo irredento, casi irredimible, de los degenerados e incapaces de trabajo. La civilización individualista tiene que alzarse sobre un légamo de "boicoteados", de caídos y de exhombres.

Pero tampoco puede tener carácter universalista en el sentido de internacional.

Como cree que los pueblos se dividen en libres, semilibres y esclavos, para que los últimos no pongan en peligro las instituciones de los primeros, les cierran la puerta con leyes de inmigración, que excluyen a sus hijos del territorio que habitan los hombres superiores. De esa manera se "congelan" naciones enteras, que no permiten que les entren las corrientes emigratorias de las razas y países que juzgan inferiores. Y con esa congelación provocan el resentimiento de los pueblos excluidos (se refiere a los flujos normales de inmigración de aquella época y no a la actual avalancha de ilegales).

Menos mal si este humanismo garantizara el éxito de algunos países, aunque fuese a expensas de los otros. Pero, tampoco. La creencia en la propia superioridad, siempre peligrosa y esencialmente falsa, es útil en aquellos primeros estadios de la vida de un pueblo, cuando esta superioridad se refiere a un bien trascendental, de que el orgulloso se proclama mensajero u obrero.

Pero en cuanto se deja de ser "ministro" de un bien trascendental, para erigirse en árbitro del bien y del mal, se cumple la sentencia pascalina de hacer la bestia por que se quiere hacer el ángel, y viene la Némesis inexorable, la caída de Satán, la derrota del orgulloso, en su conflicto con el Universo, que no puede soportar su tiranía. 

Y entonces el desmoronamiento es rápido, porque cuando el pueblo derrotado profesa el otro humanismo, el hispánico nuestro, la derrota no significa sino la falta de preparación en algún aspecto.

En cambio, el humanismo del orgullo, el de la creencia en la propia superioridad, fundada en el éxito, con el éxito lo pierde todo, porque el resorte de su fuerza consistía precisamente en la confianza de que con sólo seguir la voz de su conciencia o de su instinto se mantendría en el camino del progreso.

El humanismo materialista.


Hay también un humanismo que suprime todas las esencias que venían considerándose superiores al hombre, como el bien y la verdad, por no ver en ellas sino palabras huecas, aunque no inofensivas, porque son, según piensa, los pretextos que han servido para justificar el ascendiente de unas clases sociales sobre otras.

Frente a las jerarquías tradicionales proclama este humanismo la divisa revolucionaria: borrón y cuenta nueva.

Se propone establecer la igualdad de los hombres en la tierra, en lo que se parece al humanismo español, pero con una diferencia.

Los españoles quisiéramos, dentro de lo posible y conveniente, la igualdad de los hombres, porque creemos en la igualdad esencial de las almas.

Estos humanistas, al contrario, postulan la igualdad esencial de los cuerpos.

Puesto que rige una misma fisiología para todos los hombres, puesto que todos se nutren, crecen, se reproducen y mueren, ¿por qué no crear una sociedad en que las diferencias sociales sean suprimidas inexorablemente, en que se trate a todos los hombres de la misma manera, todo sea de todos, trabajen todos para todos y cada uno reciba su ración de la comunidad?

Ahora sabemos, con el saber positivo de la experiencia histórica, que ese sueño comunista no ha podido realizarse.

La desigualdad es esencial en la vida del hombre: no hay más rasero nivelador que el de la muerte.

El hombre no es un borrego, cuya alma pueda suprimirse para que viva contento con el rebaño. El campesino no se contenta con poseer y trabajar la tierra en común con los otros campesinos, sino que se aferra a su ideal antiguo de poseerla en una parcela que le pertenezca.

Tampoco el obrero de la ciudad se presta gustoso a trabajar con interés en talleres nacionales, donde no se pague su labor en proporción a lo que valga, ni aunque se declare el trabajo obligatorio y se introduzcan las bayonetas en las fábricas para restablecer la disciplina.

Al cabo de las experiencias infructuosas el fundador del comunismo exclamó un día:  

" ¡Basta de socialistas! ¡Vengan especialistas!" (se refiere a la última etapa de Lenin, cuando éste dió por fracasado el sistema comunista y buscó la ayuda alemana. Más tarde todos los leninistas fueron purgados por Stalin),

y entonces se produjo el espectáculo de que un gobierno comunista, que abolió el capitalismo como enemigo del género humano, ofreciese las riquezas de su patria a los capitalistas extranjeros, como únicos capaces de explotarlas, y que estos capitalistas, salvo excepciones vergonzosas, rechazaran la oferta, porque un gobierno que había abolido la propiedad privada no podía brindar a otros propietarios las garantías necesarias.

Y así ese gobierno tendrá que ser una sombra que viva de las riquezas creadas en el pasado, bajo un régimen de propiedad individual, y de las que continúe creando o conservando el espíritu de propiedad de los campesinos, que la experiencia comunista no se habrá atrevido a desafiar, u organizando la producción en un Estado servil, a base de capitalismo de Estado y de trabajo obligatorio, que es un retorno al despotismo y a la esclavitud, como ya lo había profetizado Hilario Belloc, en 1912, al publicar El Estado Servil bajo el apotegma de que:

"Si no restauramos la Institución de la Propiedad tendremos que restaurar la Institución de la esclavitud: no hay un tercer camino". 

La razón del fracaso comunista es obvia.

La economía no es una actividad animal o fisiológica, sino espiritual. El hombre no se dedica a hacer dinero para comer cinco comidas diarias, porque sabe que no podría digerirlas, sino para alcanzar el reconocimiento y la estimación de sus conciudadanos.

La economía es un valor espiritual, y en un régimen donde todas las actividades del espíritu están menospreciadas, decae fatalmente, hasta extinguirse, el bienestar del pueblo.

Cuentan los viajeros veraces que en Rusia no se ríe.

La razón de ello es clara. En una sociedad donde se quiera suprimir el alma humana es imposible que se ría mucho. Inevitablemente se rebelará el alma contra el régimen que quiera suprimirla; el alma antes que el cuerpo, por mucha hambre y frío y ejecuciones capitales que la carne padezca.

Cuando no puedan sublevarse, las almas se reunirán para rezar.

El amor de los jóvenes no se dejará tampoco reducir a pura fisiología, sino que pedirá versos y flores e ilusión. Lo que las bocas digan primero a los oídos, lo proclamarán a grito herido en cuanto puedan.

Y entonces se considerará este intento de suprimir el alma como lo que es en realidad: una segunda caída de Adán, una caída en la animalidad, y no es la ciencia del bien y del mal.

La humanidad entera, por lo menos, lo mejor de la humanidad, se avergonzará del triste episodio, como reconociendo que todos habremos tenido alguna culpa en su posibilidad. Lo peor es que no se trata meramente de agua pasada que no mueve molino.

Todavía hay muchas gentes que no quieren creer que pueda fracasar una organización social estatuída sobre la base de una negociación niveladora de las diferencias de valor.

Durante más de un siglo se ha soñado en el mundo que el socialismo mejoraría la condición de los trabajadores. No la mejora, pero hay muchos cientos de miles de almas que no querrán verlo, hasta que no hayan sustituido por algún otro su frustrado sueño.

De otra parte, aunque la condición de los desposeídos no haya mejorado, no todo ha sido en vano, porque, los antiguos rencores se han saciado, la tortilla se ha vuelto y los que estaban abajo están encima.

Todos los hombres desean mejorar de condición, ganar más dinero y disfrutar de más comodidades.

Esta ambición es síntoma de lo que hay en el hombre de divino, que sólo con el infinito se contenta. 

Pero hay también muchos que se preocupan, sobre todo, de mejorar su situación relativa. Más que estar bien o mal, lo que les importa es encontrarse mejor que el vecino. Si éste se halla ciego, no tienen pesar en verse tuertos.

Este aspecto de la naturaleza humana es el que incita a las revoluciones niveladoras.

Pensad en el agitador que pasa de la cárcel o de la emigración a ser dueño de vidas y haciendas. ¿Qué le importan las privaciones ocasionales y la miseria del país, si su voluntad es ley y los antiguos burgueses y aristócratas tienen que hacer lo que les mande?

Nuestro humanismo en las constumbre.


Entre estos dos sentidos del hombre: el exclusivista del orgullo y el fisiológico de la nivelación, el español tiende su vía media.

No iguala a los buenos y a los malos, a los superiores y a los inferiores, porque le parecen indiscutibles las diferencias de valor de sus actos, pero tampoco puede creer que Dios ha dividido a los hombres de toda eternidad, desde antes de la creación, en electos y réprobos. Esto es la herejía, la secta: la división o seccionamiento del género humano.

El sentido español del humanismo lo formuló Don Quijote cuando dijo: "Repara, hermano Sancho, que nadie es más que otro sino hace más que otro". Es un dicho que viene del lenguaje popular. En gallego reza: "Un home non e mais que outro, si non fai mais que outro".

Los catalanes expresan lo mismo con su proverbio: "Les obres fan els mestres".

Estos dichos no son de borrón y cuenta nueva. Dan por descontado que unos hombres hacen más que otros, que unos se encuentran en posición de hacer más que otros y que hay obras maestras y otras que no lo son; hay ríos caudales y chicos; hay Infantes de Aragón y pecheros; y así se acepta la desigualdad en las posiciones sociales y en los actos, que es aceptar el mundo y la civilización.

Yo puedo ser duque, y tú, criado. Aquí hay una diferencia de posición. Pero en lo que se dice "ser", en lo que afecta a la esencia, nadie es más que otro sino hace más que otro, teniendo en cuenta la diferencia de posibilidades, lo que quiere decir, en el fondo, que no se es más que otro, porque son las obras las que son mejores o peores, y el que hoy las hace buenas, mañana puede hacerlas malas, y nadie ha de erigirse en juez del otro excepto Dios.

Los hombres hemos de contentarnos con juzgar de las obras. Yo seré duque, y tú, criado; pero yo puedo ser mal duque, y tú, buen criado. En lo esencial somos iguales, y no sabemos cuál de los dos ha de ir al cielo, pero sí, que por encima de las diferencias de las clases sociales, están la caridad y la piedad, que todo lo nivelan.

Este espíritu de esencial igualdad, no quiere decir que la virtud característica de los españoles sea la caridad, aunque tampoco creo que nos falte. Hay pueblos más ricos que el nuestro y mejor organizados, en que el espíritu de servicio social es más activo y que han hecho por los pobres mucho más que nosotros.

Pero hay algo anterior al amor al prójimo, y es que al prójimo se le reconozca como tal, es decir, como próximo. Una caridad que le considere como un animal doméstico mimado no será caridad, aunque le trate generosamente.

Es preciso que el pobre no se tenga por algo distinto e inferior a los demás hombres. Y esto es lo que han hecho los españoles como ningún otro pueblo. Han sabido hacer sentir al más humilde que entre hombre y hombre no hay diferencia esencial, y que entre el hombre y el animal media un abismo que no salvarán nunca las leyes naturales.

Todos los viajeros perspicaces han observado en España la dignidad de las clases menesterosas y la campechanía de la aristocracia.

Es característico el aire señoril del mendigo español.

El hidalgo podrá no serlo en sus negocios.

Es seguro, en cambio, que en un presidio español no se apelará en vano a la caballerosidad de sus inquilinos.

Cuando se preguntaba a los voluntarios ingleses de la gran guerra por qué se habían alistado, respondían muchos de ellos:  

"We follow our betters".(Seguimos a los que son mejores que nosotros.)

Reconozco toda la magnífica disciplina que hay en esta frase, pero labios españoles no podrían pronunciarla. Menéndez y Pelayo dice que hemos sido una democracia frailuna.

En los conventos, en efecto, se reúnen en pie de igualdad hombres de distintas procedencias: uno ha sido militar, otro paisano, uno rico, otro pobre, aquel ignorante, este letrado. Todos han de seguir la misma regla.

En la vida española las diferencias de clase solían expresarse en los distintos trajes: la levita, la chaqueta, la blusa; el sombrero, la mantilla, el pañuelo; pero la regla de igualdad está en las almas. Por eso Don Quijote compara a los hombres con los actores de la comedia, en que unos hacen de emperadores y otros de pontífices y otros de sirvientes, pero al llegar al fin se igualan todos, mientras que Sancho nos asimila a las distintas piezas del ajedrez, que todas van al mismo saco en acabando la partida.

Este humanismo explica la gran indulgencia que campea en todos los órdenes de la vida española.

En Inglaterra se castigaban con la pena de muerte, hasta 1830, cerca de trescientas formas de hurto. 

En España no se penan delitos análogos sino con unas cuantas semanas de prisión.

Y es que no creemos que el alma de un hombre esté perdida por haber pecado. Todos somos pecadores. Todos podemos redimirnos. A ninguno deberán cerrársenos los caminos del mundo. Si tenemos cárceles es por pura necesidad. Pero nuestras instituciones favoritas, pasada la cólera primera, son el indulto y el perdón.

Se dirá que todo esto no es sino catolicismo.

Pero lo curioso es que en España es lo mismo la persuasión de los descreídos que la de los creyentes. Parece que los descreídos debieran ser seleccionistas, es decir, partidarios de penas rigurosas para la eliminación de las gentes nocivas. Aun lo son menos que los creyentes. Están más lejos que la España católica y popular del aristocratismo protestante.

Y así como los pueblos que se creen de selección, se alzan sobre un bajo fondo social de ex hombres, incapaces de redención, en España no hay ese mundo de gentes caídas sin remedio. No se consentiría que lo hubiera, porque los españoles les dirían:

"¡Arriba, hermanos, que sois como nosotros!"

Nuestro humanismo en la historia.


Esto no es solamente un supuesto.

