La forma y el contenido de la democracia

La forma y el contenido de la democracia
"Pero si la democracia como forma ha fracasado, es, más que nada, porque no nos ha sabido proporcionar una vida verdaderamente democrática en su contenido.No caigamos en las exageraciones extremas, que traducen su odio por la superstición sufragista, en desprecio hacia todo lo democrático. La aspiración a una vida democrática, libre y apacible será siempre el punto de mira de la ciencia política, por encima de toda moda.No prevalecerán los intentos de negar derechos individuales, ganados con siglos de sacrificio. Lo que ocurre es que la ciencia tendrá que buscar, mediante construcciones de "contenido", el resultado democrático que una "forma" no ha sabido depararle. Ya sabemos que no hay que ir por el camino equivocado;busquemos, pues, otro camino"
José Antonio Primo de Rivera 16 de enero de 1931

sábado, 18 de junio de 2016

Teoría Falangista del Estado. El Estado como Unidad de Destino.


 

El Estado como Servicio.

 




El Estado de Equidad.


Adolfo Muñoz Alonso.
Cometería un fácil paralogismo quien pensara que la libertad del hombre se sinte amenazada por el Estado moderno, si éste es un Estado de Equidad, al alzarse cada día más, como una imperiosa necesidad jurídica de lo social.

Más bien hay que  afirmar que sólo en este Estado, y por él, se salva la libertad completa del hombre, pues es el Estado el que potencia esa libertad socialmente, siendo como es el Estado una exigencia de la libertad humana y no una limitación de la misma.

La libertad esencial de que goza el Estado es la que le permite configurarse como realizador de la justicia, con el poder coactivo necesario para que la justicia se resuelva en equidad (Porque la Libertad es también consecuencia de la Justicia y no puede existir sin ella).

Si se acierta con la instrumetación de las estructuras básicas de la sociedad -familia, municipio y sindicato- en la falange original y -sindicato, municipio, asociaciones- en la Falange Futura o Digital, para que ejerzan con autenticidad representativa su participación en las tareas del Estado, el Estado moderno habrá encontrado la clave interpretativa de su evolución y la justificación de su autoridad en el orden humano de la convivencia.

Que fue, en definitiva, la aspiración suprema del pensamiento político de José Antonio y el motor de las decisiones que adoptó ante los demás y ante la muerte:

"Estado que garantice el bien del pueblo, que asegure la dignidad y el trabajo, que sirva al destino de la Patria, que coordine los destinos particulares, que respete y favorezca el desarrollo de las unidades básicas de convivencia, sin ser esclavo de intereses de grupo o de clases, y que sea depositario del poder con una misión intransferible de servicio".

El Estado viene a ser como una creación de la libertad responsable, un fruto de la libertad humana, frente a la libertad natural. Por eso al Estado no le está permitido desentenderse del hombre libre, sino favorecer, proteger y armonizar a los hombres en el uso o ejercicio de sus libertades.

Cuando comienza a perpretarse el atentado estatal a la libertad es al suponerle una figura artificiosa o al constituirle desde unas bases que no son las naturales y orgánicas, sino desde unos grupos de intereses individualistas, sociales, económicos o políticos partidistas o encontrados.

La distinción entre Estado tiránico  y Estado Fuerte es, en José Antonio, terminante y clara.

La tiranía no es tan sólo una condición del Estado que desprecia la libertad individual o colectiva, sino que también es tiránico el Estado que, al inhibirse de su misión y del cumplimiento de su destino, consiente la despreciación de la libertad individual, entregándola maniatada a los poderes económicos.

La justificación interior del Estado se encuentra en la decisión de defensa de la libertad de los hombres todos, en igualdad inequívoca, tomando como base la definición espiritualista del ser humano.

La tiranía se comete cuando se favorece la humillación del hombre y el uso imposible de su libertad real. No deja de ser curioso el hecho comprobable de que en España los Estados que se han desentendido de esta concepción espiritualista del hombre, han concluído siempre en la tiranía, por muy liberales que fueran sus programas.

La libertad del hombre es, pues, en e pensamiento de José Antonio, un valor eterno e intangible. Estos dos valores no son atributos de la libertad es sí msma, sino del hombre, que es al que en rigor pèrsonaliza la libertad. Por eso, si la nación de la que forma parte un hombre no es una nación libre, ese hombre no puede ser de veras libre.

Si el hombre, en un uso falaz o indebido de su libertad, menoscaba la libertad de la Patria, o debilita la unión o la fortaleza necesarias para que esa libertad se ejerza, está arruinando los presupuestos requeridos para el ejercicio de la libertad personal dentro de la Patria en que vive. Atentar contra el destino de una Patria, como España, aflojar los lazos de su unidad, o envenenar las fuentes o el discurso de su historia, es vituperable en nombre de la Patria, pero también en nombre de la libertad, si esa Patria es España como destino de unidad en defensa y garantía de la libertad individual.

El Estado como servicio y misión, representa la disciplina, la armonía y la norma, para el recto y valioso ejercicio de la libertad.

Adaptado de Alfonso Muñoz Alonso: Un Pensador para un Pueblo.

Teoría sobre el Estado de los sistemas individualista y totalitario.


Explicadas las concepciones que acerca del hombre traen las doctrinas individualista y totalitaria vamos a ver ahora de qué manera tales concepciones repercuten en el concepto del Estado que esas doctrinas postulan.

1) La idea del individuo conduce necesariamente a la de contrato como explicación del Estado.


Para el individualisrno como deciamos el hombre es el individuo, el que no se debe a nada ni a nadie, sino a sí mismo.

Esto es lo que Rousseau, cuyo pensamiento seguimos aquí como expresión típica del liberalismo individualista democrático, quiere decir cuando afirma que el hombre es libre por naturaleza.

Para los hombres del siglo XVIII la naturaleza es aquello que ha venido a ocupar el lugar de Dios en el universo; como si dijéramos una especie de Dios inmanente al mundo.

A falta de normas divinas, el hombre del setecientos anda siempre a vueltas con normas de la naturaleza, y la primera de estas normas, la que por lo visto está escrita con letras mayúsculas en el Código de la nueva divinidad, es la que establece que los hombres, fuera de existir no tienen otra cosa que hacer en el mundo; todo lo más respetar un poco a los ancianos, a las plantas y a las ciencias exactas; pero bien entendido que todo esto ha de ser sin que tal respeto llegue a significar verdaderamente una vinculación o sujeción real a algo o a alguien.

La única excepción que la naturaleza se preocupó de consignar en este sentido en su Código, fué lo tocante a la familia. De ésta sí nacen obligaciones para el individuo; pero ello es debido a que sin la familia y sin las obligaciones y derechos que supone, no podría el hombre vivir durante las primeras etapas de la vida, y como ya está dicho que lo único que ha de hacer el hombre en este mundo es vivir, sin que le importe luego de qué modo o en qué sentido viva, la naturaleza se cuidó de consignar amorosamente esta importante excepción.

Si el individuo, pues, es libre, ¿cómo es que hay otras sociedades que no son la familia? O dicho con palabras de Rousseau: ¿Cómo es que vive encadenado por todas partes? Es de notar que Juan Jacobo Rousseau llamaba cadenas a las relaciones de mando y obediencia, que constituyen el tejido de la sociedad política.

Por lo tanto, su pregunta suena así: Si la familia es la única sociedad natural, ¿cómo se ha hecho el Estado? y lógicamente contesta que no teniendo su origen en la naturaleza sólo puede ser por una de estas dos razones:

"o porque un individuo más fuerte o más hábil que los demás haya conseguido arrebatar a los hombres su libertad, gracias a un acto de fuerza, y haya logrado encadenarles para obtener un provecho con ello, o porque los hombres, en uso de su libertad, han convenido libremente en encadenarse. "

Al lo primero, naturalmente, llama atropello, y como en la fuerza -dice Rousseau- no puede cimentarse nada que sea justo y moral, no queda más solución que afirmar, por lo tanto, que o las sociedades son injustas o están montadas necesariamente sobre una convención; todo Estado que no se halle montado como un contrato es una injusticia, mejor dicho, no es verdaderamente un Estado.

Esta es la famosa idea del "Contrato Social"; gracias a él las cadenas experimentan mágica transformación;  

siguen siendo cadenas, pero se trata ya de unas que el hombre ha fabricado libremente, por su gusto,

como las que fabrica para colgar el reloj ; con ello el hombre no se debe sólo a sí mismo, sino también al Estado; pero como éste no es más que un producto de su voluntad, el hombre, en realidad, queda tan libre como antes. 

2) Esta explicación lleva a negar calidad a los Estados no contractualistas.


Rousseau ha despertado con su famosa teoría el entusiasmo de partidarios y detractores hasta un grado increíble. A su conjuro se han volcado sobre los pueblos diluvios de retórica escrita y no escrita, se han compuesto himnos y se han organizado manifestaciones. Es decir, se ha hecho todo lo contrario de lo que había que hacer.

Lo peor que a uno le puede suceder es razonar a la hora de entusiasmarse, y entusiasmarse a la hora de razonar. El que se sitúa ante el problema de su posible matrimonio con la frialdad de juicio que se requiere para resolver un problema de cálculo integral, adoptará una actitud tan equivocada como el que se lance a resolver una ecuación de segundo grado por procedimientos sentimentales.