Cuando Alonso de Ojeda desembarcó en las Antillas, en 1509, pudo haber dicho a los indios que los hidalgos leonenses eran de una raza superior. Lo que les dijo textualmente fue esto:

"Dios Nuestro Señor, que es único y eterno, creó el cielo y la tierra y un hombre y una mujer, de los cuales vosotros, yo y todos los hombres que han sido y serán en el mundo, descendemos". 

El ejemplo de Ojeda los siguen después los españoles diseminados por las tierras de América: reúnen por la tarde a los indios, como una madre a sus hijuelos, bajo la cruz del pueblo, les hacen juntar las manos y elevar el corazón a Dios.

Y es verdad que los abusos fueron muchos y grandes, pero ninguna legislación colonial extranjera es comparable a nuestras leyes de Indias. Por ellas se prohibió la esclavitud, se proclamó la libertad de los indios, se les prohibió hacerse la guerra, se les brindó la amistad de los españoles, se reglamentó el régimen de Encomienda para castigar los abusos de los encomenderos, se estatuyó la instrucción y adoctrinamiento de los indios como principal fin e intento de los Reyes de España, se prescribió que las conversiones se hiciesen voluntariamente y se transformó la conquista de América en difusión del espíritu cristiano.

Y tan arraigado está entre nosotros este sentido de universalidad, que hemos instituido la fecha del 12 de octubre, que es la fecha del descubrimiento de América, para celebrar el momento en que se inició la comunidad de todos los pueblos: blancos, negros, indios, malayos o mestizos que hablan nuestra lengua y profesan nuestra fe. Y la hemos llamado "Fiesta de la Raza", a pesar de la obvia impropiedad de la palabra, nosotros que nunca sentimos el orgullo del color de la piel, precisamente para proclamar ante el mundo que la raza, para nosotros, está constituida por el habla y la fe, que son espíritu, y no por las oscuridades protoplásmicas.

Los españoles no nos hemos creído nunca pueblo superior. Nuestro ideal ha sido siempre trascendente a nosotros.

Lo que hemos creído superior es nuestro credo en la igualdad esencial de los hombres.

Desconfiados de los hombres, seguros del credo, por eso fuimos también siempre institucionistas.

Hemos sido una nación de fundadores.

No sólo son de origen español las órdenes religiosas más poderosas de la Iglesia, sino que el español no aspira sino a crear instituciones que estimulen al hombre a realizar lo que cada uno lleva de bondad potencial.

El ideal supremo del español en América es fundar un poblado en el desierto e inducir a las gentes a venir a habitarle.

La misma Monarquía española, en sus tiempos mejores, es ejemplo eminente de este espíritu institucional en que el fundador no se propone meramente su bien propio, sino el de todos los hombres.

El gran Arias Montano, contemporáneo de Felipe II, define de esta suerte la misión que su Soberano realiza:

"La persona principal, entre todos los Príncipes de la tierra que por experiencia y confesión de todo el mundo tiene Dios puesta para sustentación y defensa de la Iglesia Católica es el Rey Don Philipo, nuestro señor, porque él solo, francamente, como se ve claro, defiende este partido, y todos los otros príncipes que a él se allegan y lo defienden hoy, lo hacen o con sombra y arrimo de S.M o con respeto que le tienen: y esto no sólo es parecer mío, sino cosa manifiesta, por lo cual lo afirmo, y por haberlo así oído platicar y afirmar en Italia, Francia, Irlanda, Inglaterra, Flandes y la parte de Alemania que he andado..."

Ni por un momento se le ocurre a Arias Montano pedir a su Monarca que renuncie a su política católica o universalista, para dedicarse exclusivamente a los intereses de su reino, aunque esto es lo que hacen otras monarquías católicas de su tiempo, al concertar alianzas con soberanos protestantes o mahometanos.

El poderío supremo que España poseía en aquella época se dedica a una causa universal, sin que los españoles se crean por ello un pueblo superior y elegido, como Israel o como el Islam, aunque sabían perfectamente que estaban peleando las batallas de Dios.

Es característica esta ausencia de nacionalismo religioso en España.

Nunca hemos tratado de separar la Iglesia española de la universal. Al contrario, nuestra acción en el mundo religioso ha sido siempre luchar contra los movimientos secesionistas y contra todas las pretensiones de gracias especiales. Ese fue el pensamiento de nuestros teólogos en Trento y de nuestros ejércitos en la Contrarreforma.

Y este es también el sentimiento más constante de los pueblos hispánicos, y no sólo en sus períodos de fe, sino también en los de escepticismo.

El llamamiento de la República Argentina a todos los hombres, para que pueblen las soledades de la tierra de América, se inspira también en este espíritu ecuménico. Lo que viene a decir es que el llamamiento lo hacen hombres que no se creen de raza superior a la de los que vengan. A todos se dirige la palabra de llamamiento: "Sto ad ostium, et pulso". (Estoy en el umbral y llamo). Y también a todas las profesiones. No sólo hacen falta sacerdotes y soldados, sino agricultores y letrados, industriales y comerciantes. Lo que importa es que cada uno cumpla con su función en el convencimiento de que Dios le mira.

Es posible que los padecimientos de España se deban, en buena parte, a haberse ocupado demasiado de los demás pueblos y demasiado poco de sí misma.

Ello revelaría que ha cometido, por omisión, el error de olvidarse de que también ella forma parte del todo y que lo absoluto no consiste en prescindir de la tierra para ir al cielo, sino en juntar los dos, para reinar en la creación y gozar del cielo.

Sólo que esto lo ha sabido siempre el español, con su concepto del hombre como algo colocado entre el cielo y la tierra e infinitamente superior a todas las otras criaturas físicas.

En los tiempos de escepticismo y decaimiento, le queda al español la convicción consoladora de no ser inferior a ningún otro hombre. Pero hay otros tiempos en que oye el llamamiento de lo alto y entonces se levanta del suelo, no para mirar de arriba a abajo a los demás, sino para mostrar a todos la luz sobrenatural que ilumina a cuantos hombres han venido a este mundo.

Resumen Final del asunto.


Hay, en resumen, tres posibles sentidos del hombre:

El de los que dicen que ellos son los buenos, por estarles vinculadas la bondad en alguna forma de la divina gracia; y es el de los pueblos o individuos que se atribuyen misiones exclusivas y exclusivos privilegios en el mundo. Esta es la posición aristocrática y particularista. 

Hay, también, la actitud niveladora de los que dicen que no hay buenos ni malos, porque no existe moral absoluta y lo bueno para el burgués es malo para el obrero, por lo que han de suprimirse las diferencias de clases y fronteras para que sean iguales los hombres. Es la posición igualitaria y universalista, pero desvalorizadora.

Y hay, por último, la posición ecuménica de los pueblos hispánicos, que dice a la humanidad entera que todos los hombres pueden ser buenos y no necesitan para ello sino creer en el bien y realizarlo. Esta fue la idea española del siglo XVI. Al tiempo que la proclamábamos en Trento y que peleábamos por ella en toda Europa, las naves españolas daban por primera vez la vuelta al mundo para poder anunciar la buena nueva a los hombres del Asia, del Africa y de América.

Y así puede decirse que la misión histórica de los pueblos hispánicos consiste en enseñar a todos los hombres de la tierra que si quieren pueden salvarse, y que su elevación no depende sino de su fe y su voluntad.

Ello explica también nuestros descuidos.

El hombre que se dice que si quiere una cosa, la realizará, cae también fácilmente en la debilidad de no quererla, en la esperanza de que se le antoje cualquier día. Esta es la perenne tentación que han de vencer los pueblos nuestros. No parecemos darnos cuenta de que el tiempo perdido es irreparable, por lo menos en este mundo nuestro, en que la vida del hombre ésta medida con tan estrecho compás.

Solemos dejar pasar los años, como si dispusiéramos de siglos para arrepentirnos y enmendarnos. Y a fuerza de querer matar el tiempo nos quedamos atrás y el tiempo es quién nos mata.

Porque el mundo, entonces, se nos echa encima.

Nadie nos cree cuando decimos que podemos, pero que no queremos. El poder se demuestra en el hacer. La potencialidad que no se actualiza no convence a nadie. La rechifla de los demás se nos entra en el alma y los más sensitivos de entre nosotros mismos, que por esencial convencimiento nunca nos creímos superiores, acabamos por creernos inferiores al compartir las críticas de los demás respecto de nosotros.

 Esta es nuestra historia de los dos siglos últimos. Si logramos salir de este período de depresión del ánimo será, en primer término, porque nuestro pueblo no compartió nunca el escepticismo de los intelectuales, y, además, porque la misma cultura nos revela que nuestra labor en lo pasado no en inferior a la de ningún otro pueblo de la tierra.

En estos años nos está descubriendo el estudio del siglo XVI un espíritu ecuménico que no se sospechaba entre las gentes cultas.

Nada es más revelador a este respecto que el entusiasmo con que un hombre de cultura moderna, como el profesor Barcia Trelles, encuentra en el Padre Vitoria y en Francisco Suárez las verdaderas fuentes del Derecho Internacional contemporáneo. Estamos descubriendo la quinta esencia de nuestro Siglo de Oro. Podemos ya definirla como nuestra creencia en la posibilidad de salvación de todos los hombres de la tierra. De ella nacía el impetuoso anhelo de ir a comunicársela.

En esa creencia vemos también ahora la piedra fundamental del progreso humano, porque los hombres no alzarán los pies del polvo si no empiezan por creerlo posible.

Esta creencia es el tesoro que llevan al mundo los pueblos hispánicos.

Sólo que ella se funda en otra creencia antecedente y fundamental, sobre la cual ha de entenderse previamente las inteligencias directoras de los pueblos hispánicos, y de ella se deriva una consecuencia: la de que el mundo no creerá en el valor de nuestro tesoro si no lo demostramos con nuestras obras.

De la creencia antecedente y de la consecuencia práctica hemos de tratar, pero estoy persuadido de que el descubrimiento de la creencia nuestra en las posibilidades superiores de todos los hombres, ha de empujarnos a realizarlas en nosotros mismos, para ejemplo probatorio de la verdad de nuestra fe, y que la lección, que dimos ya en nuestro gran siglo, volveremos a darla para gloria de Dios y satisfacción de nuestros históricos anhelos.

 

Contraste de nuestro ideal.


Contrastemos ahora nuestro antiguo sentido del hombre con el ideal revolucionario de libertad, igualdad, fraternidad. 

Ganivet nos dice que el "eje diamantino" de la vida española es un principio senequista:

 "Mantente de tal modo firme y erguido, que al menos se pueda decir siempre de ti que eres un hombre". 

He leído algunos libros de Séneca, en busca del pasaje de donde pudo sacar esa enseñanza. No lo he encontrado. Hasta se me figura que no podrá encontrarse, porque lo que viene a decir Séneca es algo que se le parece a primera vista, pero que en el fondo es muy distinto, y es que el sabio, el cuerdo, el prudente, el filósofo estoico se conduce de tal suerte, sean cuales fueren las circunstancias, que se tiene que decir de él que es todo un hombre. Se sobrentiende en Séneca, pero no en Ganivet, que los demás hombres, los que no son sabios, se dejan, en cambio, llevar de sus pasiones o de las circunstancias.

Para los estoicos, en efecto, había dos clases de hombres: los sabios y el vulgo.

Los sabios se conducen como deben; los otros, en rigor, no se conducen, sino que son conducidos por los sucesos. 

Y esta distinción explica la esterilidad del estoicismo.

Los estoicos creían que todos los hombres son hermanos, como hijos del mismo Dios, y se proclamaban ciudadanos del mundo, pero esta ciudadanía y la conciencia de la paternidad de Dios era patrimonio exclusivo de una aristocracia espiritual, aunque a ella perteneciera un esclavo, como Epicteto, y esta fue la razón de que no se lanzaran a la predicación para que el común de los hombres se alzase del polvo.

Cleanthes pidió a Zeus, en su himno, que salvase a los hombres de su desgraciado egoísmo.

Y es que, a juicio de los estoicos, sólo Zeus lo puede hacer, si esa es su voluntad.

La idea de que ellos mismos lo hagan no es estoica, sino católica. Ganivet no la saca de Séneca, sino del catecismo. El autor del Idearium español ha atribuido a los estoicos una idea que ha recibido, sin darse cuenta de ello, de su mundo familiar y local, trabajando secularmente por las doctrinas de la Iglesia.

Es un hecho, sin embargo, que los pueblos hispánicos tienen un sentido del hombre común a los espíritus creyentes y a los incrédulos. Más aún. Anteriormente hemos reconocido que los incrédulos suelen ser más hostiles que los católicos al espíritu racista de los países protestantes.

Los expedientes de limpieza de sangre, por cuya virtud no se habilitaba en pasados siglos, para ciertas dignidades y cargos, sino a los que podían demostrar que no descendían de moros o judíos, parecen indicar un sentido racista no muy diferente del que tan fácilmente prevalece en los pueblos del Norte.

Sólo teniendo en cuenta el espíritu misionero de la Monarquía española y la relativa facilidad y frecuencia con que los judíos conversos llegaban en España a ocupar sedes episcopales, se advertirá que la exigencia de la limpieza de sangre no procedía del orgullo de raza, sino del deseo de asegurar en lo posible la fidelidad del servicio mediante la pureza de la fe, en vista del gran número de conversos insinceros que había.

Un pueblo que libraba, como la España de los siglos XVI y XVII, tan general batalla contra la infidelidad y la herejía, necesitaba asegurarse la sincera adhesión de sus agentes.

Era natural, de otra parte, que los españoles se envanecieran de su obra imperial y universal.