Lo que Rousseau escribió no fue una oda, sino, según él mismo se encargó de consignar expresamente en la portada del "Contrato Social", un libro de derecho político. Como tal es, por consiguiente, corno debe ser estudiado y tenido en cuenta.

Pues bien, este libro admirable que ha sabido despertar el entusiasmo de las gentes, mirado, en cambio, como tratado político no resiste el análisis de un estudio riguroso. Por ejemplo, lo menos que podemos exigir a un libro de derecho político, es que nos diga qué cosa es el Estado. Sin esto es imposible dar un paso, y, sin embargo, Rousseau escamotea la cuestión fundamental con impasibilidad de faquir; no dice una palabra acerca de ello, y no sólo no dice, sino lo que es más grave, mezcla los conceptos de tal manera, que la gran masa de sus lectores acaba por armarse un lío y creer que, en realidad, todo lo que había que decir estaba dicho y no es preciso repetido porque queda suficientemente declarado.

Nos habla sí, de que el Estado no surge naturalmente, y que son los hombres los que se encargan de construido con el contrato social. Pero, ¿qué es lo que construyen? ¿El Estado? Entonces, lo que hasta entonces había, ¿no era Estado?

"La sociedad política, el Estado -dice Rousseau- es una convención." Imaginemos ahora que tomamos a un hombre de la calle y tratamos de explicarle esto. Lo primero que pensará es que con ello quiere decírsele que originariamente el Estado se formó por convención y que Rousseau postulaba una vuelta a aquella forma originaria del Estado que por A o por B dejó un buen día de tener vigencia; pero, naturalmente, en cuanto piensa ésto se ve forzado a hacer estas preguntas: ¿Cuándo se celebró esa convención entre los hombres? ¿Cómo se sabe que, efectivamente, se celebró? Entonces el filósofo de formación liberal sonríe benévolamente, como si acabas e de oír a un niño, y dice que no; lo que se quiere explicar con el "Contrato Social" no es eso; el contrato, en rigor no se celebró nunca; se trata sólo de un modo de expresarse; lo que de esta manera se quiere decir es que cualquier Estado, tenga el origen que tenga, no puede considerarse como verdaderamente tal si no se configura y se estructura como si el contrato se hubiera celebrado de verdad. 

Perfectamente, argüirá el hombre de la calle, pero si los hombres quisieran rescindir ese contrato y dar fin al Estado, ¿podrían hacerlo? Ante esta objeción el intelectual se vería obligado a responder que era necesario hacer una distinción: lo que en lo sucesivo hubiera, que sería algo independiente de la voluntad de los hombres, no merecería llamarse Estado, no sería un verdadero Estado, porque el Estado es el contrato social, y nada más que el contrato social.

Si el hombre no versado en ciencia política, el hombre de la calle, conoce algo de historia, caerá inmediatamente en la cuenta de que la mayoría de los Estados que han existido sobre la tierra no se parecían nada a un contrato, y si no la conoce tendrá presente al menos que a, muchos Estados que ha conocido hasta hace poco y a otros que sigue conociendo les ocurre lo mismo: Alemania, Rusia no tienen nada que ver con lo que Rousseau pensaba. ¿Es que no son Estados? El individualismo contesta que no; su doctrina llama tan sólo Estado a lo que es una convención. 

Muy bien; pero entonces, esos otros Estados, o, si se quiere, esa otra cosa que consiste en que los hombres vivan ligados entre sí por relaciones de mando y obediencia, o ese falso Estado que existe independientemente de la voluntad de los hombres, después que todos hayan acudido al notario de la naturaleza para retirar su consentimiento, eso, ¿qué es?

La contestación que el hombre inculto recibe es bastante estupefaciente:  

Es la fuerza; todo lo que no sea convención es fuerza.

Pero como la fuerza no es más que una potencia física, ninguna moralidad puede derivarse de ella, y, por tanto, no hay por qué ocuparse más del asunto. Y todos los individualistas, con Rousseau a la cabeza, se desentienden alegremente del problema.

 

3) Insuficiencia de esta actitud.


La cosa, en realidad, es bastante arbitraria; se empieza por desechar desde las primeras líneas con ademán despectivo aquello que es, precisamente, la cuestión fundamental; la definición del Estado; y ya no se vuelve a hablar de ello, sino de un determinado Estado. Algo así como si Santo Tomás al comenzar la "Summa Teológica" se declarase indiferente ante el mínimo problema de si Dios existe o no existe. No, no. Todo eso de la justicia o de la injusticia del Estado es algo que presupone a éste necesariamente en el orden de las ideas: no se puede tratar del caballo bueno y del caballo malo sin saber antes lo que es un caballo.

El mando del hombre por el hombre será todo lo injusto que se quiera; pero la verdad es que el mundo se va haciendo viejo y aun estamos por ver el espectáculo de que los hombres descansen un instante en la tarea de mandarse los unos a los otros más que sargentos.

Este conjunto de mandones y obedientes, llamémosle Estado o sociedad política o como se le quiera llamar, es lo primero que hay que pararse a considerar, y Rousseau no dice nada de esto; dice que lo suyo es lo bueno y que lo otra es la fuerza.

El hombre de la calle, ante esta evasión de conceptos, siente la azorante impresión de estar siendo víctima de una sesión de ilusionismo retórico, y no puede por menos de abandonar la polémica para empezar a discurrir por su cuenta.

Lo primero que someterá a su meditación será la siguiente:

¿Qué es lo que se me explica cuando se me dice que esas cosas a las que yo tenía por Estados no son más que fuerza? No se me explica nada. Y, precisamente, lo que a mí me dan ganas de preguntar es el porqué de que la fuerza, que viene a ser, según los hombres partidarios de la naturaleza, una especie de poder ciego y sin sentido, tenga tanto poder y tanta significación frente a la naturaleza misma.

Si se me dice que no existe Dios, que el mundo está regido por leyes naturales, que vienen a ser una especie de Divinidad, ¿cómo es que la fuerza es capaz de desbaratar de tal manera todos los propósitos y todo el sentido de estas leyes? Es asombroso que los hombres del setecientos, tan devotos de la naturaleza, no se detuvieran estupefactos ante la paradoja.

Si el hombre es libre por naturaleza, ¿cómo es que desde el primer día no ha gozado un instante de libertad? ¿Cómo son las cadenas algo tan constante, tan implacable, tan irremediable? ¿Cómo no es libre en la práctica?

Se me dice que por la fuerza; pero si en el mundo no hay más que naturaleza, y la fuerza no es naturaleza, porque si lo fuera contribuiría ella también a hacer libre al hombre, ¿qué diablos es la fuerza?

Para el que cree en Dios y en su Providencia, y piensa que el hombre ha sido creado por El con alma racional y discursiva, entre otras cosas, para que pueda dialogar con sus semejantes, ¿no representaría una objeción insalvable a su tesis el hecho de que todos naciéramos con la lengua cortada? Si la naturaleza ha hecho a los peces para que vivan en el agua, ¿no sería asombroso que por fas o por nefas hubiéramos de encontrárnoslos siempre paseando por la tierra?

Sin embargo, nada de esto asombra a Rousseau.

En el primer capítulo de su famoso libro dice:

"El hombre ha nacido libre, y se encuentra encadenado por todas partes".

¿Cómo ha sucedido esto? Lo ignoro". Hombre, pues si lo ignora, medite un poco acerca de ello, pero no resbale por encima tranquilamente como si no tuviera importancia, porque es eso, precisamente, lo que hay que indagar para escribir un libro de derecho político. No basta con decir tranquilamente que la fuerza ha hecho los primeros esclavos y su cobardía los ha perpetuado. Esto, suponiendo que fuera cierto, sería lo primero que habría que considerar.

La segunda duda que el hombre de la calle sometería a propia meditación es la siguiente:

Se me dice que los Estados en cuestión no son más que fuerza; muy bien, pero también es fuerza lo que hace la cuadrilla de bandidos cuando asalta una diligencia. También son fuerza cien mil cosas que vemos todos los días; el mundo está lleno de situaciones originadas por la fuerza.

Ahora, bien; yo, que no sé nada de política, no llamo Estado a estas situaciones, y no sólo no lo hago yo, sino que nadie lo hace.

Con cuantas personas de mis conocimientos me ponga a dialogar acerca de esto, llegaré inmeditamente a un acuerdo acerca de las situaciones de fuerza que son Estado y de las que
no son. 

 Forzosamente tiene que haber una razón para diferenciar estas cosas. Eso a lo que yo llamo Estado será, si ustedes quieren, fuerza; pero tiene que ser una fuerza de cierta clase, una fuerza cualificada de algún modo, que es la que a mí me hace distinguirla de las demás.

Estas consideraciones del hombre corriente están en la conciencia de todo el mundo; por tanto, el científico ha de hacerse cuestión de ellas más que nadie, y Rousseau era, desde luego, un científico, y todos sus seguidores, al menos sus comentadores, se precian de serlo. Bien está que las masas ingenuas que nutren los partidos políticos se limiten a recibir sobre sí el tópico de la fuerza, como quien recibe un balón de fútbol, y se dediquen a lanzarlo al aire jubilosamente; pero los que hacen ciencia, no.

Y Rousseau, que consigna expresamente en la portada de su libro su propósito de escribir acerca de derecho político, estaba obligado a afrontar los problemas desde su misma raíz. ¿Por qué no lo hizo? ¿Es que era tonto? Desde luego, no lo era, y, además, aquí no se trata sólo de él, sino del individualismo en general.