De esta vanidad y de la desconfianza respecto de la buena fe de los conversos surgió el lamentable por ser injusto, en muchos casos, pero sobre todo, porque contradecía el propósito misionero de nuestra historia, ya que no parece muy congruente que un pueblo se consagre a convertir infieles, empujado por un convencimiento previo de igualdad potencial de hombres y razas, si luego a de colocar a los conversos en situación de inferioridad respecto de los "cristianos viejos ".

Lo que puede decirse en atenuación de este yerro es: 

Primero, que todas las aristocracias del mundo obligan a hacer antesala a las clases sociales que desean alzarse a ellas;

segundo, que la España católica venía a construir una especie de gran aristocracia respecto de los judíos y moriscos;

tercero, que los hombres no tienen el don de leer en los corazones para poder distinguir a los conversos sinceros de los insinceros;

cuarto, que había necesidad de distinguirlos;

quinto, que no hay ley concebida para provecho general que no resulte injusta en algunos casos; y

sexto, que el mero hecho de que los expedientes de limpieza de sangre contradijeran, en cierto aspecto, el fundamental propósito misionero de España, no ha de hacernos olvidar este propósito, ni la especial repugnancia que los españoles han sentido siempre contra cualquier intento de vincular la Divina gracia en estirpes o progenies determinadas.

* * *

Los españoles no creyentes, por lo menos desde la conversión de los godos arrianos, se han manifestado siempre opuestos a la aceptación de supremacías raciales.

En algunos de ellos no tiene nada de extraño, porque son "resentidos", hostiles a toda nuestra civilización, cuyos instintos les empujan a combatir a sangre y fuego nuestras aristocracias naturales y de sangre, no por espíritu igualitario y de justicia, sino sencillamente porque las jerarquías son el baluarte de las sociedades.

Pero hay otros incrédulos, y éstos son los interesantes, que no han perdido con la fe la esperanza y el anhelo de que se haga justicia a todos los hombres, de que se les infunda la confianza en sí mismos, de que se les coloque en condiciones de poder desarrollar sus aptitudes, de que se les proteja contra cualquier intento de explotación o de opresión. De los espíritus que así sienten puede decirse que su concepto del hombre es idéntico al de los creyentes y al tradicional de España. Ello es gran fortuna, en medio de todo.

Certeramente ha dicho el señor Sáinz Rodríguez que la división de nuestras clases educadas es la razón permanente de nuestras desdichas. En los Evangelios puede leerse que:

"Todo reino dividido consigo mismo será asolado" ( Lucas, II, 17).

Las desmembraciones e invasiones y guerras civiles que hemos padecido, desde que surgió en el siglo XVIII la división de nuestras clases educadas en creyentes y racionalistas, atestiguan el rigor de la sentencia.

Pero creo más fácil restablecer la unidad espiritual entre los creyentes españoles y los descreídos que entre los católicos y los protestantes de otros pueblos.

El que siga creyendo en la capacidad de los demás hombres para enmendarse, mejorar y perfeccionarse y en su propio deber de persuadirles a que lo hagan, de no estorbarles en la realización de ese fin y de organizar la sociedad de tal manera que les estimule a ello, conserva, a mi juicio, más esencias de la fe verdadera que aquella pastora evangélica, Sharon Falconer, de la novela de Sinclair Lewis, Elmer Gantry, que marchaba con la cruz en la mano por entre las llamas de su tabernáculo incendiado, en la seguridad de que el fuego no podía alcanzarla, porque ella, en su insano orgullo, símbolo del protestantismo y del libre examen, se creía por encima del bien y del mal y de la muerte. 

A poco que nuestros incrédulos de buena voluntad mediten sobre el origen de su espíritu de justicia y de humanidad, advertirán que sus principios proceden de los nuestros.

A los descreídos, a los que no manejan los conceptos de libertad y de justicia sino con fines subversivos, sería inocente tratar de convencerles, pero a los que de buena fe se proponen con ellos dignificar y levantar al hombre, y se imaginan que la religión es un estorbo para sus ideales, no es imposible hacerles ver que su credo es de origen religioso, que sin la religión no puede mantenerse, y que sólo por la inspiración religiosa podrá realizarse.

En el "eje diamantino", de Ganivet, en el sentido del hombre de los pueblos hispánicos, podemos encontrar igualmente cuanto hay en los principios de libertad, igualdad y fraternidad, que no se contradice mutuamente y puede servirnos de norma y de ideal.

Para que un hombre se conduzca de tal modo que siempre se pueda decir de él que se ha portado como un hombre, será indispensable que sea libre, lo que implica desde luego su libertad moral o metafísica. Pero, además, será preciso que no se le estorbe la acción exteriormente, lo que supone la libertad política, por lo menos la libertad de hacer el bien. Para ello, habrá que construir la sociedad de tal manera que no impida a los hombres la práctica del bien.

El respeto a la libertad metafísica nos llevará a un sistema político, en que la autoridad pueda (y acaso deba) coartar la libertad del hombre para el mal, pero no deberá impedirle que haga el bien, porque esto es lo que quiere Ganivet cuando prescribe que el hombre debe portarse como un hombre, pues si portarse como un hombre no quisiera decir portarse bien, no nos estaría diciendo cosa alguna, ya que es sabido que los hombres se conducen como hombres y los burros como burros, etc. Pero en esta capacidad metafísica de que el hombre haga el bien libremente y en este deber político de respetarle esta capacidad, todos los hombres son iguales y deben ser iguales; de lo que se deduce el principio de igualdad, en cuanto practicable y efectivo, así como el de fraternidad se deriva del hecho de que todos los hombres se hermanan en la capacidad de hacer el bien y en el ideal de una sociedad en que la práctica del bien a todos los enlace y los hermane.

Estos principios de libertad, igualdad, fraternidad, son los que proclamó la revolución francesa y aún sigue proclamando la revolución, en general. Francia los ha esculpido en sus edificios públicos. Es extraño que la revolución española no los haya reivindicado para sí.

¿Los habrá sentido incompatibles con su propio espíritu?

¿Sospechará vagamente que, en cuanto realizables y legítimos, son principios cristianos y católicos?

La capacidad de conversión.


Mantenemos nosotros la libertad, porque el hombre está constituido de tal modo que, por grandes que sean sus pecados, le es siempre posible convertirse, enmendarse, mejorar y salvarse.

También puede seguir pecando hasta perderse, pero lo que se dice con ello es que la libertad es intrínseca a su ser y a su bondad. No será bueno sino cuando libremente obre o desee el bien. Y por esta libertad metafísica, que le es inherente, le debemos respeto.

Al extraviado podremos indicarle el buen camino, pero sólo con sus propios ojos podrá cerciorarse de que es el bueno;

al hijo pródigo le abriremos las puertas de la casa paterna, pero él será quien por su propio pie regrese a ella;

al equivocado le señalaremos el error, pero el anhelo de la verdad tendrá que surgir de su propia alma.

Esto por lo que atañe a la libertad moral.

La libertad externa o política procede del reconocimiento común de esta libertad íntima o moral.

Como el hombre no puede hacer el bien si no actúa libremente, debemos respetar su libertad en todo lo posible. Si tuviéramos que confrontarnos con el hombre natural, tal como salió de las manos del Creador, el gobernante no necesitaría más que explicarle sus deberes. Pero como, según San Anselmo, la persona corrompió la naturaleza, y después la naturaleza corrompida corrompió la persona, por lo que nosotros y cuantos nos rodean somos hombres caídos y débiles, tenemos que organizar las sociedades de tal modo que se precavan contra las pasiones y maldades de los hombres, al mismo tiempo que los induzcan a obrar bien. 

El problema es, en parte, insoluble, porque con hombres malos no podemos construir sociedades tan excelentes que premien siempre la virtud y castiguen el vicio.

Pero es un hecho, que todas las sociedades, por instinto de conservación, tienen que estimular a los individuos a que las sirvan y disuadirles de que las dañen y traicionen; y, de otra parte, también es un hecho que nuestra religión infunde a los hombres y a las colectividades un espíritu generoso de servicio universal, en el que acaban de limpiarse los humanos del pecado de origen. Este es el sentido de la libertad cristiana.

Pero ¿hay alguna idea moderna de libertad que no se funde en el espíritu cristiano?

Bertrand Russell pasa en Inglaterra por ser "el filósofo del liberalismo". A principio de siglo escribió un ensayo: La adoración de un hombre libre, que terminaba con un párrafo que causó sensación:

"Breve e impotente es la vida del hombre: el destino lento y seguro cae despiadada y tenebrosamente sobre él y su raza. Ciega al bien y al mal, implacablemente destructora, la materia todopoderosa rueda por su camino inexorable.
Al hombre, condenado hoy a perder los seres que más ama, mañana a cruzar el portal de las sombras, no le queda sino acariciar, antes que el golpe caiga, los pensamientos nobles que ennoblecen su efímero día; desdeñando los cobardes terrores del esclavo del destino, adorar en el santuario que sus propias manos han construido; sin asustarse del imperio del azar, conservar el espíritu libre de la arbitraria tiranía que rige su vida externa; desafiando orgulloso las fuerzas irresistibles que toleran por algún tiempo su saber y su condenación, sostener por sí solo.,
Atlas cansado e inflexible, el mundo que sus propios ideales han moldeado, a despecho de la marcha pisoteadora del poder inconsciente."

Dos generaciones de intelectuales ingleses de la izquierda han aprendido de memoria este párrafo.

A despecho de ello me atreveré a decir que ningún espíritu medianamente filosófico podrá ver en el más que retórica altisonante y cuidadosa, pero huera y contradictoria. Porque es mucha verdad que el pensamiento del hombre, como dice en otro párrafo, es libre, "para examinar, criticar, saber y crear imaginariamente", mientras que sus actos exteriores, una vez ejecutados, entran en la rueda fatal de las causas y efectos.

Que el hombre pueda criticar el mundo sólo prueba que, en cierto modo, se halla fuera y encima de él, lo que no significa, en buena lógica, sino que hay algo en el hombre que procede de algún poder consciente superior al mundo. 

Pero decir que el mundo es malo, porque es poder, y que hay que desecharlo con toda nuestra alma, y que el hombre es bueno, porque lo rechaza, y que su deber es conducirse como Prometeo y desafiar heroica y obstinadamente al mundo hostil, aunque por otra parte, tenga uno que resignarse a su tiranía inexorable, y que este credo de rebelión impotente haya parecido durante treinta años la base de una filosofía y una política, es tan incomprensible como el aserto de que la libertad del hombre no es sino el resultado de "la colocación accidental de los átomos".

Es absurdo decirnos que la libertad surge de la fatalidad  del azar, como es igualmente contradictorio hacer salir nuestra conciencia de la inocencia de la naturaleza.

Hay gentes para todo. Por los años en que Mr. Bertrand Russell escribía su parrafito se suicidó el poeta John Davison, persuadido de que, después de haber producido la danza de los átomos la conciencia del hombre y de su propia poesía, que era la conciencia de la conciencia, no le quedaba al universo más etapa que la de volver a la inconsciencia. Por eso se mató.

Sólo que así como los cielos declaran la gracia de Dios, la faz de la tierra, transformada por la mano del hombre en tan inmensas extensiones, proclama nuestro poder y es prueba cierta de que ni siquiera para la acción externa necesita someterse el género humano a la fatalidad, porque la subyuga y domestica con su chispa divina.

* * *

En esa chispa, y no en ninguna clase de determinismos, está el origen de la libertad moral del hombre. Los incrédulos no aciertan a fundarla.

Tampoco la libertad política.

Stuart Mill mantenía el liberalismo para que pudieran producirse toda clase de caracteres en el mundo, y, sobre todo, para que la verdad tenga siempre ocasión de prevalecer sobre la falsedad, y no meramente contra la intolerancia de las autoridades, sino también contra la presión social, porque en Inglaterra, decía: "aunque el yugo de la ley es más ligero, el de la opinión es tal vez más pesado que en otros países de Europa".

 Revolviéndose sobre toda clase de "boycots", escribió Stuart Mill su célebre sentencia:

"Si toda la humanidad menos uno fuese de la misma opinión, y sólo una persona de la contraria, la humanidad no tendría más derecho a silenciar a esa persona, que esa persona, si pudiera, a silenciar a la humanidad".

Stuart Mill pensaba todo el tiempo en los casos de Sócrates y Jesucristo, como si hubiera un Cristo y un Sócrates a la vuelta de cada esquina, a quienes el obscurantismo de los Gobiernos o de la sociedad no permiten difundir su idea salvadora, pero el verdadero problema lo constituía, ya entonces, aquella fórmula que consignó poco después Netchaieff en su "Catecismo del Revolucionario", cuando decía:

 "Contra los cuerpos, la violencia; contra las almas, la mentira". 

No es muy probable que la intolerancia logre silenciar a un Cristo o a un Sócrates.

El daño que han de afrontar las sociedades modernas es la difusión de la mentira, de la calumnia, de la difamación, de la pornografía, de la inmoralidad de toda índole, por agitadores y fanáticos, pervertidos y ambiciosos que se escudan en Sócrates y en Cristo y en Stuart Mill y en todos los mártires de la intolerancia y abogados de la libertad para pregonar sus falsedades, como los malos artistas de estos años se amparan en la incomprensión de que en su día fueron víctimas Eduardo Manet y Ricardo Wagner para proclamar que sus esperpentos están por encima de las entendederas de sus gentes.

Vivimos bajo el régimen de la mentira.

Las naciones se calumnian impunemente las unas a las otras, lo que las hace vivir en permanente guerra moral, pero no se creará, para remediarlo, un Tribunal Internacional de la Verdad, mientras no se reconozca que, en materia de información y crítica, hay cánones objetivos de la verdad y los engaños, de lo lícito y de lo intolerable.

En la vida interna se permite prosperar a una prensa que, en el caso mejor, no hace justicia más que a los extraños o a los enemigos, pero que se dedica a elevar a sus amigos o correligionarios, lo que por lo menos supone la desfiguración de las escalas de valores.

No cabe, de otra parte, verdadera competencia entre las falsedades agradables, que halagan las pasiones populares, y las verdades desagradables, que en vano tratarán de combatirlas. 

Sobre este tema se pudieran escribir muchos capítulos, pero baste afirmar que la libertad del pensamiento tiene que conducir al triunfo de la falsedad y de la mentira

El "principio del crecimiento".


También se defiende la libertad política con el argumento de que fomenta la diversidad de los caracteres y contribuye, por lo tanto, a su fortalecimiento.

Era la tesis de Stuart Mill, al final de su ensayo De la libertad.

Es la de Bertrand Russell, con su Principio del Crecimiento. Dice Russell que los impulsos y deseos de hombres y mujeres, como tengan alguna importancia, proceden de un Principio central de Crecimiento, que los guía en una cierta dirección, como los árboles buscan la luz. Cada hombre tiende instintivamente a lo que le conviene mejor. Y hay que dejarle en libertad para ello, porque, en general, los impulsos y deseos dañinos proceden de haberse impedido el crecimiento normal de los hombres. De ahí, por ejemplo, la proverbial malignidad de los jorobados y de los impedidos. Los deseos no son sino impulsos contenidos.

"Cuando no es satisfecho un impulso en el momento mismo de surgir, nace el deseo de las consecuencias esperadas de la satisfacción del impulso". 

La vida ha de regirse principalmente por impulsos. Si se gobierna por deseos se agota y cansa al hombre, haciéndole indiferente a los mismos propósitos que había trazado de realizar.

Pero los impulsos que deben fomentarse son los que tienden a dar vida y a producir arte y ciencia, es decir, a la creatividad en general.

Esta es la teoría. Mr. Russell no añade que se deben restringir, en cambio, los impulsos de envidia, destrucción, suicidio, etc., porque así refutaría su propia doctrina.

Mr. Russell se contenta con decir que estos impulsos no proceden del Principio central de Crecimiento. No lo prueba. No puede probarlo.

Un árbol extiende sus raíces a la tierra de otro árbol y se apropia su savia. No puede demostrarse que los impulsos dañinos sean menos "centrales" que los benéficos. Tampoco que sea perjudicial la contención de los impulsos.

Hay razas humanas desvitalizadas precisamente porque se entregan sin reserva a la satisfacción de sus impulsos sexuales.

La doctrina de Russell no es sino tentativa de justificar científicamente la afirmación romántica de que el hombre es naturalmente bueno y está libre del pecado original. Pero el romanticismo tiene ya dos siglos de experiencia histórica.

Hasta se ha ensayado en países nuevos, donde no coartaban su desarrollo los recuerdos y las tradiciones de la civilización cristiana, fundada precisamente en el dogma del pecado original.

Las miradas del mundo, por ejemplo, están vueltas, en estos años, a los Estados Unidos de América. Nueva York es la ciudad fascinadora. Es verdad que los Estados Unidos fueron un tiempo puritanos y que sus costumbres, ya que no sus leyes, obligaban a sus ciudadanos a pertenecer a una confesión religiosa determinada. Pero el puritanismo ya pasó, por lo menos en las grandes ciudades; los neoyorquinos no están obligados a profesar religión alguna. Muchos no profesan ninguna. Son libres.

La extensión del territorio les hace más libres de lo que los europeos podemos serlo en nuestros estrechos hogares nacionales.

Y el resultado de todo ello es un índice de criminalidad el más alto del mundo, la disolución de la vida de familia y tan tremenda crisis económica y política que su militar de más prestigio, el general Pershing, ha podido proclamar recientemente, en medio de la atónita atención de las gentes, que los Estados Unidos no pueden encontrar su salvación más que en un régimen fascista y dictatorial, que restablezca la disciplina social con mano dura.

Sólo que ya no es necesaria apelar a las autoridades extranjeras. Ello lo dijo mejor que nadie en el Congreso, el 4 de enero de 1849, en plena revolución europea, nuestro Donoso:

"Señores, no hay más que dos represiones posibles: una interior y otra exterior, la religiosa y la política. Estas son de tal naturaleza, que cuando el termómetro religioso está subido, el termómetro de la represión está bajo, y cuando el termómetro religioso está bajo, el termómetro político, la represión política, la tiranía, está alta. Esta es una ley de la humanidad, una ley de la historia."

A la historia apeló Donoso Cortés para evidenciar la exactitud de su parábola. No era, sin embargo, necesario. En el pecho de cada hombre está escrito que la práctica del bien exige libertad, pero la del mal, cárceles y grilletes.

La igualdad humana.


Nuestro sentido hispánico nos dice que cualquier hombre, por caído que se encuentre, puede levantarse; pero también caer, por alto que parezca.

En esta posibilidad de caer o levantarse todos los hombres son iguales. Por ella es posible a Ganivet imaginar su "eje diamantino" o imperativo categórico:

"que siempre se pueda decir de ti que eres un hombre".

El hombre es un navío que puede siempre, siempre, mientras se encuentra a flote, enderezar su ruta.

Si la tripulación lo ha descuidado, si su quilla, sus velas o arboladura se hallan en mal estado, le será más difícil resistir las tormentas. Enderezar la ruta no será bastante para llegar a puerto. El éxito es de Dios. Lo que podrá el navegante es cambiar el rumbo. En esta libertad metafísica o libre albedrío todos los hombres son iguales.

Pero esta es la única igualdad que con la libertad es compatible.

La libertad política favorece el desarrollo de las desigualdades.

Y en vano se proclamará en algunas Constituciones, como la francesa de 1793, el pretendido derecho a la igualdad, afirmando que:

"Todos los hombres son iguales por naturaleza y ante la ley".

Decir que los hombres son iguales es tan absurdo como proclamar que lo son las hojas de un árbol. No hay dos iguales. Y la igualdad ante la ley no tiene, ni puede tener, otro sentido que el de que la ley debe proteger a todos los ciudadanos de la misma manera.

Si tiene ese sentido es porque los hombres son iguales en punto a su libertad metafísica o capacidad de conversión o de caída. Esto es lo que los hace sujetos de la moral y del derecho.

Si no fueran capaces de caída, la moral no necesitaría decirles cosa alguna.

Si no fueran capaces de conversión, sería inútil que se lo dijera todo.

La validez de la moral depende de que los hombres puedan cambiar de rumbo. Esta condición de su naturaleza es lo que ha hecho también posible y necesario el derecho.

No habría leyes si los hombres no pudieran cumplirlas. Son imperativas, porque pueden igualmente no cumplirlas. Y tienen carácter universal, porque en esta capacidad de cumplirlas todos los hombres son iguales.

Al proclamar la capacidad de conversión de los hombres no se dice que puedan ir muy lejos en la nueva ruta que decidan emprender. No llegará muy lejos en el camino de la santidad el que sólo se arrepienta en la hora de la muerte. Pero si su conversión es sincera y total recorrerá en alas de los ángeles el camino que no pueda andar por su propio pie. Esta capacidad de conversión es el fundamento de la dignidad humana. El más equivocado de los hombres podrá algún día vislumbrar la verdad y cambiar de conducta.

Por eso hay que respetarle, incluso en sus errores, siempre que no constituya un peligro social. Pero fuera de esta común capacidad de conversión, no hay ninguna igualdad entre los hombres.

Unos, son fuertes; otros, débiles ; unos, talentudos ; otros, tontos ; unos, gordos; otros, flacos ; unos blancos ; otros, color chocolate otros, amarillos. Y donde no existe claramente la conciencia de esta capacidad común de conversión, tampoco aparece por ninguna parte la noción de la igualdad humana.

El hombre totémico se cree de diferente especie que el de otro "totem". Si el "totem" de un "clan" es el canguro, el hombre se cree canguro; si es un conejo, se imagina conejo. Lo que el "totem" subraya es el "hecho diferencial".

Israel es el pueblo elegido; cuando aparece el Redentor del género humano, la mayor parte de Israel persiste en creerse el pueblo elegido, incomparable con los otros.

Aún después de siglos de Cristianismo, los pueblos del Norte se inventan la doctrina de la predestinación, para darse aires de superioridad frente a los pueblos mediterránicos.

Francia, algo menos nórdica, lucha durante siglos contra una forma más atenuada de la persuasión calvinista, como es el jansenismo, pero cuando acaba por vencerla, inventa la teoría de su consubstancialidad con la civilización, para poder dividir a los hombres en las dos especies de franceses y bárbaros, con la subespecie de los afrancesados.

El socialismo, en sus distintas escuelas, supone que son hechos naturales la unidad y la fraternidad del género humano. No intenta demostrarlas, sino que las da por supuestas, y sobre este cimiento trata de establecer un estado de cosas en que la tierra y el capital sean comunes y se trabajen para beneficio de todos.

Pero como su materialismo destruye la creencia en la capacidad de conversión, que es la única cosa en que los hombres son iguales, no le es posible emprender la realización de su ideal de igualdad económica sin apelar a medios terroristas.

La inmensa cantidad de sangre derramada por la revolución rusa, en aras de este deseo de igualdad, no pudo impedir que Lenin confesara el fracaso del comunismo, al emprender su nueva política económica, y sólo resurgió la vida en Rusia cuando reaparecieron las desigualdades de la escala social, con ellas la esperanza de cada hombre de ascender todo lo más posible, y con la esperanza, la energía y el trabajo.

Al cabo de la revolución no ha ocurrido, en esencia, sino que las antiguas clases gobernantes han sido depuestas de sus posiciones de poder y reemplazadas por otras.

Pero aún gobernantes y gobernados, altos y bajos, gentes poderosas y gentes sin poder. Y como Rusia es, en el fondo, país cristiano, ha reaparecido también allí algo parecido a la vieja división entre las almas que se dan cuenta de lo que es el Cristianismo y las que no; sólo que a las primeras se las llama trabajadores conscientes, manuales o intelectuales, y son las que constituyen el partido comunista, de donde salen los gobernantes del país.

Me imagino que si los comunistas guardan algún respeto a los que no lo son, ello se deberá a la posibilidad de que lo sean algún día, lo que cierra y completa la analogía y corrobora nuestro razonamiento.

Fraternidad y Hermandad.


La fraternidad de los hombres no puede tener más fundamento que la conciencia de la común paternidad de Dios.

Inesperadamente acaba de echar Bergson el peso de su prestigio en favor de esta idea. En su libro sobre Las dos fuentes de la moral y de la religión nos dice el filósofo de La Evolución creadora que la fraternidad que los filósofos quieren basar en el hecho de que todos los hombres participan de una misma esencia razonable, no puede ser muy apasionada, ni ir muy lejos. En cambio, los místicos, que se acercan a Dios, dejan prenderse su alma del amor hacia todos los hombres:

"A través de Dios y por Dios, aman a toda la humanidad con un amor divino".

Añade que los místicos desearían:

"Con ayuda de Dios, completar la creación de la especie humana, y hacer de la humanidad lo que habría sido desde el principio, de haber podido constituirse definitivamente sin la ayuda del hombre mismo".

De entusiasmo moral en entusiasmo, Bergson nos dice, como los grandes místicos, que:

"el hombre es la razón de ser de la vida sobre nuestro planeta",

y que: "Dios necesita de nosotros como nosotros de Dios".

¿Y para qué necesita Dios de nosotros?

Naturalmente, para poder amarnos. El Padre Arintero hubiera dicho que para poder convertir en amor de complacencia el amor de misericordia que nos tiene.

Mucho se habría complacido el Padre Arintero al hallar en Bergson el pensamiento de que lo fundamental en la religión es el misticismo y de que la religión es al misticismo lo que la vulgarización es a la ciencia.

El origen histórico de la hermandad humana es exclusivamente místico.

Es Jeremías el primer hombre que habla de la posibilidad de que los hijos de otros pueblos abandonen el culto de los ídolos y adoren al Dios universal, con lo que viene a decirnos que cada hombre ha nacido para ser hijo de Dios. Jeremías fue un profeta, pero los profetas son, ante todo, místicos que, por tomar contacto con la fuente de la vida, sacan de ella un amor que puede extenderse a todos los hombres.

Frente a los falsos profetas, descritos de una vez para siempre, al decir de ellos:

"que muerden con sus dientes y predican paz", Miqueas dice (3,8):

"Más yo lleno estoy de fortaleza del Espíritu del Señor, de juicio y de virtud, para anunciar a Jacob su maldad, y a Israel su pecado".

De la sucesión de los profetas surgen los apóstoles y los misioneros. Y como la España de los grandes siglos es, eminentemente, un pueblo misionero, su pueblo es el que más profundamente se persuade de la capacidad de conversión de todos los hombres de la Tierra.

Al principio no es este sino el convencimiento de teólogos y de las almas superiores. Pero ante el espectáculo que ofrece la conversión de todo el Nuevo Mundo al Cristianismo, la creencia se hace, en España, universal. Todos los hombres pueden salvarse; todos pueden perderse. Por eso son hermanos; hermanos de incertidumbre respecto al destino, naúfragos en la misma lancha, sin saber si serán recogidos y llegarán a puerto.

No serían hermanos si algunos de ellos pudieran estar ciertos de su salvación o de su pérdida. La certidumbre de una o de otra les colocaría espiritualmente en un lugar aparte. Pero todos pueden salvarse o perderse. Por eso son hermanos y deben de tratarse como hermanos.