No como tal Rousseau, que ahora no tiene para nosotros otro valor que el de un punto de referencia, sino como exponente de una doctrina determinada, hay que preguntarse la causa de este silencio tan sospechoso.

Inciso: Piense el lector si las fuerzas dectructivas de la naturaleza, como la depredación, la competición, los mundos prehistóricos, el envejecimiento, la enfermedad, la muerte o las extinciones masivas, entre infinitos ejemplos, son benevolentes por naturaleza a diferencia de la "crueldad" intrínseca de las jerarquías de las sociedades cristianas.

4) Razones de esta insuficiencia: 

 

1º Confusión entre Estado y Poder. 

 

2º Negación de las sociedades naturales.


Y entonces hay que llegar a la conclusión de que ello no se debe a la casualidad, sino, al revés, forma parte de un plan.

En primer lugar -se nos ocurre decir-, si Rousseau roza tan superficialmente la cuestión del Estado es porque ésta, en realidad, no le interesa; lo único que le interesa, como a todos sus contemporáneos, es una de sus facetas o elementos: el Poder.

Y tanto es así que acaba por identificar ambos conceptos, como los gitanos acaban por identificar al Gobierno con la Guardia Civil.

Hombre de su siglo, la cuestión que le preocupa es el combate contra el Poder Real, y a fuerza de fijarse obsesionadamente en él, termina por no ver otra cosa que una pugna de Poderes: el Poder Real y el Poder popular.

El Estado, para los liberales, es algo que queda implícito en esto, sin que a nadie se le haya ocurrido argumentar que definir el Estado es anterior al modo de gobernarlo.

Así sucede que cuando Rousseau nos viene a decir que trata de hacer una teoría del Estado, lo único que hace, en realidad, es una teoría del Poder.

Ya veremos en capítulos siguientes el valor y el alcance de tal teoría, pero ahora quede sentado que acerca del concepto mismo- del Estado la democracia individualista no ha dicho una sola palabra.

Pero aun hay otra razón para este silencio: no es sólo por confusión de conceptos, es que, además, ante las consideraciones del hombre de la calle, el individualista no puede hacer otra cosa que gesticulaciones retóricas, si no quiere renunciar a su doctrina.

Esta es la realidad.

 Desde el momento en que se haga cuestión de la fuerza como tal fuerza, desde el momento en que se pregunte qué es lo que puede diferenciar a unas situaciones de fuerza de otras, el individualismo ha caido por su base. 

Recuérdese que toda su argumentación es ésta: el hombre es libre por naturaleza; las sociedades son aquellas cosas en las que el hombre no es libre; luego por naturaleza, no hay sociedades.

Desde el momento en que se admitiera la existencia de sociedades naturales, el individualismo no tendría apoyo.

Y esto es, cabalmente, a lo que forzosamente se vendría a parar admitiendo el diálogo sobre las consideraciones que hace el hombre de la calle. Si dos situaciones de fuerza se pueden distinguir entre sí de un modo definitivo, es, indudablemente, porque son de distinta naturaleza.

Y si, sea como sea, de un modo vago o preciso, se llega a afirmar esto, el individualismo se va a pique; se ha abierto una vía de agua por la que el torrente de la naturaleza comienza a entrar, y lo demás es cuestión de tiempo.

Véase por qué es tan necesaria la retórica y por qué todo el individualismo democrático tiene tanto interés en prescindir de razonamientos y ponerse a gritar contra la fuerza en cuanto el problema de las sociedades políticas no convencionales es abordado por alguien.

5) La quiebra de esta actitud individualista provoca la solución totalitaria.


Lo malo es que los individualistas se pillaron los dedos.

Comenzaron a predicar en una época que les era bastante propicia: la época de los intelectuales y de los razonadores; una época en que la razón es considerada como el más alto exponente de lo humano.

Además, es una época de sentimentalismo y de ilustración; se hace culto de todo esto, y, como hemos dicho antes, los intelectuales, que son los que gobiernan entonces al mundo, adoctrinan a las generaciones en el culto a los ancianos (que son los que saben más cosas acerca de la naturaleza y de la razón) y a los pajaritos (que no son nada racionales, pero que son la naturaleza misma).

Los intelectuales, los ancianos, los pajaritos, ¡qué encantador es todo esto de entretenerse, al fin, con los seres más débiles de la creación! No se imagina uno a ninguno de ellos soltándole un buen puñetazo a nadie. ¡Qué lástima que haya gañanes en el mundo capaces de derribar a un toro! Se comprende que en un mundo así, toda alusión a la fuerza fuera suficiente para provocar un mohín de repugnancia en personas bien nacidas, y bastara para cambiar precipitadamente de conversación, como si se hubiera dicho una indecencia ante un grupo de señoritas.

Pero Ilegó un momento en que las cosas cambiaron.

Acaeció que fueron elevándose en la sociedad unas masas integradas por individuos, cuya habilidad más característica consistía, precisamente, en su aptitud para machacar el hierro o para cargarse a la espalda, con toda facilidad, un saco de cien kilos.

Naturalmente, estas gentes, no estaban predispuestas a escandalizarse ante la fuerza del mismo modo que los intelectuales democráticos, y cuando aparecieron en el mundo otros intelectuales que predicaron en distinto sentido, estas masas les dieron oído inmediatamente.

Lo que estos intelectuales nuevos -con Marx a la cabeza- vinieron a decir fué lo siguiente:

"¿Dicen ustedes la fuerza? Bueno, ¿y qué? ¡Como que es la fuerza lo importante en la vida!"

No cabe duda que puestas las cosas en los términos enunciados por el liberalismo, la lógica de los intelectuales marxistas era aplastante, porque bien mirado, lo que se había hecho hasta entonces no tenía sentido; se había quitado al hombre el sentimiento de Dios; después, se le había alejado del prójimo diciéndole que es un individuo, y que esto quiere decir que no está ligado a nada ni se debe a nadie, y luego de decirle estas cosas se le había dicho que tiene que ser bueno y cuidar de los pájaros y de las flores.

No; si el hombre no se debe más que a sí mismo, no se venga con la pretensión de hacer de él una colegiala; al revés, lo lógico, lo natural, es que los hombres se dediquen exclusivamente a buscar su propio provecho. Esto es lo único que tiene que hacer en la vida un hombre desvinculado de su realidad trascendente, y si esto es así, será tanto más grande y más completo cuanto mayor sea su aptitud para buscarse ese provecho.

Esa aptitud -continúan discurriendo los filósofos marxistas- se llama fuerza; por tanto, a lo que el hombre tiene que aspirar es a ser fuerte: "¡La fuerza es lo mejor de la vida!"

Es decir, que los nuevos intelectuales vinieron a moverse en principio en el mismo terreno que los anteriores, pero sacando unas consecuencias diametralmente opuestas.

"El Estado, o es un contrato o es fuerza -dijeron los primeros- como la fuerza nos repugna, ¡viva el contrato!"

 "Nosotros opinamos lo mismo -dijeron los segundos- ;pero como la fuerza nos encanta, ¡abajo el contrato!"

Mas no se redujo toda a repudiar el tipo de Estado postulado por los individualistas.

El vacío que éste había dejado fué ocupado por uno nuevo, nacido al calor de este nuevo entusiasmo por la fuerza: el Estado totalitario. 

El Estado totalitario es lo que resulta cuando los hombres puestos en este camino quieren a todo trance sentirse fuertes.

Recuérdese lo que se dice en el capítulo anterior acerca de la dignidad y se verá que sucede lo mismo con el sentimiento de la fuerza. El hombre actual se encuentra aprisionado en medio de una civilización que ha crecido hasta adquirir las proporciones de una selva virgen, y en esa civilización tan frondosa el hombre, por el contrario, ha ido reduciéndose a las proporciones de gusano; hasta en la calle se ve aplastado por una multitud que le estruja; ¿qué es él, pobre átomo, al lado de tanta grandeza y de tanta fuerza?

Junto a esto se ve, en cambio, alzarse en el mundo a los Estados como seres llenos de gloria y de victoria, como campeones capaces de las más increibles hazañas. El pobre hombre quisiera ser fuerte y exteriorizar su fuerza, pero la civilización no le deja el menor resquicio para ello. Ya no tiene continentes que descubrir ni tribus que colonizar y las tierras desconocidas están habitadas por salvajes con los que no hay manera de entrar en discurso; si va a la guerra, no hay esperanzas casi de destacar individualmente; si va al desierto, la gente no le llamará penitente, sino turista, y, además, ¿para qué santificarse?; esto sí que era un modo de sentirse fuerte; pero, ¿existe Dios?

El hombre, si se mira a sí mismo, no encuentra la manera de hacer ver a los demás su propia fuerza; en cambio, si mira al Estado, ¡qué océano de posibilidades tiene ante él!

El hombre entonces no ve otra solución que implicarse en este Estado. Pero, lógicamente, esto no lo puede hacer sin una explicación; para implicarse en él, para deshurnanizarse del todo, necesita justificarse de algún modo ante sus propios ojos, convencerse a sí mismo de que éste no es el último paso hacia una anulación de su personalidad humana; y es entonces cuando empieza a reargüir a los individualistas y cuando construye todo el aparato dialéctico de los Estados totalitarios.

Rousseau había dicho que el Estado no es una sociedad natural, y hay que contestarle que no sólo lo es, sino que, además, es la sociedad natural por excelencia; más natural aun que el hombre.

"El hombre -dicen los totalitarios- sólo es tal en cuanto está implicado en el Estado." 

Este es tan natural, que constituye, en realidad, una especie de organismo gigantesco, tan real, aunque diferente a ellos, como los organismos vivos que andan por el mundo.

El que no es natural es el individuo; ¿quién es este pobre gusano para pretender que el Estado, ese ser gigantesco y glorioso, protagonista de la Historia, sea una creación suya?

Defender la tesis del "Contrato Social" es algo tan grotesco como lo sería el que los átomos que componen el cuerpo humano acordaran que si tal cuerpo existe es porque, en un primitivo y descomunal convenio, ellos lo han acordado así y solamente en cuanto lo han acordado.

Recordemos aquí cómo se ha podido llegar a esto sin demasiado escándalo; cómo aquel primer problema teológico del Renacimiento degeneró en un artificio filosófico y luego político y luego económico, y cómo el eje de esta última postura se reduce a fundir la propiedad privada en una inmensa y única propiedad colectiva encomendada al Estado;

pues bien, proyectemos esta mentalidad colectivista (Marx nos dijo que, según enseña la Historia, todo se explica recurriendo a la economía) sobre el problema político del Estado, y obtendremos invariablemente el Estado totalitario; la tesis económica que postula la desaparición de lo privado en lo colectivo se convierte, en el lenguaje politico, en la anulación de los derechos individuales de la persona en nombre de los derechos de la colectividad estatal.

6) Individualismo y totalitarismo desde el punto de vista cristiano.


De esta manera, entre individualistas y totalitarios han desnaturalizado el verdadero concepto del Estado.

Los unos, para defender un criterio político, y los otros, para combatirlo.

Frente a ellos hay que afirmar dos cosas:

Primera, que el Estado no es, como creen los totalitarios, un organismo superior al hombre ni nada que se le parezca;

Segunda, que el Estado es, en contra de la opinión de los individualistas, una verdadera sociedad natural.

Vamos primero a agotar el tema polémico analizando ahora la actitud del Cristianismo frente a esas dos doctrinas.

El totalitarismo -decimos- considera al Estado coma síntesis social en la cual se realizan las virtudes de la colectividad; algo así como la máquina obtenida por la suma de las más diversas piezas y que sólo compuesta y montada en su totalidad es capaz de producir el efecto que a cada una de ellas le está negado; y piensa que de la misma manera que estas fuerzas aisladas o agrupadas sin concierto son incapaces de resultado alguno, así el hombre, ni individualmente considerado, ni agrupado en masa, sino precisamente encajado dentro de la máquina estatal, es útil y provechoso.

De aquí que el totalitarismo mire al Estado como sujeto activo en el acontecer histórico y, en cambio, afirme que el individuo sólo puede ser tomado en consideración en cuanto que es molécula eficaz del Estado,

Aora bien; ¿es este supuesto compatible con el pensamiento filosófico del Cristianismo?

Veámoslo. Si la colectividad, no ya como tal colectividad, sino constituyendo un ente separado y distinto de los individuos: que la componen, es decir, el Estado, es el sujeto de la Historia, ¿qué es entonces el hombre?

El hombre es tan sólo el punto de tránsito de un proceso dialéctico que se desarrolla en el tiempo. El hombre, en buena tesis totalitaria, no tiene sustancia, sino en cuanto es medio de realización de este proceso y en cuanto que forma parte de ese Estado, que es el verdadero actor de la Historia.

Es decir, el hombre "es" en cuanto se realiza en el Estado; fuera de esto, no es nada.

Por lo tanto, cuando se dice "todo para el Estado, nada contra el Estada, nada sobre el Estado", como cuando se dice colectividad socialista, no es ya que el conflicto entre el hombre y la colectividad, que el individualismo liberal resolvió a favor del individuo, se quiera resolver ahora a favor de esa colectividad, sino que se afirma que fuera del Estado el hombre no tiene sustancialidad, del mismo modo que una pieza carece de efecto si la consideramos fuera de la máquina total; y como este concepto de hipertrofia del Estado desconoce en el hombre lo que tiene de más esencial, la persona, cae de lleno en el lado anticristiano, puesto que el cristianismo reposa, por el contrario, en la idea de montar la vida. no sobre la teoría de un Estado total, sino sobre la vuelta al hombre

En consecuencia; el totalitarismo, que es una teoría originariamente socialista (al menos en su acepción moderna), se opone de una manera radical a una concepción cristiana de la sociedad.

Esta quiere el sometimiento del Estado al fin supremo del hombre; aquella quiere el sometimiento del hombre al fin supremo del Estado; la una quiere la restauración del hombre en toda su integridad; la otra quiere su reducción a la categoría de molécula del Estado.

En la una, todos los derechos y deberes radican en la persona humana y en su destino espiritual y eterno; en la otra, todos los derechos y deberes residen en el Estado, y el hombre participa de ellos en cuanto que forma parte de la colectividad.

Pero si este pensamiento cristiano se aleja sustancialmente de la idea totalitaria, por considerar que el Estado es el medio que el hombre tiene para realizar su natural tendencia a la sociedad y de ninguna manera el organismo destinado a anular su personalidad individual, también se aleja de la idea liberal, y esta vez no porque crea equivocado el propósito de impedir que el Estado recorte excesivamente la libertad del hombre, ni menos aun porque pretenda asignar a la sociedad civil funciones reservadas únicamente a la religiosa, sino porque cree que esa sociedad queda incompleta si no mira al hombre de una manera completa.

Rousseau sostenía que "cada uno puede tener las opiniones que le acomoden, sin que pertenezca al soberano entender sobre esto, porque como no hay competencia sobre el otro mundo, sea la que quiera la suerte de los vasallos en. La vida venidera, éste no es asunto del soberano, con tal que en la presente sean buenos ciudadanos". ("El Contrato Social", libro IV, capítulo VIII, De la religión civil.)

Como se ve, no es que rechace la existencia del más allá, es que confiesa que no le interesa, y lo confiesa, porque acepta (ésta es la consecuencia: política de la filosofía renacentista) la posibilidad de separar en el hombre su actitud espiritual de su actitud material, sus relaciones externas con los demás hombres y su responsabilidad interna para su propia conciencia.

7) La idea cristiana del Estado exige la aceptación previa de un concepto total del hombre.


El hombre cristiano, por el contrario, sabe que no solamente nace para vivir. sino que vive para cumplir un destino espiritual y eterno, y sabe, además, que, aunque es libre de realizar bien o mal ese destino, no es libre de separar su ser de su razón de ser, y cuando actúa, piensa o dice, sabe que al mismo tiempo que con entera libertad habla, discurre o hace, está labrando su propio destino, sin que éste se derive de actos ajenos a los que en esta vida realiza.

De estas dos maneras de concebir al hombre se deducen, lógicamente, dos maneras de concebir la sociedad estatal, porque, según ellas cuando el hombre trata de reunirse a otros para vivir en sociedad puede hacerla de dos maneras:

o uniéndose simplemente para convivir con ellos, si piensa sólo en el hecho circunstancial de su coexistencia,

o uniéndose para mejor cumplir el fin supremo de su vida, si piensa que, además, tiene con esos otros una comunidad de destino.

El liberalismo piensa que su misión es ocuparse únicamente de las relaciones humanas désde un punto de vista meramente ocasional y piensa, además, que esto es relativamente fácil, como es fácil separar en dos, cualquier cosa y tomar una sola parte.

Para el liberalismo, lo espiritual no es un todo inseparable de lo material, sino más bien un aditamento voluntario que el hombre añade a su propio ser y que, a lo sumo, le obliga consigo mismo, si lo acepta como norma de su vida, pero no en sus relaciones con los demás, si éstos, a su vez, no quieren aceptarla: por lo tanto, las relaciones sociales se tienen que mantener en un plano de indiferencia absoluta, dejando al arbitrio de cada uno preocuparse o no de los motivos fundamentales.

El Estado liberal no quiere saber nada del principio y del fin del hombre; le basta saber que existe para inventar un Estado en el cual la única circunstancia que debe ser tomada en consideración es la común existencia de una aglomeración humana que, por coincidir en un momento determinado sobre un mismo territorio, tiene que pactar entre sí la mejor manera de tolerarse durante el tiempo que haya de convivir.

En cambio una recta filosofía del hombre como sujeto de la sociedad y del Estado como estructura de ella, nos conduce a una organización radicalmente distinta con sólo empezar reconociendo que la existencia física del hombre es inseparable de su destino eterno. 

El mismo Rousseau, para llegar a su dualismo y no teniendo más remedio que aceptar una serie de principios esenciales para el buen gobierno de los pueblos, acudió al subterfugio de presentarlos como advocaciones sociológicas y no como dogmas de teología. "Hay una profesión de fe (dice en el capítulo VIII del libro IV de su "Contrato Social"), cuyos artículos pertenece al soberano fijar, no precisamente como dogmas de religión, sino como sentimientos de sociabilidad. sin los que es imposible a nadie ser buen ciudadano y fiel vasallo.

Sin poder obligar a ninguno a creerlos, puede desterrar del Estado al que no los crea, no como impío, sino como insociable, como incapaz de amar sinceramente las leyes y la justicia y de sacrificar en la necesidad su vida a su deber.