* * *

El incrédulo que predica fraternidad humana no se da cuenta del origen exclusivamente religioso de esta idea.

Porque, si no viene de la religión, ¿de dónde la saca?

El príncipe Kropotkin se planteó la cuestión, en vista de que los sabios de Inglaterra interpretaban el darvinismo como la doctrina de una lucha general e inexorable por la vida, en la que no quedaba a las almas compasivas más consuelo que el de apiadarse al resonar el ¡ay de los vencidos!

Kropotkin necesitaba que los hombres se quisieran como hermanos, para que fuera posible constituir sociedades anárquicas, en que reinase la armonía sin que la impusieran las autoridades.

Esa necesidad le hizo buscar en la historia natural y en la historia universal ejemplos de apoyo mutuo en las sociedades animales y humanas. Pero no pudo persuadir a las personas de talento de que el apoyo mutuo fuera la ley fundamental de la naturaleza. 

Los sabios ingleses le objetaban que el apoyo mutuo no surge en las sociedades animales y humanas sino como defensa contra algún enemigo común.

Lejos de estar regida la naturaleza animal y vegetal por una ley de simpatía, lo que parece dominar en ella es el principio de que el pez grande se come al chico y por lo que hace a los hombres, entre las gentes de raza diferentes, hay una antipatía habitual, muy semejante a la que reina entre los perros y los gatos.

La que divide a occidentales y orientales es tan honda que, si los Estados Unidos llegan a conceder la independencia a Filipinas, antes será para poder cerrar a los filipinos el acceso a California que por reconocimiento de su derecho.

También los utilitarios quisieron, como Kropotkin, descubrir en la naturaleza el principio de la moralidad.  

Jeremías Bentham fundamenta su sistema en el hecho de que:  

"La naturaleza a colocado al hombre bajo el imperio de dos maestros soberanos: la pena y el placer."

Las acciones públicas o privadas han de ser aprobadas o desaprobadas según que tienden a aumentar o disminuir la felicidad. De ahí el principio de la mayor felicidad del mayor número, que a Bentham le pareció tan evidente que no necesitaba prueba: 

"porque lo que se usa para probar todo lo demás no puede ser ello mismo probado: una cadena de pruebas a de empezar en alguna parte".

Actualmente ya no se habla de los utilitarios sino por la gran influencia que ejercieron en la política y costumbres de los pueblos del Norte.

Los filósofos de ahora despachan en pocas líneas su principio.

A Mr. G. E. Moore no le entusiasma el ideal de la felicidad. Una vida con algo menos de felicidad y más saber y mayores oportunidades de hacer bien, le parece más deseable que una vida dichosa, pero egoísta y estúpida.

Hartmann recuerda que la utilidad no es un fin, sino un medio. Lo útil no es lo bueno. Un hombre esclavo de la utilidad tendrá que preguntarse ridículamente quién se aprovechará de sus utilidades.

En España no ha producido el utilitarismo pensadores de valía. No habría podido producirlos. Nuestros espíritus cándidos habrían exclamado, como el poeta: ("¡Cuán presto se va el placer; cómo después de acordado da dolor!") Los cínicos habrían dicho que no les hacía gracia sacrificar su felicidad personal a la de ese monstruo de las cien mil cabezas, que es el mayor número.

Hoy no quedan muchos más partidarios de la moral kantiana que de la utilitaria.

Se ha probado que, en la práctica, el Imperativo Categórico no nos sirve de guía en un apuro. Al decirnos que debemos obrar de tal manera que la máxima de nuestra acción pueda convertirse en ley universal de naturaleza, no nos decimos realmente nada, como no sepamos lo que es el bien y que debemos hacerlo.

El voluptuoso quiere que se difundan sus placeres y vicios entre todos los hombres.

El borracho pasa fácilmente de ese deseo a la propaganda activa.

Lo mismo el morfinómano.

No tiene sentido el Imperativo Categórico sino cuando se identifica la ley universal con la voluntad de Dios. Si Dios desaparece, si se nos borra una intuición previa del bien, somos niños perdidos en el bosque.

Los filósofos advirtieron, casi desde el principio, que si el Imperativo Categórico se entiende como ley de nuestra naturaleza racional, es decir, como de origen subjetivo, nos sería imposible conculcarlo.

Y ahora Scheler y Hartmann han caído en la cuenta de que no era necesario darle carácter subjetivo para que fuese autónomo y universal: bastaba con que fuera apriorístico.

Para poder hacerlo apriorístico incurrió Kant en el error de hacerlo subjetivo, como si fuera una ley o propiedad de la razón. Pero la geometría es apriorística, sin ser subjetiva, sino objetiva. Y así es la ley moral.

Precisamente porque no es subjetiva podemos cumplirla o vulnerarla, salvarnos o perdernos, como podemos equivocarnos, y nos equivocamos a menudo, al resolver un problema matemático.

La Fe y la Esperanza.


El kantismo ha dejado de dominar las Universidades.

La filosofía de los valores, que ahora prevalece, viene a ser una forma eufemística de la teología, no sólo porque el sentimiento apreciativo de los valores es la fe, según Lotze, sino porque Dios es el valor genérico del que todos los valores particulares derivan su esencia como tales valores, ya que todo valor debe inspirar amor y cuando se busca la esencia de cada amor (phila) en otro amor, ha de llegarse necesariamente a un amor primo (prooton philon), a il primo amore, como Dante lo llamaba, con pasmosa literalidad.

Benjamín Kidd pudiera jactarse de que el siglo no ha sabido contestar a su cartel de desafío.

Los intereses del individuo y los de la sociedad no son idénticos, no pueden conciliarse.

No hay forma de construir una sociedad de tal manera que a las mujeres les convenga tener hijos y a los soldados morir por la patria, y como las sociedades necesitan absolutamente de mujeres que las den hijos y de soldados que, si es preciso, mueran por ellas, hacer falta buscar una sanción ultra-racional, ultra-utilitaria, para el necesario sacrificio de los individuos a las sociedades.

Esta es una de las funciones que la religión desempeña y que sólo la religión puede desempeñar: proveer de sanciones ultra-racionales al necesario sacrificio de los individuos para la conservación de las sociedades. Y no sólo a su conservación, sino a su valor y enaltecimiento, porque toda acción generosa, toda obra algo perfecta requieren la superación del egoísmo que nos estorba para hacerla.

De otra parte, los hombres son los hombres y cambian poco en el curso de los siglos.

Los de nuestro siglo XVI no eran muy distintos de los españoles de ahora.

¿Cómo una España menos poblada, menos rica, en algún sentido menos culta que la de ahora, pudo producir tantos sabios de universal renombre, tantos poetas, tantos santos, tantos generales, tantos héroes y tantos misioneros?

Los hombres eran como los de ahora, pero la sociedad española estaba organizada en un sistema de persuasiones y disuasiones, que estimulaban a los hombres a ponerse en contacto con Dios, a dominar sus egoísmos y a dar de sí su rendimiento máximo.

Conspiraban al mismo intento la Iglesia y el Estado, la Universidad y el teatro, las costumbres y las letras.

Y el resultado último es que los españoles se sentían más libres para desarrollar sus facultades positivas a su extremo límite y menos libres para entregarse a los pecados capitales; más iguales por la común historia y protección de las leyes, y más hermanos por la conciencia de la paternidad de Dios, de la comunidad de la misma misión y de la representación de un mismo drama para todos: la tremenda posibilidad cotidiana de salvarse o perderse.

Ramiro de Maeztu: Defensa de la Hispanidad.



Personalidad Humana de José Antonio. 



"A fuerza de querer exaltar la figura de José Antonio, hemos llegado a hacer de él casi un mito. Y, a mi modo de ver, su mayor importancia radica en que era un hombre como todos los hombres, capaz de debilidades, heroismos, caídas y arrepentimientos. ¡ ... I Partimos del punto de que era un hombre, si bien hombre excepcional".

Con estas palabras bastante autorizadas, por venir de su hermana, emprendemos el análisis de cómo era José Antonio.

Como en todo hombre encontramos luces y sombras, y el juego de ambos elementos ayuda, como siempre, la definir su personalidad.

Nobleza de su carácter.


Una de las características más pronunciadas de su personalidad fue la nobleza. El término lo referimos a una persona que tiene sentimientos elevados.

«Nunca he visto en él un solo movimiento que cupiese atribuir a la envidia y mucho menos a un interés bastardo. Estimaba todo lo que es estimable».

Una de las cosas que rechazaba de lleno era la envidia. En abril de 1933, cuando se censuraba al fascismo, José Antonio contestaba deshaciendo dichas acusaciones y analizando los posibles móviles. 

«Alienta en ellas (objeciones) el oculto deseo de proporcionarse una disculpa ideológica para la pereza o la cobardía, cuando no para el defecto nacional por excelencia: la envidia, que es capaz de malograr las cosas mejores con tal que no deparen a un semejante ocasión de lucimiento».

La nobleza dictó las rectificaciones en su vida, porque sintió necesidad de pedir perdón y lo hizo.

Casi siempre los motivos procedían de la misma raíz, el mal genio, que en algunas ocasiones no dominaba. Empalma con su amor propio, lo que los conocidos llamaban «la cólera bíblica».

Una de las personas que más tiempo pasó junto a él, ya desde la infancia, Raimundo Fernández Cuesta, contesta a la pregunta del periodista sobre la manera de jugar al fútbol de José Antonio:

«[Jugaba] francamente mal; pero tenía tanto amor propio y tal afición, que se enfadaba mucho si se le decía». 

Su hermana Pilar dice sobre el tema:

«Tenía José Antonio mal genio, sobre todo con Miguel, segundo en edad inmediatamente detrás de él, y mucho amor propio para los estudios».

Más adelante prosigue:

«Un día vimos llegar a José Antonio cariacontecido y creímos que le habían suspendido también. Sin embargo, lo habían aprobado; sólo que él creía merecer una nota más alta y de ahí su desconsuelo».

Su mal genio le causaría algunos trastornos, incluso en los encuentros con los jueces, como veremos.

Sus seguidores conocían estas debilidades de su carácter.

Francisco Bravo recuerda cómo:

«Reprendía suavemente por lo común; mas a veces le asaltaba la ira y entonces era temible».

Era él, por otra parte, el primero en reconocer tales defectos, que quedaban oscurecidos por sus grandes virtudes, y en luchar por corregirse.

«Pues no estoy satisfecho. Me dejé llevar por la ira y ahora estoy arrepentido. Temo, con este gesto inútil, haber" dado la peor lección que en estos momentos pudieran recibir nuestros camaradas».

Comentó José Antonio después de la escena violenta con los jueces en la cárcel de Madrid. En dicha ocasión rasgó y pisoteó su toga de abogado, al ver cómo se forzaba la justicia.


Y Agustín del Río, agrega:

«José Antonio mostró por aquellos días (julio del 1936) el verdadero disgusto que a sí mismo le produjeron los excesos de su carácter, cada vez más propenso a la irascibilidad».

La cólera le inspiraría las palabras que, según Arrarás, profirió al ser sacado de la cárcel de Madrid la noche del 5 de junio de 1936:

«Nos llevan estos canallas a aplicamos la ley de fugas.
-¡Dentro de poco tiempo -grita- haré levantar un patíbulo en este mismo patio para ustedes!».

Por eso, en casi todas las cartas con que se despidió de sus colaboradores más íntimos hay alguna solicitud de perdón.

En la dirigida a Ruiz de Alda, ya fallecido:

«Perdonadrne todos, y tú de manera especial, lo que a veces os haya podido herir con las espinas de mi carácter».

En la enviada a Sánchez Mazas:

«Perdónarne  ... ¡ lo insufrible de mi carácter. ... ! Te lo aseguro, creo que si aún Dios me evitara el morir sería en adelante bien distinto».

Asimismo en la escrita a Fernández Cuesta y Serrano Súñer.

Dos temas conseguían encolerizarle especialmente: la fragmentación de España y la falta de línea clara en la conducta. Pero sobre esto hablaremos más adelante.

Sin embargo, no era rencoroso.

«y siempre estaba a punto para olvidar un ataque o para perdonar una ofensa».

Así, cuando Manuel Delgado Barreto, director de La Nación, periódico en el que había colaborado con frecuencia, atacó a Falange, escribirá una carta sintiendo tal cambio de actitud, pero en la que no habrá dureza alguna.

«Me duele que quede este recuerdo de una amistad larga. No le envidio en su situación de ahora, pero tampoco le guardo rencor».

Lo mismo ocurrió en la ruptura del marqués de la Eliseda con la Falange. En él había encontrado la Falange en sus inicios el principal apoyo económico para sus gastos, hasta que el marqués se apartó porque dicho movimiento «no era suficientemente católico».

Su nobleza le llevaba a tratar con consideración a los mismos adversarios. Durante el mitin de Sevilla del 22 de diciembre de 1935, José Antonio afirmó en su discurso:

«No hemos rechazado nunca una lucha de frente, no nos importa en esta mañana de domingo ser los primeros en pedir el indulto de Jerónimo Misa».

Este encartado por la justicia había sido declarado convicto, y confeso asesino del falangista Antonio Corpas.

Ximénez de Sandoval narra cómo fue eliminada la candidatura de José Antonio en las elecciones del 36. Sus seguidores preguntaban los nombres de los culpables. Pero

«No hubo modo de que acusara concretamente a nadie. (...) Profundamente cristiano, olvida y perdona».

Una de las personas que más atacó a la Falange, una vez expulsado de ella el 16 de enero de 1935, fue Ramiro Ledesma. En mayo de 1936 Ramiro visitó a José Antonio en la cárcel de Madrid, y se reconciliaron definitivamente.