Si alguno, después de haber reconocido públicamente estos dogmas, se conoce como si no los creyera, sea pues castigado con pena de muerte, porque ha cometido el más grande de los crímenes y ha mentido delante de las leyes. Los dogmas de la religión civil deben ser simples, pocos y enunciados con precisión, sin explicaciones ni comentarios. La existencia de una poderosa divinidad, inteligente, bienhechora, próvida; la vida futura; la felicidad de los justos; el castigo de los malos; 1a santidad del contrato social y de las leyes; he aquí los dogmas positivos."

Esto, que bien pudiera llamarse la secularización del catecismo, no es otra cosa que confesar, en parte, la incapacidad humana para vivir sin fe, y, sobre todo, es confesar una falta absoluta de sinceridad dialéctica; porque si el hombre puede vivir sin dogmas, ¿para qué inventar esa especie de sucedáneo cívico-religioso?

Y si no puede vivir sin ellos, ¿por qué no reconocerlos desde el principio y obrar de acuerdo con su existencia? Y obrar de acuerdo con su existencia es construir el Estado de tal manera, que recoja al hombre de un modo completo, sin que tenga éste que renunciar a una parte de su completa fisonomía para encajarse dentro de la organización encargada de llevar a efecto su natural instinto de sociabilidad.

8) La misión del Estado no es luchar con el hombre hasta vencer o ser vencido por él.


Ahora bien; si el Estado tiene que considerar al hombre en su totalidad y nace de una idea de servido al bien común, esta idea de servicio, unida a aquella concepción completa del hombre, nos lleva a la conclusión de que el Estado tiene que identificar sus propios fines con los fines del hombre, y esto hacerlo, no solamente en aquellas cosas más o menos trascendentales que en un momento dado puedan embargar la ocupación normal del hombre, como ya lo hace el liberalismo al hablar del orden públíco y de la trata de blancas, o como lo hace también el marxismo al preocuparse de la cuestión social, sino de aquellos otros que, hablando del hombre en su acepción completa, es preciso tener en cuenta.

Con lo cual llegamos a buscar un Estado que, al aceptar como propios los fines del hombre, resuelva la polémica con el individuo de un modo totalmente distinto a las soluciones totalitaria e individualista. Porque ya no vence el individuo ni se deja vencer por él, sino se identifica con él de una manera absoluta.

Hasta ahora, la pugna entre el individuo y el Estado se movía pendularrnente, sin llegar jamás a estabilizarse y era porque la confluencia del uno con el otro se había realizado sobre la movediza base de una voluntad abstracta, y cuando esa voluntad no tiene contornos, cuando se dice que el hombre puede, por un acto de voluntad colectiva, transformar el bien en mal y la mentira en verdad, forzosamente hay que suplir con autoridad la falta de consistencia de las cosas.

Por eso la democracia liberal es tan propensa a caer en las dictaduras, y las dictaduras a desembocar en estallidos de anarquía, porque no hay una base sólida de inteligencia entre el individuo, que ha dejado de reconocer límites y permanencia a su voluntad, y el Estado, que no encuentra manera: de imponer su autoridad, ya que la virtud sustancial del mando es, por el contrario, la permanencia y el límite.

En cambio, si identificamos los fines del Estado con los fines del hombre, ¿qué divergencia cabe entre uno y otro?

Un Estado así configurado puede permitirse el lujo de ser fuerte, sin que le amenace el riesgo de ser tiránico, porque la tiranía nace de un querer imponer la voluntad ajena, y aquí no se trata de voluntades ajenas, sino de la propia y universal voluntad que todo hombre, sin distinción alguna, tiene que sostener cuando se propone ser, como debe ser.

Pero, además, puede permitirse el lujo de sentirse unánimemente aceptado por todos los hombres de su país; la teoría marxista, que considera al Estado como un intento de llevar a cabo la aspiración dominadora de una clase, y la teoría liberal, que lo supone producto de un contrato social, conciben al Estado de un modo raquítico, sometido al capricho del grupo o de la casta. 

Pero un Estado tal como aquí se propugna, en que sus intereses generales son tos intereses generales del hombre previamente considerado en su forma total, no permite identificarlo con la clase ni la mayoria, ni siquiera con el hombre tal como es en cada momento (lo cual, al fin y al cabo, nos llevaria al partido político), sino con el hombre tal como inmutable y duraderarnente ha querido Dios que sea, aunque su libre albedrío le lleve algunas veces a sentirse en desacuerdo y otras a implicarse voluntariamente en su destino fundamental.

Lo cual justifica el orden que vamos siguiendo en este libro, de que la estructura del Estado, como espejo del hombre ideal, debe suceder al conocimiento del acto y teológico de ese tipo ideal de
hombre.


Una nueva teoría del Estado: El Estado como unidad de destino



Resumiendo; para los individualistas el Estado no es otra cosa que un instrumento al servicio del individuo, y cualquier pugna entre éste y la colectividad tiene que resolverse a favor del primero.

Pero esto trajo consigo una de las quiebras más importantes del sistema y, en último término, fué la causa inmediata de los totalitarismos.

Porque conforme la vida de los pueblos fué haciéndose dura, se fué haciendo cada vez más frecuente la exigencia de que los individuos cedieran ante la colectividad en evitación de gravisimos males.

Era una necesidad que no había más remedio que aceptar; pero, evidentemente, estaba en pugna con los principios.

Como el baturro del cuento, el individuo tuvo varias veces que echarse a las espaldas el burro de la colectividad para atravesar ríos difíciles. Lo natural hubiera sido darse cuenta de la realidad de las cosas y entender que una doctrina que conduce a tales absurdos es ejemplarmente errónea.

Pero lo que se hizo fué intentar toda clase de expedientes, que, naturalmente, resultaban pobres y sin contenido. La verdad es que si la colectividad no es más que una especie de aparato que el hombre se crea para ser libre, no se ve cómo puede ocurrir que luego ese hombre se vea precisado a dejarse triturar por las ruedas de ese aparato.

Sobre el absurdo de esta consecuencia el totalitarismo montó otra igualmente absurda. 

"Puesto que el hombre -vino a decir- se encuentra a veces en conflictos con la colectividad, a ésta es a la que nosotros damos verdadero valor, y que se fastidie el hombre!" 

Todos presenciamos el espectáculo de ese Estado ruso, que no da al ser humano más valor que a la cucaracha, y que se lanza gozosamente a triturado entre los dientes de la máquina estatal tan pronto como se le ofrece ocasión.

El mundo ha llegado a contemplar con bastante pavor, la dualidad de posibilidades que individualistas y totalitarios le ofrecen y busca con ansias de muerte algo que le resuelva el conflicto.

Hasta ahora no tiene más que dos posiciones para elegir:

- declarar sagrado al individuo, haciendo imposible con ello la vida al Estado (si no es que la declaración se queda en palabras y lo que se hace es, en realidad, una política de apisonadora), o

- declarar sagrada a la colectividad, y sálvese el que pueda!.

Sin embargo, cada vez se siente más necesitado de encontrar alguna forma de escapar por fin al tremendo y melancólico dilema en que se halla encerrado.

El hombre que ha visto llevar a cabo tantas maldades en nombre del Estado y del individuo, se pregunta desconsolado si no es él en último término el que está sirviendo de cabeza, de
turco a una y otra especulación y se pregunta además, por qué él, que es la pieza fundamental de la sociedad humana, ha de ser el único que no puede entrar en juego de un modo decisivo en la
realización de su propia vida;

veamos si ello es posible.

1) Para investigar acerca del Estado hay que atender al sujeto y al objeto de la sociedad estatal.


Una solución cristiana del problema estriba en distinguir claramente los modos conforme a los cuales puede ser mirado el hombre en el Estado: como individuo y como persona.

El hombre es individuo, no en el sentido que a esta palabra dan los individualistas, sino en el de parte o miembro de la colectividad.

Por tanto, visto de un modo, por decirlo así, exclusivamente numérico, y haciendo abstracción de su calidad humana.

Pero, además, el hombre es persona.

Pues bien; en cuanto mero individuo, el hombre ha de ceder siempre, por principio, ante la colectividad; en cuanto persona, nunca. 

Teniendo bien presente esta distinción no caeremos ni en el exceso individualista de defender al cacique del pueblo, que se obstina en postergar los intereses de éste a los suyos, en nombre de un, imaginario derecho individual, ni en el exceso de los totalitarios, que arremeten contra cosas como la libertad, la dignidad, el pudor, directamente ligados a la dimensión personal del hombre.

Cuando los hombres de la Revolución Francesa proclamaron en una misma tabla los derechos del hombre y del ciudadano (léase individuo) no hicieron más que confundir cosas que hay que cuidarse de mantener bien separadas.

Como individuo, el hombre no tiene ningún derecho permanente, porque siempre hay la posibilidad de que tales derechos entren en pugna con la colectividad.

Como persona, en cambio, el hombre tiene derechos que cada vez va siendo más urgente escribir. Estos sí que pueden y deben ser alegados frente a todos.

Y la misión del Estado ante ellos no debe ser una conducta de inhibición a regañadientes, como la del lobo que no puede devorar al cordero por el qué dirán. Debe ser él el primero en proclamarlos y defenderlos,

Pero además -y este es el objeto del capítulo presente- el Estado, sobre entenderse como servidor del hombre en su completa acepción, tiene que mirarse a sí mismo de una manera introspectiva. No. basta con decir yo me plego a la realidad del hombre, aunque esto ya es bastante para ponerse en el camino de acertar, es preciso también saber qué leyes circundan su nacimiento para saber de qué modo puede ejecutar aquel servicio.

Un barco, ciertamente, está hecho para servir al hombre, pero destinado a moverse en el agua, no puede olvidar su notabilidad. El Estado, análogamente, tiene que conocerse a sí mismo,
tiene que saber su realidad.

Por eso, antes de seguir adelante y, sobre todo, antes de afrontar el tema del Poder, tenemos que resolver, para no caer como el liberalismo en el peligro de confundirlo todo, esta cuestión previa:

¿Qué cosa es el Estado?

Si no es una convención ni una coacción, si no puede entenderse como mero ejecutor de derecho (derecho positivo, puesto que éste es el único que el hombre liberal se labora) ni como único sujeto de la Historia, ¿qué debe entenderse por Estado?

Esto es preciso saber (como antes ha sido preciso saber qué entendemos por hombre) para llegar al problema final que todo libro de política viene a plantearse:

¿Cómo debe gobernar el hombre al Estado?

 No sabemos que haya un modo de llegar acertadamente a la resolución de este problema ni de ninguno, si no empezamos por conocer perfectamente cuáles y cómo son los factores que intervienen en él. Por lo tanto, vamos a tratar de definir al Estado o, si se quiere una expresión que no pueda tacharse de pedantería, vamos a decir lo que nosotros entendemos que debe ser un Estado.

Y para ello, tengamos presente que frente a los totalitarismos y a los individualismos proclamábamos en el capítulo anterior estas dos posturas:

Primera. Que el Estado no es un organismo superior al hombre. 

Segunda. Que el Estado es una verdadera sociedad natural.

Lo primero no necesita de muchos razonamientos. Su punto de partida implica la afirmación de que no es el Estado para el hombre, sino el hombre para el Estado, y tal afirmación es contraria a los principios elementales del cristianismo. 

Ya se ha advertido que este libro no es un tratado de filosofía, sino de política, que parte, en consecuencia, de afirmaciones dogmáticas previamente aceptadas, y no es cosa de ponemos a, argumentar ahora sobre la categoría humana de rey de la creación.

Ademas, si antes hablamos de retórica, el totalitarismo no es más que eso; no tiene un sola motivo que presentar; es solamente una expresión literaria de un estado de ánimo de las masas que sólo puede mantenerse mientras el estado de ánimo dura, como las palmas con que se acompaña el cante flamenco tienen su vida limitada al tiempo de cantar.

2) No basta con mirar al Estado como una sociedad natural gobernada mediante coacción.


Frente al individualismo hay que afirmar que el Estado es una verdadera sociedad natural, y esto sí que merece estudiarlo con detenimiento, porque es lo que puede llevamos a la ocasión de
encontrar una nueva interpretación del Estado.

Veámoslo:

Entendemos por sociedad natural una sociedad que está determinada como tal por el derecha natural y, en consecuencia, se precisa demostrar que es el derecho natural y no otro el que exige la formación de la sociedad estatal.

Para nuestro razonamiento conviene empezar por aclarar el propio significado de la palabra naturaleza, diciendo que entendemos por ella, no una serie de normas independientes de toda realidad trascendente al mundo, sino unas leyes implantadas por Dios, autor de todo lo creado en el universo.

Y así, cuando a la palabra derecho dimos el apelativo de natural, lo hacemos con la intención preconcebida de especificar el alcance fundacional que damos al origen del Estado. Ya sabemos que en buena especulación filosófica, ajena a toda sutileza política, no hay más que un solo derecho, puesto que el positivo no es más que la forma de realizar los preceptos del derecho natural; pero como los liberales proclaman también que el Estado es una sociedad exigida por el derecho, si no dijéramos nosotros derecho natural y añadiéramos además lo que entendemos por naturaleza, caeríamos en el riesgo de confundir las cosas.

En cuanto a la palabra sociedad no hay inconveniente en adoptada aquí en el mismo sentido que la toman los individualistas; es decir, en un sentido amplísimo de pluralidad o colectividad de seres humanos que viven ligados entre sí por una serie de vínculos especificos ; pero claro está, colectividades así se encuentran en número infinito, desde la pandilla de amigotes o el pequeño grupo de socios que se lanza a explotar una Empresa industrial, hasta ese ente borroso de millones de cabezas, al que suele llamarse por antonomasia "la sociedad.

Por lo tanto, no basta con decir que el Estado es una sociedad; hay que decir algo mas, y la primera nota de que suele echarse mano para comenzar a diferenciarle de las demás sociedades es la nota de la coacción.

Frente a las sociedades cuyos vínculos se mantienen exclusivamente gracias al libre asentimiento de sus miembros, el Estado se dice es una sociedad sostenida por la coacción. 

En realidad, esto de la coacción tampoco sirve para explicar esencialcialmente al Estado.

En primer lugar, ya hemos visto anteriormente que esto de destacar el elemento coactivo sobre todos los demás obedece, más que a una exigencia de razonamiento, a una actitud irracional que nos lleva a conceder importancia exclusiva a, aquello que el Estado nos ofrece de más completo y palpable en su relación con nosotros : el Poder.

En segundo lugar, la coacción no es," ni mucho menos, cosa que se dé únicamente en el Estado; por el contrario, se trata de algo universalmente generalizado que existe en toda clase de sociedades, no sólo en algunas fundamentales como la familia, sino en las más elementales y primarias. La cohesión y disciplinar de un equipo de fútbol en un colegio de segunda enseñanza, suele mantenerse casi siempre gracias a las bofetadas que libremente prodiga su capitán; incluso en el reino animal, la coacción aparece por todas partes, y casi puede decirse que donde hay vida hay coacción.

En tercer lugar, cabe imaginar perfectamente un Estado en el que sus miembros sean tan observantes que hagan de todo punto innecesaria la coacción, Un Estado así no coaccionaría a nadie, y, sin embargo, seria un verdadero Estado. Esto, no obstante, precisa de cierta aclaración: cabe evidentemente pensar en un Estado así sin que el pensarlo implique contradicción en el pensamiento ; pero lo cierto es que nadie que sea sensato podría pensar fundadamente que un supuesto igual se realice; no hay duda que se puede decir, seguros de acertar, que sin coacción no obedecerían; pero, ¿quiénes no obedecerían? y ¿a qué serían desobedientes?

La cosa está clara: serían los hombres los que no obedecerían a las leyes. Ah, esto sí que nos lleva a situarnos en el centro de la cuestión.

Por de pronto, aquí surge otro nuevo factor:

el derecho; y el hombre y el derecho son el sujeto y el objeto del Estado.

Encaminemos por aquí nuestra andadura.

3) El derecho, elemento esencial en el concepto del Estado.


El hombre, decíamos en un capítulo anterior, es persona, y, por tanto, según la clásica definición de ésta, sustancia individual de naturaleza racional.

Como tal sustancia individual, el hombre constituye una entidad unitaria irreductible e, intransferible, el hombre es una unidad sustantiva.

En cuanto ser racional, el hombre es libre; es decir, no se ha sumergido e implicado en el cuadro de las fuerzas ciegas de la naturaleza, sino que, al revés, es capaz de decidir por sus propios actos: el hombre es un ser que puede elegir lo que va a hacer.

Pero, además, el hombre es un ser moral y su conducta ha de orientarle necesariamente en un determinado sentido; es decir, el hombre, como ser libre puede elegir, pero como ser moral tiene que elegir en un cierto y determinado sentido.

Este sentido es lo que designamos con la palabra fin. El hombre tiene que obrar libremente con arreglo a su fin.

 Pues bien; todo aquello que en el hombre, unidad sustantiva o irreductible, esté ordenado por Dios para su individual y exclusivo fin es lo que designamos con la expresión "lo mío".

Pero al mismo tiempo, el hombre no es como opinan los individualistas una criatura cerrada sobre sí misma; al revés, por su naturaleza racional está implicado en un orden universal impuesto por Dios en la creación. Gracias a su razón, el hombre no ve en lo que le rodea un nuevo sistema de fuerzas que le empujan, como sucede a la piedra, si no que ve sentido; es decir, significación en el universo.

Por esto, yo no puedo ver en otro hombre algo que simplemente me encuentro en mi camino como si me encontrara una piedra; tengo que ver en él otra persona, otro ser que lo mismo que yo va por el mundo con su "lo mío" a cuestas, y esta visión y reconocimiento de los otros "lo mio " que yo hago es lo que designamos con la expresión "lo tuyo".

Ahora bien; en cuanto estos dos hombres se ponen en contacto, viven en relación; y de esta relación se original que moviéndose cada cual por su propio interés se hace posible que "lo mío" y "lo tuyo" no sea aceptado. Entonces, instantáneamente, como la chispa eléctrica salta en cuanto se ponen en contacto dos polos distintos cargados de electricidad, surgen estas dos cosas:

- de un lado el derecho, que es aquello que, como decían los romanos, viene a otorgar a cada cual lo suyo;

- de otro lado, el Estado, que es el organismo encargado de hacer efectivo este respeto mutuo a los derechos de cada uno.

Como se ve, nadie ha convenido crear un Estado; el Estado ha surgido espontáneo; como la chispa eléctrica no ha surgido porque los polos lo hayan contratado, sino simple e inevitablemente porque han sido puestos en contacto;

el Estado aparece en el momento que entran en relación dos hombres con "míos" y "tuyos" de posible fricción. 