En el relato del proceso último de José Antonio que hace el juez instructor, Federico Enjuto, aparece este diálogo que sostuvieron juez y «reo», después de dictada la sentencia de muerte:

«Yo no le odio, ni estoy resentido ante su proceder. Supongo que no podría hacer otra cosa. 

-He sido insultado por usted sin la menor consideración dijo Enjuto

-Créame que me arrepiento de ello. Retiro todos los agravios» concluyó José Antonio.

Al despedirse del personal de la cárcel de Alicante, la madrugada de su fusilamiento, pidió perdón al director y a los oficiales por las molestias causadas.

Las palabras del doctor Gandásegui en la oración fúnebre lo refuerzan:

«Una de las enseñanzas y preceptos más humanos y más divinos, más santificadores y más civilizadores es la enseñanza y precepto del perdón de las injurias y del amor a nuestros enemigos”.

Claro está que sin quebranto de las normas de la justicia y sin descuido de las medidas de seguridad y defensa que reclaman el orden social y la vida de la patria.

Estas enseñanzas brillaban en el espíritu de José Antonio y el precepto grabado estaba en su corazón.

Escribió en el párrafo noveno de la introducción de su testamento:

"Perdono con toda el alma a cuantos me hayan podido dañar u ofender, sin ninguna excepción, y ruego me perdonen todos aquellos a quienes deba la reparación de algún agravio, grande o chico".

Stanley Payne nos refiere la existencia de unas notas que José Antonio redactó en agosto de 1936.

En ellas jugaba a profeta y exponía el resultado de una guerra civil según ganasen unos u otros.

Nada bueno presentía, como asegura Payne:

«Si ganaban las izquierdas, quedaría destruida toda posibilidad de restablecer los históricos fundamentos religiosos del catolicismo en España. Si ganaban las derechas, traerían consigo la más negra reacción, apoyada únicamente en la fuerza y asfixiarían las energías vitales de la nación».

En dichas notas de José Antonio aparece:

«Una salida única: la deposición de las hostilidades y el arranque de una época de reconstrucción politica y económica nacional, sin persecuciones, sin ánimo de represalias, que haga a España un país tranquilo, libre y atareado».

José Antonio no era rencoroso, aunque aparezca en ocasiones irónico, incluso con una ironía rayando en la sátira. Los motivos fueron proporcionados casi siempre por los partidos de derecha. Trataremos más adelante del enfrentamiento de José Antonio y la CEDA. Sírvanos ahora, para apoyar la afirmación anterior, la ironía con que José Antonio contestaba en F L. a las opiniones de Gil Robles sobre la Falange:

«Entre El Heraldo [periódico en que escribió Gil Robles] y la Acta Apostolical [sic.] Sedis hay poco más o menos la misma distancia que entre el anatema del señor Gil Robles y el anatema del Vicario de Cristo».

José Antonio nos refiere que las palabras pronunciadas por él, después del fracaso de Gil Robles en las elecciones de 1936, tenían únicamente tono irónico. Según La Voz, José Antonio había dicho ese día en la Dirección General de Seguridad que

«Sentía se hubiese quitado tan pronto el colosal cartel con la efigie de Gil Robles. Ha debido estar fijo tres días más, para que hubiera servido de escarnio y vergüenza ante España y lo hubieran quemado las multitudes».

José Antonio precisaba en la carta de explicación:

«Al hablar del enorme retrato del señor Gil Robles en la Puerta del Sol, lo hice con un ligero tono irónico, incompatible con la extensión de deseos de incendio y ejemplaridad multitudinarias. Los que me conocen saben que soy poco inclinado a las invitaciones demasiado solemnes».

En F.E. del 12 de julio de 1934, con un artículo titulado Así se gobierna, llegaba incluso a la sátira mordaz.,Se intentaba acorralar a la Falange y se sabía por parte de quién.

«Ya, ya sabemos quién inspira la persecución. Pero el goce magnífico de requemar de envidia a las gentes de Acción Popular no nos lo quita nadie».

Por nobleza llegó a dominar las dificultades mayores, como la contrariedad que le produjo el ingreso en la cárcel de Madrid el 17 de marzo de 1936. Incluso verá en la persecución «la réplica a la verdad irrefutable», como escribía a Eugenio Montes desde la cárcel de Alicante.

Esos sentimientos elevados le llevarán también a aprender y a enseñar a obedecer. Su padre había pedido «máximo rigorismo y severidad para el recluta» cuando le inscribió en una Compañía de Exploradores. Allí aprendió a obedecer.

En 1934 enseñaba así:

«Los jefes se pueden equivocar, porque son humanos, pero, por la misma razón, pueden equivocarse los llamados a obedecer cuando juzgan que los jefes se equivocan. Con la diferencia de que, en este caso, al error personal, tan probable como en el jefe y mucho más probable, se añade el desorden que representa la negativa o la resitencia a obedecer».

Enseñará a obedecer pidiendo a los súbditos fe en los que mandan. Y Lluys Santa Marina recordará cómo, en aquellos primeros tiempos de la Falange, le seguían arrastrados por su nobleza, aun «sin comprenderIe a veces».

Proponía una vida exigente, para la que era necesario ayudarse mutuamente. Lo recordaba así el 22 de noviembre de 1933:

«En este pequeño grupo que hoy inicia la lucha no habrá superiores ni inferiores: somos como en los primeros tiempos de la Compañía de Jesús, un grupo de hombres de buena fe que debemos censuramos todos a fin de acertar».

Profesional serio.


Algo a destacar en su vida fue la exigencia consigo mismo.

«La síntesis de su vida puede resumirse como la de un hombre cuya conducta está siempre sujeta a la exigencia, a la precisión, a la veracidad. Nunca hacía nada por salir del paso».

Esa exigencia le llevó al aprovechamiento del tiempo.

«Porque perdía el tiempo con las excursiones domingueras»,

dejó pronto la Compañía de Exploradores en que le alistó su padre. El mismo dijo cuando, en 1931, alguien le preguntó si encontraba facilidades en su trabajo:

«Extraordinarias, por todos los conceptos, aun cuando, como le he dicho antes, nunca estoy contento de mí mismo. Siento, constantemente, una rebcídia, hija de un intenso afán de superación».

Se abrió camino, sin servirse para nada del poder de su apellido. En la misma entrevista, a que aludían las palabras anteriores, se le preguntó sobre los beneficios personales que le reportó el poder de su padre:

«¿Quiere usted saber cuánto he ganado durante el primer año de la Dictadura? Pues ... mil ochenta y cinco pesetas. Exactamente. Como comprenderá usted, entonces no podía faltarme trabajo, aunque sólo fuera por todas las recomendaciones que yo podía contar, y, en cambio, he ganado tan poco, porque esto mismo me impedía trabajar con la tranquilidad de espíritu y de conciencia que necesitaba para estar seguro de mí mismo. Precisamente cuando más he ganado fue en los años que siguieron a la Dictadura, ya ve usted».

En el ejercicio serio de su profesión colocará el secreto de su eficacia. Pilar Primo de Rivera dice al respecto:

«Era indudablemente un enamorado de su profesión, un hombre, como él diría más tarde, que sabe que la luz que entra cada mañana por su balcón, viene a iluminar la tarea justa que le está asignada en la armonía del mundo».

De este deber diario escribía así en diciembre de 1930, en un artículo que publicaba Unión Monárquica bajo el título España: la lanzadera duerme en el telar. Eran unos momentos muy politizados y José Antonio ridiculizaba el que no se hiciera otra cosa que hablar de política.

«Todos nos sentimos médicos para diagnosticar el mal de España, y ninguno repara en que él mismo es una parte de ese mal. Mucho más útil que escribir cien artículos es ponerse a hacer bien algo"; lo más modesto, aunque sea remendar zapatos, dar cuerda a los relojes, limpiar los carriles del tranvía ... Pudiera resucitar para gobernamos el más maravilloso de los gobernantes, y España no sanaría. No puede sanar mientras los carpinteros no sean mejores carpinteros, los matemáticos mejores matemáticos y los filósofos mejores filósofos.
No hay otro remedio que aplicarse, cada cual en lo suyo, a la dulce esclavitud del trabajo. Sea nuestra oración todas las mañanas: Te ofrezco, España, la labor que voy a hacer durante el día; para que te pongas en camino de ser perfecta; yo no regatearé fatiga a mi tarea hasta acabarla con perfección. Si no hacemos eso, no lograremos nada.».

Estas palabras últimas suenan un poco extrañas, pues parecen rezumar un cierto panteisrno estatal. Pero, para poder juzgarlas es necesario tener en cuenta la doctrina moral católica sobre el culto a la patria. Santo Tomás define la virtud de la piedad como

«un hábito sobrenatural que nos inclina a tributar a los padres, a la patria y a todos los que se relacionen con ellos el honor y servicio debidos»
(2-2, 101,3).

Por tanto, la patria es sujeto de la virtud de la piedad, que nos inspira formalmente el culto y veneración a la patria, en cuanto principio secundario de nuestro ser, educación y gobierno.

Los deberes para con la patria pueden resumirse en uno solo: el patriotismo, definido como el amor y la piedad hacia la patria en cuanto tierra de nuestros mayores y antepasados.

El patriotismo, bien entendido, es una verdadera virtud cristiana.

Las manifestaciones del patriotismo son un amor de predilección sobre las demás naciones, un respeto y honor a su historia. tradición. instituciones. etc .. un servicio como expresión de nuestro amor y veneración (el principal servicio es el cumplimiento fiel de las leyes), y la defensa, dando incluso la vida, si llega a ser preciso.

Santo Tomás, dice que,

"después de Dios, a nadie debe el hombre más que a los padres y a la patria, y como pertenece a la religión dar culto a Dios, así también, en un segundo lugar, pertenece a la piedad dar culto a los padres y a la patria".
(2-2, 10 1, 1).

La misma palabra «culto», que se puede traducir por «servicio», no tiene la misma fuerza cuando dice relación a la virtud de la religión que cuando se refiere a la virtud de la piedad.

Por otra parte, la oración es un acto de la virtud de la religión, y la religión es una virtud moral que inclina la voluntad del hombre a dar a Dios el culto debido como primer principio de todas las cosas.

Toda usurpación de ese culto debido al primer principio es algo prohibido por la moral católica.

En esta oración que José Antonio dirige, el puesto de Dios parece ocuparlo España. Y decimos parece, porque la gran carga poética que tiene difumina un poco el sentido real. Para explicarla en sentido de estatolatría, habría que recurrir a otros textos paralelos; pero en ellos hay casi siempre un trasfondo trascendente. Está más bien en la línea del estilo de Ortega y Gasset, quien al hablar de la patria suele servirse y utilizar los mismos objetos que el culto reserva únicamente para tratar a la divinidad.  

No creemos, por tanto, que se pueda sostener que José Antonio defendía un panteísmo estatal, pues con frecuencia se refiere a Dios, cuyos derechos están por encima de los de la patria.

De ese deber, del que veníamos hablando, que cada uno tiene de aplicarse en su quehacer concreto, volvía a hablar en el pronóstico para el año 1931, que publicó La Nación el día primero de año.

«Quisiera que el año 1931 trajese a cada español un firme propósito de cumplir bien con su deber (con el "suyo"; nada de lanzarse a hacer de "espontáneo" en los deberes ajenos). Si no trae eso el año 1931, lo que ocurra en él y en los sucesivos me parece que valdrá poco para España».

E insistirá en julio del mismo año, en la aludida entrevista, publicada en la revista Crónica de Madrid.

«¿Qué ideales y aspiraciones tiene usted?

-La vida, en líneas generales, trae cada día una preocupación y un interés nuevo. Esto es maravilloso vivirlo íntima e intensamente, yendo siempre adelante con bríos y con fe. En algunos momentos siento el deseo de poder servir a España de un modo grande e intenso. Cierto es que puede servírsele desde cualquier punto; pero, de tener vocación, querría un puesto de mando, en el que pudiera poner toda mi fe y energías en servir a la patria».

y del deber diario hablaba en 1934 con aquellos aldeanos de Corral de Almaguer que le invitaron a beber una copa.

José Antonio conocía la dureza del cumplimiento diario del deber, porque había aprendido ya en su infancia a «no buscar lo cómodo ni lo espectacular».

Consciente del poco atractivo que a veces ofrecen las incomodidades diarias, hablará de la necesidad de localizar ese sacrificio.

«No es verdadera abnegación, de ordinario, la que elige la prueba, sino la que aguarda en todo instante, con ánimo igual, las que Dios envía. Suele ser más dificil soportar sin quejas las incomodidades cotidianas que romper aisladamene, enardecido por la ocasión, en un acto heroico. Al acto heroico no le falta nunca, mirado de lejos, una aureola atractiva; mientras que la diaria realidad es casi siempre, además de incómoda, prosaica. Así, la cima de la virtud está en el cumplimiento seguido y oscuro de eso que se llama sencillamente el deber».

Si en los textos anteriores se podía apreciar muy difuminado el panteísmo orteguiano, parece que aquí el pensamiento de José Antonio gana altura, por su claro matiz cristiano.

En el artículo, citado ya, El milagro de la Guardia Civil, insistirá en la necesidad de apechar con el propio deber, cada cual con el suyo.