Pero como esto ha de ser objeto de estudio más adelante, cuando tratemos de encontrar la definición del Estado, y aquí sólo intentamos decir qué es una sociedad natural, acabemos el razonamiento iniciado con esta consideración ; aquel "mío" y aquel "tuyo" que decíamos antes, no es algo que los hombres acuerdan poner en vigor en un momento de buenos propósitos, sino que, como la electricidad a los polos, va inseparablernente ligado a su calidad de hombres, a su calidad de seres morales.

Luego no están vinculados a cualquier clase de derechos, sino precisamente al derecho natural, y como lo que se organiza para hacer efectivas estas exigencias es lo que llamamos Estado, llegamos. a la conclusión de que el Estado es una sociedad determinada por el derecho natural, o lo que es lo mismo, que el Estado es una sociedad natural.

Véase hasta qué punto era preciso empezar por una concepción del hombre para llegar a conocer lo que entendemos por Estado, y hasta qué punto se van perfilando las divergencias nuestras con aquellas tesis liberales y marxistas que, partiendo de un individualismo desvinculado de su propia trascendencia, no podían menos de desembocar en uno de estos dos caminos:

o la creación de un Estado de inferior categoría, como producto de un contrato efectuado entre seres enclenques,

o la creación de un super-Estado que recogiera todas las perfecciones anteriorrnente recortadas al hombre y viniera de este modo a convertirse en su sustituto.

4) El derecho por sí solo no constituye la última, diferencia para determinar el concepto del Estado.


Con esto, sin embargo, no hemos hecho otra cosa que poner de manifiesto la inconsistencia de los puntos de vista sustentados por individualistas y totalitaristas. 

Si nos quedáramos aquí, nuestra exposición resultaría manca; es preciso, rechazadas en absoluto las posturas anteriores, indagar por nuestra cuenta qué sea el Estado.

Hasta ahora hemos dicho, y ya es bastante, porque nos ha dado la clave de la postura democrática-liberal, que el Estado es una sociedad natural; pero esto exige nuevas investigaciones;

primero, porque apuntado el maridaje del Estado con el derecho, debemos profundizar en este maridaje;

segundo, porque decir que es una sociedad natural es decir poco en el camino de la definición,

ya que hay otras sociedades naturales, como la familia, que no son el Estado, y es preciso concretar sus diferencias.

El Estado, suele decirse, es una organización para declarar y hacer cumplir el derecho. 

Pero esto exige numerosas aclaraciones, porque es una definición que encierra múltiples equívocos.

En primer lugar, decimos "declarar", y hay que precisar qué es lo que se entiende por derecho para ver en qué consiste esa "declaración" que al Estado incumbe. En cuanto esto se precise se vera que tal declaración, no sólo no caracterice al Estado, sino que, en realidad, es algo que no tiene sentido.

- Si por derecho entendemos una norma absoluta de justicia, permanente e invariable (lo que suele llamarse derecho natural), propuesta desde siempre a los hombres para su cumplimiento, claro es que el Estado no es quién para declarar el derecho. Esto ya lo hizo Dios.

Entiéndase que no se trata de adoptar en este momento una actitud de partido acerca del contenido que el derecho del Estado ha de tener, sino, simplemente, de poner de relieve que si el derecho es, por su definición, lo que ya está declarado, será indudable que la esencia del Estado no puede ser hacer lo que ya está hecho.

- Y si por derecho entendemos aquellas normas que el Estado sanciona para regular la conducta de los hombres, sin referencia a una norma universal y objetiva (lo que se llama derecho positivo), en ese caso la definición del Estado como declarador del derecho carece de sentido. El Estado vendría a ser una sociedad encaminada a imponer por la coacción aquello que se propone imponer por la coacción. Tal definición conviene lo mismo a una pandilla de ganster.

Analicemos ahora el segundo extremo de la definición (hacer cumplir el derecho). ¿Convendrá al Estado esta, nota? No hay que razonar mucho para comprender que sí. Una experiencia universal y espontáneamente sentida hace afirmar a todo el mundo que éste es, precisamente, el fin del Estado; hacer cumplir el derecho.

Se tendrá de éste el concepto que se quiera.

Unos lo identificarán con la naturaleza racional y libre del hombre, y verán, por consiguiente, en el Estado la condición para una auténtica vida humana;

otros, verán en el derecho la regulación de una situación de esencial dualidad entre un grupo de opresores y un grupo de oprimidos, y dirán que el Estado es el instrumento técnico para esta opresión.

Pero el maridaje entre Estado y derecho es algo de lo cual parte todo el mundo como cosa indisputable.

Pero es aquí, cabalmente, donde toman origen todas las confusiones.

Si todo el mundo está de acuerdo en que el Estado es una organización para el cumplimiento del derecho, en lo que no está de acuerdo casi nadie es, como acabamos de decir, en qué cosa sea el derecho. 

Ello hace que cuando el Estado es definido de este modo, la definición tiene en todas las bocas un carácter condicionado al concepto que del derecho se tenga.

Así, lo que viene a decir todo el mundo es esto:

"El Estado es derecho; pero, bien entendido, siempre que por derecho se entienda esto que entiendo yo." 

La consecuencia es que a todo el mundo acaba por acontecerle lo que a Rousseau:

"Si no se entiende por derecho lo que yo entiendo-viene a decir-, me niego a llamar Estado y a conceder beligerancia a todo lo que no parta de este concepto mío".

Ahora se ve claro hasta qué punto las actitudes de partido enturbian y oscurecen el razonamiento sereno de las cosas.

Cuando se escribe acerca del Estado no suele hacerse otra cosa que política, en el sentido usual de la palabra, Todas las actitudes a que nos estamos refiriendo coinciden con este mismo punto de partida:

"El Estado es lo que yo quiero que sea, y lo que no sea asi no es un Estado". 

Esto es lo que antes afeábamos a Rousseau y hemos de afear ahora a casi todo el mundo. Porque no hay duda que es ésta una actitud en pugna con una visión reposada y racional de las cosas.

El hombre que busca sinceramente la verdad no tiene otro remedio que plantarse ante todos estos autores y decirles: "Si la realidad concreta en que nos movemos y a la que estamos llamando Estado no es tal, según su definición, ¿qué es? Si usted dice, sin discusión posible, el Estado es lo que yo digo, el Estado es esto y nada más que esto, ¿qué será entonces lo otro, lo descalificado por usted, que, no obstante la descalifícación, sigue teniendo para nosotros una realidad indudable'?".

He aqui el problema: mientras los autores afirman unos inexorables "estos", la vida está llena de unos indudables "otros", que son los que le afectan de verdad.

Los autores, obsesionados por su actitud de partido, se esfuerzan por desconocer a estos "otros", por ignorarles; pero como da la casualidad que estos "otros" constituyen, precisamente, la mitad del Estado, la mitad del problema, los autores se quedan con un problema mutilado.

Si prestaran atención a esta otra mitad, caerían en la cuenta de que en ella está la clave de un entendimiento íntegro del Estado.

Obsesionados con defender su idea del derecho, acaban por conceder atención a éste exclusivamente; y éste es su gran fallo.

Definir al Estado exclusivamente como organización para el derecho es quedarse a la mitad del camino. Porque, según hemos visto, si se entiende por derecho sólo el positivo, la cosa no tiene sentido; y si se entiende el derecho natural, entonces no hay más remedio que reconocer que la familia es también una organización social para el derecho.

5) El Estado se diferencia de las demás sociedades para el derecho, en razón de la entidad social sobre la que éste recae.


¿Cómo diferenciar a la familia del Estado?

Pues, precisamente, acudiendo a eso que los autores dan tan escasa importancia; acudiendo a eso que es capaz de seguir teniendo realidad por sí mismo, sea cualquiera el concepto del derecho que sobre él se monte; porque eso sí que establece verdaderas diferencias.

Toda sociedad debe su origen a un motivo; una sociedad no es simplemente una colectividad, sino una colectividad "con" razón de ser, "con" destino;

después, y para mejor cumplir el destino, vendrá lo de montar sobre ella toda una norma de derecho; pero antes que nada está el destino como esencia y diferencia de cada sociedad.

Ahora bien; la sociedad liberal se miró a sí misma como simple colectividad de individuos, y eso, lógicamente, crea un confusionismo que es preciso aclarar desde ahora. Si el mundo liberal llama Estado a la colectividad de individuos, ¿cómo vamos a llamar nosotros a la colectividad con razón de ser?

Si como procede le llamáramos también Estado, no habría quien pudiera saber a cuál de las dos acepciones nos referíamos, y posiblemente nuestro razonamiento quedaría envuelto en oscuridad;

por otra parte, el Estado puede ser mirado en sus dos aspectos y hasta conviene unas veces mirarlo como suma de individuos, y otras, como "suma con", lo mismo que una sociedad deportiva podría decir de sí misma unas veces que reúne cien mil socios, y otras que cuenta con los cien mil defensores de sus colores.

Por lo tanto, se hace preciso dejar la palabra Estado para abarcar con ella las dos acepciones dichas y buscar para cada una el vocablo apropiado.

Lo primero ya tiene un nombre, colectividad;

lo segundo, lo llamaremos en adelante "entidad social"; es decir, entidad relacionada directamente con su razón de asociación, o, mejor dicho, colectividad (la misma colectividad anterior), pero mirada, no desde el punto de vista numérico, sino desde el punto de vista de su razón de ser.

Ahora se hace preciso volver sobre la terminología que hemos usado hasta aquí para mejor entendemos, y tomar las cosas en su significación rigurosa.

El Estado hemos dicho, es una sociedad. Ahora bien, ¿qué se entiende por sociedad?

Si entendemos por tal una organización, evidentemente la es.

Pero, si como es preferible, entendemos más bien un grupo humano, constituido como tal, no en virtud de una organización deterrminada, sino en virtud de unos vínculos que entre sus miembros se establecen espontáneamente gracias al libre juego de la naturaleza social del hombre y de su libertad, entonces el Estado no es una sociedad, es la organización de una sociedad; es decir, la inserción voluntaria y consciente de aquélla en el seno de una entidad social previamente existente.

Esta inserción de lo organizado es, precisamente, lo que hace el derecho.

Ahora queda aclarado suficientemente el sentido y el alcance de lo que hemos señalado como fallo en que los autores incurren con rara frecuencia.

El Estado es, de una parte, derecho; de otra, entidad social preexistente, sobre la cual el derecho se monta.

Como los autores sólo atienden al primero de estos elementos, su visión del Estado es constitutivamente manca e insuficiente. Por de pronto, como acabamos de decir, resulta impotente para poner en claro qué sea lo que diferencia entre sí a Estado y familia, entidades dirigidas ala realización del derecho. Y el caso es que en esta diferenciación se halla la clave para llegar a descubrir lo que sea el Estado.

Estado y familia se diferencian en razón de la entidad social primaria. que en cada uno de ellos sirve de soporte para recibir la impronta del derecho.

En la familia, esta entidad social se halla caracterizada específicamente por la generación, dando a esta palabra un sentido amplísimo, no limitado sólo a lo que comúnmente suele expresarse con esta palabra, sino comprensivo de todo aquello que de un modo más o menos enérgico, se dirige a procurar la vida al hombre.

Los vínculos familiares se tienen en cuanto se es generante o generado. 

Estas condiciones o estados sitúan a ciertos hombres en una posición de vinculación específica respecto de otros, y el conjunto de estos vínculos es lo que constituye la entidad social sobre la que, luego; se monta la organización del derecho para dar lugar a la familia.

6) La peculiaridad de esta entidad social consiste en constituir una unidad de destino determinada por la historia.


Pero ahora hay que ensanchar nuestras consideraciones, porque hay otros muchos grupos sociales que no son la familia y de cuyo cotejo con el que sirve de soporte al Estado vamos a obtener la esencia de éste.

Imaginemos un conjunto de grupos de hombres o, mejor dicho, de hombres aislados y sin relación específica entre ellos, a los que, de pronto, les sobreviene algo en virtud de lo cual lo que hasta entonces era mera proximidad o relación indiferenciada se convierte en algo coherente y, determinada. Por ejemplo, la tripulación de un barco que se va a pique; los habitantes de una casa que arde. Estos hombres, que hasta el momento en que el hecho decisivo ocurre constituían una mera suma de individualidades pasan de pronto a constituir una auténtica entidad social. Se establece entre ellos una vinculación específica en cuanto sujetos afectados conjuntamente por algo que no se puede desconocer. Ya no son meros vecinos o compañeros de viaje. La relación que a consecuencia del peligro común se ha establecido entre ellos es esencialmente diferente a la que liga a cada uno con el resto de los humanos,

Estas entidades sociales, aunque menos características que la familia, son, en esencia, lo mismo:

Entidades sociales aptas para recibir la acción del derecho.

Lo que pasa es que su constitución y la consiguiente apertura hacia el derecho es algo muy rápido; pero, en resumidas cuentas, es igual. El grito de "las mujeres, primero" no es más que el signo de la repentina irrupción del derecho en una entidad social que acaba de constituirse y que, por consiguiente, acaba de abrirse a él.

Evidentemente en ninguno de estos casos podremos decir que acaba de constituirse un Estado.

Pues bien; ¿cuál es la estructura característica y peculiar de la entidad social que sirve de cimiento a éste y le hace di ferenciarse de todas las demás entidades sociales organizadas conforme al derecho?

En cuanto se hace la pregunta se echa de ver la solución.

En el caso de la familia, sus miembros se hallan unidos entre sí en razón de algo perfectamente claro: la generación.

En el caso del barco, la razón de la ligadura es también perfectamente descubrible: el naufragio. En el de la casa, el incendio. Pero, ¿y en el Estado?

El caso es que aquí no acertamos con la palabra.

¿Qué es lo que me hace a mí estar ligado a este otro señor, de nacionalidad española como yo, con lazos que se diferencian radicalmente de los que me unen a aquel otro que es chino?

No se caiga en la tentación de volver a pensar en la coacción.

No se trata de que yo me halle ligado a los españoles porque el poder del Estado me haya forzado a ello. Al revés: el poder del Estado se ha montado, precisamente, sobre esto que ya existía.

No es que el gobierno nos haya hecho españoles, sino que, sin saber por qué nos hemos encontrado constituyendo una entidad social diferenciada, a la cual damos el nombre de España, y luego ha ocurrido que sobre esta entidad social se ha puesto alguien a mandar y esta entidad social, ¿quién la ha hecho? No la ha hecho la generación, ni un naufragio, ni un incendio. No hay una palabra que, como en los otros casos, sirva para dar razón de la existencia de esta entidad social.

Vamos a precisar más la cuestión. Una entidad social se constituye, según hemos dicho, cuando una pluralidad de hombres se encuentran de pronto vinculados entre sí por vínculos específicos. Ahora bien; ¿qué es lo que acontece para que esta vinculación se produzca? Ya lo hemos dicho; que tenga lugar una generación, un naufragio o un incendio. Es decir, que los componentes de esa pluralidad se vean ligados entre sí por un destino común.

En cuanto un grupo de hombres tiene un mismo destino, exclusivo de ellos, estamos en presencia de una entidad social. Es igual que el destino sea jugar un partido de foot-ball o salvarse de la invasión de los bárbaros.

Pues bien; en las entidades sociales a que hemos pasado revista el destino que da lugar a la entidad social tiene un nombre perfectamente definido. En cambio, en aquel sobre el cual el Estado se monta se hace difícil encontrar tal nombre. ¿Por qué? Sencillamente, porque no lo tiene.

Una entidad de este tipo está determinada por una unidad de destino cuya razón es imposible señalar con el dedo. Lo único que cabe decir es que existe, que tal unidad está ahí.

En una palabra: Hay que afirmar que a esta y a aquella colectividad humana, simplemente, les acontece tener sus miembros un destino común. 

Y como en lo humano "lo que acontece" recibe el nombre de historia, hay que terminar diciendo que:

" la entidad social sobre la que el Estado se asienta es una colectividad humana unificada por una comunidad de destino determinada por la historia"

Esta entidad social así entendida debe ser llamada pueblo y ahora que ya podemos lanzamos a una definición del Estado diciendo de éste que  

"es un pueblo informado por el derecho." 

7) Esta definición conviene a todos los Estados.


Obsérvese que no se insiste aqui en el error de confundir lo que el Estado es con lo que el Estado debe ser.

En la definición apuntada no se contiene juicio alguno acerca de cuál sea el derecho con arreglo al cual deben ser organizados los Estados; por eso, conviene por igual a todos.

Ahora sí que conviene afirmar que lo que no sea esto no es Estado. 

Podrá el derecho ser justo, o injusto, pero una colectividad en la que no haya normas de conducta de ninguna clase (escritas o no escritas) no hay duda que no será un Estado.

En cambio, el haber puesto de relieve lo que el Estado tiene necesariamente de pueblo y, por tanto, de historia, nos sirve para descalificar automáticamente toda concepción del que no tenga en cuenta esta dimensión.

Para descalificar sobre todo, la democracia individualista, que es esencialmente antihistórica porque no hace resaltar en el Estado otra cosa que lo que en él hay de contrato, por tanto, de derecho, olvidando la mitad.

Con esto quedan nuevamente convictas de error en un nuevo y fundamental sentido las posiciones individualistas y totalitarias.

Para los primeros la historia es algo totalmente ajeno al Estado; Este vive, claro es, una vida histórica, pero en sí mismo; constitutivamente no es historia. Por eso puede llegarse a toda clase de conclusiones acerca del poder del Estado, de su fin, sin tenerse en cuenta la historia para nada.

El totalitarismo, en cambio, que nace en la época romántica en que el hombre se apasiona por la historia acaba por no saber ver otra cosa en el Estado que destinos cada vez más vertiginosos, porque, en definitiva, la historia, que es esencialmente dinamismo, lleva al Estado, si no sabe rnirarla como razón unitaria, a perder toda, consistencia y a convertirse en pura fluidez.

Es urgente, por tanto, volver a determinar con justeza en qué sentido y de qué modo el Estado es historia y es derecho, para que

ni se convierta en algo obstinadamente cerrado a él y condenado a sumergirse en su corriente,

ni quede configurado como pura movilidad sin asidero alguno en lo permanente.

Estos dos elementos son los que determinan todo lo referente a aquello en que la vida del Estado se manifiesta y que será objeto del capítulo siguiente: El gobierno. 
José Luis de Arrese 1947.





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