«Quizá el rasgo más saliente de nuestro carácter nacional consiste en la inclinación a "esquivar el deber". No por cobardía -a veces es más duro lo que emprendemos que lo que dejamos-, sino por inquietud, por falta de "seriedad en la vocación".
Apenas hay español que no se considere llamado precisamente a aquello que no le corresponde hacer. Si yo fuera ministro de Hacienda ... · . Como me dejasen gobernar el Banco de España durante un mes ... · Y al mismo tiempo que quien esto dice renuncia en su espíritu a maravillosas innovaciones que implantaría, se atrasa y se adocena en el cumplimiento de su verdadera misión».

Años más tarde, en 1934, volvía a tocar el tema, en un artículo publicado en F .E., titulado Señoritismo:

«El ocioso, convidado a la vida sin contribuir en nada a las comunes tareas, es un tipo llamado a desaparecer en toda comunidad bien seguida».

Aún tardaría en cuajar su concepto de patria, como un quehacer de todos, y ya hablaba de la importancia del trabajo individual desde la perspectiva del bien común. Fue en el citado artículo milagro de la Guardia Civil:

"Nos falta casi por entero el sentido social, ese goce de sentirse parte de un todo armónico, de comportarse como pieza puntual para que el conjunto de la máquina funcione bien. Aquí I se refiere a España i preferimos no pasar de tosca herramienta, con tal que sea independiente, mejor que entrar como rueda secundaria en un maravilloso mecanismo.
La aspiración de casi todos nosotros sigue siendo, como cuanto Ganivet escribía, la de regimos por una Constitución individual donde no haya más que un artículo: Este español está autorizado para hacer lo que le dé la gana". 

Cerramos este apartado con el aspecto de su trabajo que más respeto le proporcionó, incluso entre sus mismos adversarios: la seriedad.  

Pilar Primo de Rivera destaca esta faceta.

«Se encaraba con el lucero del alba por centrar las cuestiones en su punto».

Adquirió pronto notoriedad en el desempeño de la abogacía, porque rehusaba las situaciones fáciles. Joaquín Arrarás señala en él los instintos

«del orden, del sentimiento del deber y de la responsabilidad» revestidos «de un sentimiento humano que les da calor y cordialidad».

Desde el primer día de abrir el bufete impone a todos respeto por su decoro y honestidad.

De la honradez profesional hace orden y sacerdocio y disuade noblemente a los que le encomiendan asuntos contra derecho; atiende y asiste a los pobres, en razón, cuando la tienen, y en generosidad siempre, y a todos cuantos le consultan inculca la convicción de que la abogacía es en él milicia al servicio de la moral y de la ética.

"Tengo una clientela de locos -escribe por este tiempo a Serrano Súñer- y gano poco dinero, pero estoy contento».

Insistiremos en el momento de hablar de la lealtad, en una serie de aspectos más de esta seriedad profesional.

Elegancia en el trato.


Ramón Serrano Súñer, uno de sus mejores amigos de Universidad, trató a José Antonio lo suficiente como para conocerle bien. Dice así:

«José Antonio era un hombre muy cumplidor. Jamás se le pasaba sin felicitar un santo, nunca dejaba de expresar su congratulación por el triunfo o por el éxito -grande o pequeño- de un amigo, ni de hacerse presente en su infortunio».

Escribía el 16 de julio de 1935 a su tía Carmen, monja descalza, a quien recordaba que no debía hacer tanto caso a cualquiera que hablase mal de él.

«Mi magnánimo corazón te perdona en esta festividad de la Virgen del Carmen».

Estaba pendiente de las fechas importantes de sus amigos.

En marzo de 1934 escribía a Pemartín deseándole un feliz enlace matrimonial.

Pero era en las cartas de agradecimiento donde mejor exteriorizaba la finura de su espíritu. Como aquella del 15 de marzo de 1930, en que agradecía a Juan Ignacio Luca de Tena la condolencia por la muerte de su padre. Le daba gracias especialmente por sus «palabras justas para confortarle», aunque no les «ligaba una amistad íntima».

«Si todos se portasen como usted conmigo ahora, ¿qué importarían las discrepancias políticas?».

o aquella otra, con la misma fecha, dirigida a César González Ruano después de una entrevista.

«He leído su interviú y agradezco muy sinceramente la forma afectuosa en que está hecha. Mi horror a la exhibición se tranquilizó, en parte, al recibir de usted, con tono inconfundible de sinceridad, la promesa de que no aparecería en la interviú nada que pudiera mortificarme».

O aquella, anterior en el tiempo, con la que, al finalizar su carrera, agradecia a su padre todo cuanto se había sacrificado por él y, sobre todo, el haber hecho posible que fuese abogado.

Espíritu fino, rechazaba de plano el chismorreo. En 1934, José Antonio escribía en F.E. un artículo titulado Murmuración.

«La Falange es milicia. Y una de las primeras renuncias que lo militar exige es la renuncia a la murmuración. Los soldados no murmuran. Los falangistas no murmuran. La murmuración es el desagüe, casi siempre cobarde de una energía insuficiente para cumplir en silencio con el deber».

Se preocupó especialmente en no causar molestias a nadie.

En la declaración jurada de Diego Molina Molina, que recoge Herbert R. Southworth, aparece la petición que José Antonio hizo al sargento del piquete de ejecución, de que lavasen la sangre que quedase en el patio de la cárcel para que su hermano no la viera. Ximénez de Sandoval recoge la misma petición, pero dirigida al director de la cárcel. El destinatario no afecta, sin embargo, al sentido de la aplicación del texto.

La víspera de su muerte, mientras esperaba la visita de sus familiares, pedía a Dios «calma y sangre fría» para no atormentarles con un gesto de debilidad.

Esta finura le llevaba a verse en sus propias dimensiones.

Ramón Serrano Súñer, hablando de la juventud de José Antonio, dice:

«Tenia un sentimiento religioso muy hondamente humano, se sabía un pobre pecador».

El mismo agradecía en estos términos un estudio grafológico de su personalidad en 1929:

«Le estoy agradecidísimo por el estudio, pero me parece que debe ser más amable que sincero, pues no puedo creer que a costa de algún pequeño defecto, como los que me descubre, haya en mí tantas cosas buenas. Esto sí que se lo digo de verdad: cuando me juzgo a mí mismo, encuentro siempre muchos más motivos de descontento que de satisfacción».

Los pequeños defectos a los que aludía el estudio eran el conocimiento del valor propio, y un «carácter algo impaciente».

Su amor a la verdad, como veremos en el apartado siguiente, le hacía pensar así de la humildad:

«La pacífica posesión de la verdad es premio reservado a los humildes. Casi todos los grandes hallazgos vinieron por sorpresa, cuando menos estaba la mente envanecida por el soberbio barrunto de la cima próxima».

Sin duda alguna, esa sencillez suya fue algo que no necesitaba forzar.

El 9 de enero de 1935 apareció en El Pueblo Vasco, de San Sebastián, una entrevista que le hacía José María Salaverría. José Antonio comenzaba diciendo que hubiera sido más propio ir él a casa del periodista, porque

además, en aquel momento, tenía la casa en desorden.

«-¿O acaso será porque temiera usted ... ?
-¡No, no! Yo no temo nada -me interrumpe sonriente (...)».

Continúa el periodista:

«Este "yo no temo nada", que Primo de Rivera pronuncia con toda naturalidad, le va muy bien. [ .. .J Pero en sus palabras no se disimula el menor acento de fanfarronería muchachil. Estoy por asegurar que Primo de Rivera es la negación de la jactancia y empaque».

Y esa sencillez sería muchas veces la razón de que le siguieran grupos enteros de muchachos entusiasmados de su porte elegante, incluso cuando mandaba.

Escribía en una carta fechada el 20 de enero de 1936:

«Puedes creer que no me siento nunca "jefe" en el sentido de lo externo y aparatoso. [..J La exhibición, los aplausos, son cargas que deben llevarse sin caer en la soberbia de creerse superior a las masas (cosa que no suele ser verdad, porque en las masas hay infinitas vidas humildes llenas de valor profundo), pero tampoco en la vanidad de creerse más porque le aplauden a uno».

Y como conclusión, sírvanos otra confesión suya en el testamento:

«He arrastrado la fe de muchos camaradas míos en medida muy superior a mi propio valor (demasiado bien conocido de mi)».

Leal.


Leal es una persona que guarda la debida fidelidad; por tanto, un hombre, de quien uno se puede fiar, porque es veraz.

Quien ama la verdad, busca necesariamente la justicia. De aquí que persona leal sea casi siempre sinónimo de persona justa. Cuando empleamos el término «justo» lo entendemos referido a la virtud de la justicia.

Si en José Antonio resaltó alguna virtud, sin duda fue ésta.

Amaba la verdad y esto le reportó el respeto hasta de sus adversarios. 

Gil Robles, que dedica breves líneas a analizar los rasgos característicos de los grandes oradores parlamentarios de los años 30, llama a José Antonio «espíritu sincero».

«Su amor a la verdad y a la justicia le lleva sugestivamente al conocimiento y al servicio del Derecho, con aquel apasionado rigor que reclama la esclarecida certidumbre humana cuando razón y corazón concuerdan en nobles fines. José Antonio nos ofrece la ejemplaridad moral de su inteligencia, en búsqueda infatigable de lo justo en las relaciones humanas».

Su formación jurídica seria y sus principios morales hicieron de él un defensor equilibrado de lo justo.

A su prima Nieves Sáenz de Heredia, que se empeñaba en tener razón en cierto pleito, le preguntó en cierta ocasión:

«-Si Dios quisiera conducirte ante el Supremo Tribunal de los Cielos, ¿insistirías en la demanda pretendiendo tener de vuestra parte la justicia?
-No, en ese caso no insistiría - contestó Nieves contricta.
-Pues hazte cargo de que yo os pregunto eso mismo desde allá arriba».

Raimundo Fernández Cuesta, compañero y colega, nos habla de la importancia que José Antonio daba a los criterios de moralidad.

«Haré constar, que, aunque el amor que José Antonio tuvo por su profesión fue grandísimo, esto no le hizo nunca acoger asuntos que estuviesen en pugna con su criterio de estricta moralidad, e indicaré que no quiso ocuparse nunca del trámite del divorcio».

Conocedor de la existencia de un orden moral objetivo, según el cual el divorcio, como contrario a una propiedad esencial del matrimonio, se opone a dicho orden moral, veremos cómo lo rechazaba de plano, aunque en la legislación española había sido aprobado.

El amor a la verdad le obligaba a veces a ser duro, porque fue intransigente siempre en este terreno.

En los inicios de su profesión como abogado, por el año 1925, decía en una ocasión a Serrano Súñer que prefería una clientela de «locos» que dejaba, incluso poco dinero,

«A los excesivamente cuerdos, a quienes tengo que echar del despacho cuando se muestran extrañados de que no me ponga de parte de la iniquidad».

y Serrano Súñer recuerda también:

«Era sincero, y por serIo, implacable con toda suerte de simulaciones y duplicidades».

Porque amaba la verdad reconocía los méritos de sus mismos adversarios, como en aquella ocasión del 26 de febrero de 1925 en que el catedrático Jiménez de Asúa se negó a dar una conferencia en el Ateneo de Albacete, porque días antes había hablado allí José Antonio. Después de unos párrafos en que asoma su ironía, continuaba sin ella haciendo hincapié en la notabilidad como jurista de su ofensor.

En mayo de 1935 hablaba de la falta de preparación política de las derechas que tenían que suplir la «competencia» con la «habilidad» y la «autoridad» con la «complacencia» y los «favores». En dicha ocasión, sin embargo, se refería a Gil Robles como «merecedor de mejor destino».

En el comunismo, del que le separaba todo un abismo ideológico, localizó lo bueno que veía en él, ya que podía recogerse «su abnegación y su sentido de la solidaridad».

Cuando se presentó a las elecciones de 1931 manifestaba a Luis Muñoz Lorente en una entrevista publicada en La Nación el 30 de noviembre, que el motivo de presentarse a diputado era el de defender la memoria de su padre.

«No me gusta acusar a nadie, aunque, naturalmente, tampoco me agrada escuchar acusaciones que considero falsas».

Era enemigo también de las recomendaciones, porque podía cometerse injusticia contra terceros.

Encontramos una excepción: es la ocasión en que pide a Valle Llano que recomiende a los afiliados a la Falange para la sucursal del Banco de los Previsores del Porvenir. El interés motivó, sin duda, tal actitud; pero, las dificultades que tales afiliados encontraban para colocarse, precisamente por su condición de falangistas, moverían también a José Antonio.

En lo que se mantuvo siempre inflexible fue en la administración de la justicia.

«Lo que más me repugna es el chantaje jurídico. Eso de que por cincuenta duros, dados oportunamente, puedan meter a un inocente en la cárcel, o sacar de ella a un sinvergüenza, es cosa que me descompone. (...) Pienso que no existirá jamás una patria mientras no exista justicia. Y el primer paso es apartarla radicalmente de todo contacto politico. El segundo, pagarla bien. El tercero, fusilar sin contemplaciones al mal juez».

Justicia igual para todos pedía en el manifiesto de enero de 1936, ante las elecciones.

«En el ejercicio de su profesión postulaba por "leyes que con igual vigor se cumplan para todos"; eso es lo que hace falta. Una extirpación implacable de los malos usos inveterados: la recomendación, la intriga, la influencia; justicia rápida y segura, que si alguna vez se doblega, no sea por cobardía ante los poderosos, sino por benignidad hacia los humildes».

Gozaba de fama de insobornable.

«Porque este señor [José Antonio] es insobornable al dinero y, lo que es más raro aún en la juventud, al éxito fácil. Renunciaría a todos los éxitos del mundo por no defender lo que cree una injusticia. [...] Jamás actúa como asesor ni consejero de sociedades anónimas.
Nunca acepta sueldo. No recomienda ni permite a nadie recomiende a jueces o magistrados asuntos de su despacho»,

dirá de él Agustín del Río Cisneros.

Y él misma referirá en la polémica sostenida en el Parlamento con Burguete:

«No he recibido sueldos en sobres cerrados de la Telefónica, ni de nadie».

Se conserva la carta que envió a don Pascual Ruiz Salinas, juez de Primera Instancia de Almagro.

Alguien alardeaba de conocerle y de poder influirle. José Antonio asegura no conocer a dichas personas:

«Aunque la conociera [gente], me guardaría muy bien, como me guardo siempre, de hacer la menor indicación o recomendación a Jueces y magistrados».

Continúa la carta disculpándose por tener que hacer dichas declaraciones.

«No hay nada que pueda ofenderme más que la suposición de que puedo influir sobre los tribunales. (...) Aunque esa gente de que me hablas hubiera sido amiga mía (que no lo es, por fortuna), hubiera hecho lo bastante con atribuirme lo que me atribuye para perder mi amistad».

Esta preocupación de la justicia le dictará alguno de los últimos encargos que hace a sus hermanos la víspera de su muerte.

«Hace años que tengo guardadas 2.000 pesetas de una pobre anciana llamada Práxedes Merino, de la que hay antecedentes en el despacho. Si no lograrais adivinar su paradero, ni el de los parientes suyos, emplead las 2.000 pesetas en obras de caridad.»

«Debo dos trajes al sastre».

Optimista ante la vida.


Julián Pemartín cuenta que por el año 1928, en una reunión en que estaba José Antonio, alguien sostenía un criterio pesimista de la existencia. .

José Antonio le objetó impetuoso. Para él, en cambio, la vida era tan fecunda que todos los días daba gracias a Dios sinceramente por haber puesto aquel raudal entre sus manos.

El que fuera seguido por una juventud entusiasmada, difícilmente podría explicarse si no hubiera sido un optimista, es decir, una persona con una idea positiva de las cosas y en primer lugar de la vida. Por eso sentía repulsa de los programas

«llenos de contras y abajos, y recordaba que tal lenguaje no era el suyo».

El sentido religioso que poseía le hizo ver las cosas por las que merecía la pena jugarse la vida. Y cuando las metas están claras, enfrentarse a los medios, aun duros, para alcanzarlas, suele ser fácil. .

«Porque jugarse la vida es menos frecuente de lo que parece. La vida no se juega nunca más que por una razón muy' fuertemente espiritual».

Posiblemente fue esta idea la que le obligó a poner todos los medios para salvar una vida que podía ser útil aún.

«y que no me concedió Dios para que la quemara en holocausto a la vanidad como un castillo de fuegos de artificio».

Captó también la capacidad de enmienda que posee la vida misma, y por eso dio entrada en la Falange a personas cuyo pasado había sido oscuro.

El 19 de enero de 1935 escribía una carta a Juan Pujol, director del diario Informaciones, de Madrid. En dicho periódico se había publicado un artículo, cuyos aciertos José Antonio agradeció, pero que vertía a su vez una serie de errores sobre la Falange. Se analizaba a «los componentes y algunas de sus defecciones» con expresiones despectivas. Escribía José Antonio:

«El elemento que se introdujo en la Falange de las JONS no consistía en "una legión de indocumentados procedentes del campo marxista", perjudicial para "toda esencia pura, mística y profundamente española de nuestro Movimiento". Los antiguos marxistas incorporados a la Falange de la JONS se conducen de un modo intachable y han aportado el sentido profundo de totalidad y de disciplina que en los medios marxistas se adquiere. Lo malo era un grupo -no legión- de gentes
cultivadas, fuera de todo ideal político, en los fondos infrasociales más turbios de la vida humana. Estos elementos, revolucionarios de alquiler, son los que han tenido que salir de la Falange de las JONS, no por establecer unidad de pensamiento, nunca rota entre nosotros, sino por higiene».

En la entrevista, ya aludida, que publicó El Pueblo Vasco, de San Sebastián, da el periodista como una razón de optimismo de José Antonio:

«José Antonio se ve que es incapaz de retener en su alma cualquier especie de pozo enfermizo; sin duda (...) porque la conformación de su personalidad está hecha para el optimismo».

Creemos que era optimista porque encontró sentido a su vida, precisamente sirviendo a los demás.


Espíritu de servicio.



El doctor Gandásegui resumía así toda la vida de José Antonio en la oración fúnebre:

«El supo vivir y, sobre todo, supo morir, como siervo bueno».

En 1933 publicaba una carta en ABC, en la que intentaba aclarar a Juan Ignacio Luca de Tena lo que era el fascismo.

En ella se lee:

«Sólo se alcanza dignidad humana cuando se sirve. Sólo es grande quien se sujeta a llenar un sitio en el cumplimiento de una empresa grande».

Servicio, en primer lugar a la patria. Conocía el aforismo de Horacio Dulce et decorum est pro patria mori. Pero,

«Bien entendido, que el patriotismo alcanza su culminación heroica no sólo cuando uno muere por la patria, sino cuando se sacrifica abnegadamente por ella».

En ese afán de servicio a España, fue por delante con su ejemplo y con su palabra. El 20 de agosto de 1933 decía en Torrelavega, hablando del servicio a España:

«Para encender esa fe nueva no basta una manera de pensar, hace falta un modo de ser: un sentido ascético y militar de la vida; un gozo por el servicio y por el sacrificio, que, si hace falta, nos lleve, como a caballeros andantes, a renunciar a todo regalo hasta rescatar a la amada cautiva que se llama nada menos que España».

En el mitin de Carpio del Tajo, dijo entre otras cosas el 27 de enero de 1934:

«La vida no vale la pena si no es para quemarla en el servicio de una empresa grande».

Este servicio es tarea principal del jefe; en Haz, 12 de octubre de 1935, escribía enel artículo Acerca de la revolución:

«El jefe no debe obedecer al pueblo; debe servirle que es cosa distinta; servirle es ordenar el ejercicio del mando hacia el bien del pueblo, procurando el bien del pueblo regido, aunque el pueblo mismo desconozca cuál es su bien; es decir, sentirse acorde con el destino histórico popular, aunque se disienta de lo que la masa apetece».

Anteriormente había escrito en La Nación con el título El heroico silencio:

«Para merecer el título de gobernante no basta con ofrecer a la patria los mejores esfuerzos; no basta con agotar la salud y ofrendar la vida por el bien del pueblo que se gobierna; no basta con apartarse de cuantos cuidados exigen la familia y la hacienda propias. Hay que llegar a más: el despego de toda recompensa, incluso de aquella que consiste en el público aplauso.
Dios quiso hacer del oficio de gobernante uno escogido entre los escogidos, Por eso, sin duda, permitió que los más ilustres directores de pueblos recogieran amarga cosecha de ingratitudes. Tal fue la mayor señal de privilegio que pudo otorgarles: privar a su misión de todo regalo humano; dejarla en su cualidad escueta y gloriosa de "deber"».

Esta misión sólo puede cumplirse con el sacrificio. Exige todo y sin recompensa humana muchas veces. Y José Antonio, que había recibido de la Providencia cuanto un hombre puede apetecer,

«Fue capaz de abandonarlo todo, de sacrificarlo todo, precisamente por el servicio de una causa (...), el servicio de España».

Renunció a otros posibles rumbos de su vida, de menos riesgos e inseguridades por esa urgencia de servicio a España .

«Yo fui también de los que aspiraron a vrvir en su celda. Pero no podemos aislarnos en la celda. Primero, porque sube de la calle demasiado ruido. Después, porque el desentendemos de lo que pasa fuera no seria servir a nuestro destino universal, sino convertir monstruosamente a nuestro destino en universo. (…) La función de servicio, de artesanía, ha cobrado su dignidad gloriosa y robusta. Ninguno está exento -filósofo, militar o estudiante- de tomar parte en los afanes civiles. Conocemos este deber y no tratamos de burlar».

Ese sacrificio que imprimía a su vida, y que puesto en el dilema de escoger entre su novia y la Falange se decidió por la última, hizo muy atractiva su persona. Fue el primero en la renuncia.

Cuando murió Matías Montero, el 9 de febrero de 1934, José Antonio se hallaba cazando. En medio del remordimiento comentó:

«Mi salida al campo de hoy es el último acto frívolo a que asisto en mi vida».

Con sacrificio iba formando a sus seguidores para la lucha consciente, lo diría más tarde, de que

«las almas como los cuerpos se forjan en el sacrificio».

En los Puntos Iniciales de la Falange se decía bien claro:

«Los que lleguen a esta cruzada habrán de prestar el espíritu para el servicio y para el sacrificio».

y les enseñará a vivir con privaciones en aquellos viajes de propaganda, cuando se carecía de medios.

Les entregaban diez duros para diez días.

«Un duro no es mucho en si. Pero pensad que quienes lo lleváis sois falangistas. Si es necesario, compartid lo con alguien más pobre que vosotros, no dudéis en hacerlo. Y si es posible -lo es porque vosotros sois jóvenes y alegres, y la juventud y la alegría siempre son acogidas con cariño y calor en todas partes- ese duro os debe sobrar y debéis devolverlo al regreso».

Se podrían multiplicar las ocasiones en que José Antonio hablaba del sacrificio como distintivo de la juventud sana, fuerte y heróica que él buscaba. Sabía que

«La carne abandonada a sí misma acaba por convertirse en nuestro ataúd».

Sólo la exigencia concreta, individual, podía proporcionarle una juventud decidida a salvar a la patria. 

Llegó a decir:

«Nosotros reclutamos gente para el sacrificio, para la dura pelea e incluso para la muerte. (...) A nosotros, camaradas, nos ha tocado vivir en una época dura, austera, atiborrada de deberes».

En segundo lugar, servicio a los demás, porque

«Estamos hechos para vivir socialmente, para aprender unos de otros e irnos puliendo con el roce».

y hará más atrayente su figura con la unión que proponía de sacrificio y alegría.

«No seáis, en nombre de la patria, malhumorados y elegíacos. Estos no ayudan de seguro a traer la primavera. En nombre de la patria llevad como cosas sacras e inseparables tragedia y alegria. A lo largo de todo el misterio de la Historia una es siempre como el enigma de la otra. El secreto del ¡aleluya! de Belén, era la tragedia, pero el secreto del 'consummatum' del Calvario era la alegria. Nuestro ritual va repitiendo sobre todas las cosas de España: ¡Jubílate, amén!».

De nuevo nos encontramos ante una terminología para la que caben tres explicaciones:

- o una divinización del Estado, que veíamos dificil en José Antonio;

- o una herencia orteguiana, más poética que panteísta.

Pilar Primo de Rivera recoge en la conferencia citada cómo «Ortega sentía el orgullo de haber influido en la mente de José Antonio». Y el día 11 de enero de 1974 nos decía que José Antonio admiraba a Ortega-;

- o la misma religión cristiana, que le hablaba de ese límite en que lo humano y lo divino se unen en la Persona de Jesucristo.

Sólo con la tercera de dichas explicaciones se puede pedir tanto como él exigía; es decir, sólo cuando se trasciende el plano meramente humano se puede proponer una vida tal de renuncia. Parece, por otra parte, que pedía tanto porque estaba en juego la defensa de los intereses espirituales también.

Decía así en el Parlamento, enjuiciando los sucesos de Asturias de octubre de 1934:

«Nadie se juega la vida por un bien material. Los bienes materiales, comparados unos con otros, se
posponen siempre al bien superior de la vida. Cuando se arriesga una vida cómoda, cuando se arriesgan unas ventajas económicas es cuando se siente uno lleno de un fervor místico por una religión, por una patria, por una honra o por un sentido nuevo de la sociedad ea que se vive.
(...) Hubiera sido muy bueno que el señor presidente del Consejo de Ministros, capaz de retorcer tantas veces sus creencias cuando así servía a la verdad o a la patria, nos hubiese dicho: "Es cierto, no hay más que dos maneras serias de servir: la manera religiosa y la manera militar -o, si queréis, una sola, porque no hay religión que no sea una milicia ni milicia que no esté caldeada por un sentimiento religioso-; y es la hora ya de que comprendamos que con ese sentimiento religioso y militar de la vida tiene que restaurarse España"».

y sólo cuando se luche y haya resurgido la patria, se podrá obtener descanso.

"Sólo entonces logrará ese reposo que es el mejor descanso que da Dios nuestro Señor para los héroes que fueron mártires por los pecados de su generación".

¿Es posible pensar que José Antonio separase perfectamente los conceptos Patria y Dios?

¿Puede alguien que ha hecho dicha separación, cuando ha luchado por la patria, esperar el premio de parte de Dios?

¿O es que estando en juego los intereses religiosos de un pueblo morir por la patria es morir por Dios?

Los términos "militar" y "religioso" parecen hablar de dos realidades distintas:

- lo militar llevaría a la defensa heroica de la patria, a lo que obliga la virtud de la piedad;

- lo religioso hablará de otra exigencia mucho mayor hacia la patria, pero no por ella misma, sino por esa realidad que está detrás de la virtud de la religión: Dios.

José Antonio parece que distingue claramente ambas realidades, incluso objeto de virtudes distintas; pero no como mundos aislados, sino como algo que se entrecruza constantemente.

No hay confusión entre ellos. Pero difícilmente puede el hombre diseccionarlos.

Cuando José Antonio habla del servicio a la patria, precisamente porque es un hombre religioso y sincero, no puede eliminar este transfondo, objeto de otra virtud, que influye e informa el primero.

En ese límite de entrecruzamiento de Dios y patria puede colocarse el pensamiento de José Antonio.

Cecilio de Miguel Medina.



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